Complejo de socialista
Sentado en un escaño anónimo de quinta fila, durante la sesión de investidura, el joven diputado socialista sintió que de alguna manera había llegado a la cumbre. Sabía que desde allí podría hacer cosas grandes por España. Su nombre había sonado para ministro y estaba legítimamente orgulloso. Mientras se sucedían los discursos bajo las lámparas y tapices, por el cerebro le pasaban placas muy íntimas de la memoria. El día en que cumplió siete años su madre hizo un postre especial y en la mesa había también copas de cristal tallado con licores de monja y algunos refrescos de color verde y rosa pálido. Era un niño feliz en aquel verano de 1950. Zarra acababa de marcar el gol de la victoria en Maracaná contra Inglaterra, de noche había gusanos de luz, olían las madreselvas y las campanillas moradas junto a la alberca, y cantaban los grillos bajo algunas estatuas derribadas del jardín. Aunque todo tiene un límite. En aquella fiesta de cumpleaños la familia saboreaba en su honor unas natillas con grecas de merengue, cuando de repente su padre le miró con un ceño de posguerra, detuvo la cucharilla del postre en el aire y brindó por él con esta grave advertencia:-Hijo mío, has llegado al uso de la razon. Ten mucho cuidado.
-¿Por qué?
-A partir de hoy ya puedes ir al infierno
-¿Qué he hecho yo ahora?
-Nada. Estás avisado.
El pastel con que se festejó su llegada al libre albedrío era excelente y, por otra parte, la capacidad de condenarse eternamente llenó de vanidad su pequeño corazón. Desde aquel día este diputado socialista ha aso ciado siempre el infierno con la repostería y los ojos deslumbrantes de Luzbel con el brillo de un refresco de menta. El mal tiene una mirada de pippermint, pero el daño ya esta ha hecho. En la tribuna del hemiciclo Fraga soltaba amenazas de perdición eterna y en la Cámara se había instalado el concepto de naturaleza caída. No entendía nada de asuntos freudianos, aunque la asociación era perfecta. En ese momento los socialistas estaban celebrando una especie de boda con el poder, y Fraga se había elevado sobre la tarta para recordarles el pecado original como aquel padre lejano de su biografía íntima.
El diputado socialista miró hacia el tendido de la derecha y vio algunas caras pálidas de demócratas cristianos, que se parecían mucho a su tía. El día de la primera comunión, para que pudiera defenderse en la vida, aquella tía soltera le regaló el devocionario Mi Jesús con cubiertas de nácar, y en ese libro había una viñeta de los mandamientos de la Ley de Dios en forma de puente con diez arcadas, que saltaba por un abismo en llamas sobre sucesivas calderas de aceite hirviendo o de plomo derretido. Cada mandamiento tenía una trampilla por donde hombres y mujeres caían al vacío según la especialidad de su pecado. La gente iba cruzando penosamente la terrible pasarela, pero en el sexto control, o sea, en la aduana de la carne, había un boquete muy difícil de eludir. Allí se veía un gran caudal de fornicadores despeñándose cabeza abajo por el acantilado de fuego hacia el interior de la perola de aceite y allí esperaba un demonio macho con tenedor. El diputado socialista había contemplado muchas veces este dibujo en las noches insomnes de su niñez y entonces las natillas con merengue se unieron con el sexo y el uso de razón en el camino privado del infierno. Realmente la vida se presentaba muy dura. Ahora Fraga seguía braceando advertencias fatales en el podio como una parafina de su difunto padre y la sesión de investidura se había confundido dentro de un pliegue de su memoria confía escena esfumada de la fiesta de aquel cumpleaños.
- Tienes libre albedrío. Para Dios has alcanzado la mayoría de edad penal.
-Y eso qué significa, señor Fraga?
-Algo grave. Desde esta mañana puedes cometer pecados mortales.
-Y qué pasa.
-Si mueres no habrá quien te salve.
-¡Pobre Felipe!
Había que hacer algo. En aquel tiempo de la niñez el primer remedio consistía en llevar siempre el escapulario puesto. Nada de medallitas de oro ni de crucifijos de esmalte sino el escapulario rudo, con dos paños de un marrón carmelitano, que debía colgar del cuello tocando piel en el pecho y en la espalda. La Virgen del Carmen le había dicho a alguien que si un pecador empedernido lucía esa prenda tendría siempre oportunidad de hallar confesor a última hora, aunque muriera de ataque. Era una salida. Pero en política hoy las cosas están muy complica das, hasta el punto de que ahora es más fácil complacer a Dios que a Fraga. El diputado socialista en la intimidad del escaño interrogaba a su alma acerca de qué cosas habría que hacer u omitir para tener contenta a la oposición. Era un sentimiento natural.
Gente miserable
La familia de este joven diputado aún e de derechas, y en su árbol genealógico hay un famoso cacique maurista muerto en la cama y un tío fraile asesinado por los anarquistas, cuyo retrato ovalado está en el pasillo. Nació en una casa con jardín, en 1943 cuando la victoria se había asentado ya sobre el almacén de chatarra y los sacos de harina del estraperlo. En la mucosa más profunda del cerebro no lleva grabada ninguna explicación de aquel asunto. En ese estrato de la conciencia sólo existe el silencio de unas sobremesas evanescentes, que daba por supuesto que habían ganado los bueno y habían perdido los malos. Si alguna vez intentó preguntar el motivo de la guerra, su padre siempre le contestó lo mismo. Aquello no podía seguir así. Los políticos son todos gente miserable y el Parlamento de la República se había convertido en un territorio de jabalíes. Alguien tenía que cazarlos. De niño había visto en el baúl del desván algunos correajes, águilas imperiales de latón y trincheras con cananas. Ahora estaba sentado en el hemiciclo del Congreso y la sesión parlamentaria, tan solemne, parecía indicar que la voluntad del pueblo había arraigado en aquellas lámparas y tapices.
El había sido de los buenos hasta cierta edad. Se educó en un colegio de jesuitas, llevó flores a María en mayo, cuando este mes aún era francés, y a su debido tiempo hizo ejercicios espirituales. Recordaba perfectamente la capilla en tinieblas, la mesilla con paño negro en el altar, aquel flexo abatido que iluminaba la sotabarba del prefecto y sus manos de marfil jugando con la cadena del reloj, mientras la voz cavernosa de ese superior cavilaba terribles meditaciones sobre la eternidad. En este tercer día de ejercicios, tercera semana para los padres de la Compañía, manda el padre Ignacio que se hable del infierno. Ahí estaba de nuevo el fantasma del fuego. Siempre se contaba el mismo caso. Aquel niño puro, de ojos azules y mejillas de rosicler, que al llegar al uso de razón pecó por primera vez, murió y fue condenado. Aquel anciano de vida intachable que el último día de su existencia cometió el único desliz, murió y también tuvo que ser arrojado al averno sin más contemplaciones. No había escapatoria. El ojo de Dios era una maquinaria ciega, una computadora insobornable, que separaba con automatismo electrónico el trigo de la cizaña.
En su segunda infancia este joven socialista jugó, como gran parte de su generación, con el tambor y un fusil de madera. Le gustaba llevar botas con clavos, pantalón caqui, camisa azul y la boina roja engarzada en el hombro. No entendía mucho el juego, pero se sentía guapo y era algo heroico leer tebeos de hazañas bélicas bajo los pinos durante el verano en la acampada del Frente de Juventudes con otros pequeños guerreros. Aún conserva la imagen fija, ilustrada por las llamas, de aquel jefe de Falange, de piernas peludas, lleno de músculos y correas, que impartía doctrina al borde del fuego. Le suenan en el oído aquellas palabras todavía. España sólo fue grande cuando vivió en campamentos, no en parlamentos. Entonces él también quería ser un centauro ibérico, mitad monje, mitad soldado.
Rebeldía de pantalón vaquero
Vino un tiempo en que al muchacho se le llenó de granos la nariz. Al llegar a la pubertad la fragua interior estaba consolidada. En la parte oscura de su cerebro se habían petrificado los valores religiosos tradicionales, el concepto del pecado, lo natural de la condena, la convicción de que en esta vida la felicidad no es obligatoria, el sentido catastrófico de la historia, el respeto a la autoridad, la costumbre de conducirse dentro del carril bajo las formas de un poder absoluto en casa, en el colegio, en la calle. Durante su mocedad un gobernador civil, un director general o un comisario de abastos, incluso un concejal, eran seres robustos, con bigote y cuello gordo, con verdadero mando, que caía n cascada desde las alturas de Dios hasta la gorra de plato. El joven ingresó en la Universidad con este equipaje, pero allí una ala superior de su seso, que aún permanecía virgen, hizo crisis. De pronto los guardias irrumpieron en el bar de la facultad de Derecho con las vergas en alto.
-Quieto todo el mundo.
-Oiga...
-Las manos contra la pared.
-Esto es un atropello.
_¿Qué dices tú, rojo de mierda?
-¿Quién, yo? Nada.
La batalla campal bajo las acacias en flor lo convirtió en un hombre moderno. El resto de esta biografía es común a una gran parte de su generación. Se trata de esa juventud que se inició en los ritos democráticos por libre en las aceras del neocapitalismo de los años sesenta con una rebeldía de pantalón vaquero, cabalgadas de motocicleta y lecturas de Sartre o de Marcuse hasta que la mitología de la revolución del mayo francés le recalentó la imaginación y acabó de despertarla del todo. Después llegaron los viajes a Europa, el graduado de máster en economía en aquel cursillo de Oxford, los estudios de mercado, los pufos de la empresa del INI donde trabajaba, la boda progresista con aquella chica del poncho peruano. Y encima de eso estaba la propia bondad natural, el talante de sanas hormonas en un cuerpo bien construido, que cree lo mismo en la salvación de las focas que en la igualdad de oportunidades, en la libertad del ser humano, en la racionalización de la convivencia y en el equilibrio ecológico. Por ley de gravedad esa pureza de corazón cayó en la vertical del partido socialista. España necesitaba un cambio. El iba a colaborar activamente.
Ahora este diputado está sentado en un escaño anónimo, mientras en la tribuna del hemiciclo Fraga habla verdades ontológicas con sucesivas oleadas de sangre en las sienes. El joven socialista tiene enfrente la bancada de la derecha y allí se le aparecen los rostros de viejos ministros franquistas, subsecretarios de una estirpe pasada, demócratas cristianos con genuinos reflejos eclesiásticos y financieros. Las palabras de Fraga le remueven un poso que no ha olvidado. El diputado socialista no puede sacudirse la convicción cristalizada en los estratos de la niñez. Ese friso de cara constituye el poder real y él sólo es un advenedizo. En este momento la figura del presidente Felipe González se yergue en el podio, con diez millones de votos a sus pies. Contesta al líder de la oposición con una voz moderada, que suena perfectamente. Pero en la parte anfibia de la memoria del joven diputado espejean todavía las advertencias de una sobremesa lejana.
-Hijo mío, has llegado al uso de razón. Ten cuidado.
-¿Por qué?
-A partir de hoy ya puedes ir al infierno. -¿Qué he hecho yo ahora?
-Nada.
La eterna condenación acecha, los rojos son demonios, la política está prohibida, Dios lo ve todo, el sexo es malo, la libertad tiene peligro, hay cosas que no se pueden hacer, el poder no ha cambiado. En la intimidad del escaño el joven socialista interroga a su alma acerca de qué trabajo deberían ellos hacer u omitir para tener contenta a la oposición. Que Felipe González vaya a misa, que hable con humildad, que no toque nada, que se comporte como un buen muchacho que va de paso. Por el cristal biselado de unas natillas con merengue el joven socialista ve el futuro de España.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.