Amonestaciones a los nuevos ministros de la Economía
Hace días que andaba cavilando sobre la docencia y utilidad de dirigir o no, desde esta humilde condición de ciudadano particular, algunas amonestaciones a los ministros del nuevo Gobierno que me dicen los amigos que por estos días están tomando el relevo del Poder constituido llenos de nobles intenciones. Lo que pasa es que, desgraciadamente, sobre todo en este ambiente de brumas invernales y de vulgares desastres sentimentales, cada vez se me va haciendo más incierta y borrosa la idea de que haya de verdad, allá en lo alto, en algunos despachos o aviones, tales ministros ni ministerios, y me va invadiendo insidiosamente la sospecha de que me los he inventado yo solo, a fin de poderles dirigir esas amonestaciones, inventándome de paso las noticias acerca de ellos, y las fotos y los titulares de los periódicos; y claro, ya se comprende que a unos ministros emanados como humo de la propia fantasía pocos ánimos van a quedarle a uno para dirigirles la palabra ni hacerles amonestación ninguna.De todos modos debía, por si acaso no fuera del todo así, animarme a decirles lo que pensaba. Pero es tan extraño -si vieran- esto que me está pasando... ¿Una intimación de mortalidad acaso? ¿Una bocanada del aliento gélido de la muerte? Pues no es precisamente eso: es algo más; es como una oscuridad cada vez más clara, como una progresiva evidencia de la imposibilidad de todo esto.
Se me imagina la cosa estos días, una vez y otra, a manera de algo como una esfera, de oro toda por dentro, forrada por dentro de velos de nubes sobre fondo azul sin fondo y claveteada de estrellitas con lienzos entre ellas de nada pura, y allá dentro, en el centro, por cualquier sitio, un sol que va llenando todo de una lumbre de oro y una dulce sombra alternativa, y, por tanto, álamos que se yerguen y suspiran, y mariposas bordando de aquí para allá el aire, y hormigas que se lanzan a estrenar las alitas de plata de su día de bodas; en fin, ya saben, todo eso, y entre todo ello, uno, que se levanta y estira la mano y abre la boca y dice "Esfera de oro" y cosas por el estilo; y luego, de pronto, le dicen "¡Fuera!", y "Bueno, pues fuera", se dice él, y cree que es que va a salir de todo aquello y a caer en un abismo sin fondo por fuera de la esfera; pero nada: es que no hay afuera; porque es que por fuera de la esfera no hay tal esfera: era una esfera que sólo tenía dentro; y si allí fuera no hay dentro, ¿cómo va a haber tampoco fuera?; y uno, que es todo de dentro, ¿cómo va a salir afuera ni caer en ningún abismo? Nada, que no tiene sentido, no. ¿Lo ven ustedes, lo palpan, cómo es imposible que todo esto sea de verdad? Y entonces...
A lo mejor están ustedes perdiendo la paciencia y me dicen que qué diablos tiene esto que ver con los ministros ni las amonestaciones que quería dirigirles. Pero no crean a lo mejor tiene su relación y todo: ¿no han oído el cuento aquel de romanos de que el general victorioso en la procesión triunfal le ponían en el carro uno que le: fuera diciendo "Acuérdate de que eres mortal"?; y los monjes ¡aquellos que, al cruzarse por el claustro, no se decían otra cosa que "Morir habemos", y ello no les impedía (bien por el contrario seguramente) gobernar sabiamente el huerto del convento y fabricar los más ilustres chocolates; y el rey Jerjes, que se Preparaba para su campaña sobre la Hélade (claro que aquello luego no le salió bien, pero no fue por falta de organización) llorando al pasar revista y considerar que al cabo de cien años ninguno del inmenso ejército (ni él tampoco) habían de estar allí, ni en sitio alguno. Aunque no era tampoco -ya les digo- la consideración de la muerte, sino algo más, la de la imposibilidad de todo esto, lo que me parecía que podría ayudar tal vez a que los ministros administraran con más eficacia y realismo. Pero ea, sea c omo sea, habrá que animarse entonces a dirigirles la palabra a los nuevos ministros de la economía nacional. ¿De qué era de lo que quería yo amonestarles?
No se trataba -eso seguro- de pedirles que hicieran ninguna cosa: no ya que no pensara pedirles (como se me ocurrió todavía en los días de la revolución portuguesa, que fue probablemente el último relevo en el mundo en que a un ingenuo se le pudo ocurrir tal cosa) pedirles que, aprovechando que tenían el aparato del poder en las manos, aprovecharan para dejarlo estropeado para siempre; eso, desde luego, no; pero ni siquiera iba a pedirles que hicieran otras cosas positivas más particulares, como que jubilaran de un golpe a todos los altos funcionarios inferiores a subdirectores generales más o menos, que han debido de seguir siendo los mismos desde hace cincuenta años o cincuenta siglos por debajo de todas las tormentas políticas y ministeriales; no, tampoco eso (que, bien mirado, acaso era lo mismo que lo otro), pero ni siquiera ninguna cosilla menor, como que hicieran a la Renfe abrir de nuevo las pequeñas estaciones abandonadas, o a la Telefónica que se dejara de nuevos tipos de cabinas automáticas a prueba de defraudación y reabriera los locutorios calentitos que le cerró al público, ni que suprimieran por decreto los planes de estudio de las escuelas sin sustituirlos por otros nuevos, ni ninguna cosa por el estilo: nada positivo iba a pedirles: bien sé yo que un ministro no puede hacer mucho, que a lo mejor no puede hacer casi nada, y no era cosa de molestar a esos señores con solicitudes impertinentes.
No: se trataba, más bien -yo creo-, de sugerirles que no hicieran, que intentaran no hacer algunas de las cosas que tendrán que hacer porque están ya hechas, porque están escritas en el libro del destino de cualquier Gobierno o -si prefieren más a lo moderno- impresas en el input o programa de cualquier aparato del poder. Por ejemplo, les habría pedido que no hagan cosas como las siguientes:
Que no reestructuren los cuadros del dispositivo de concentración gradual de la financiación de los servicios técnicos paraestatales.
Que no dicten disposiciones complementarias para la transferencia de competencias econó micas a los entes autónomos de Murcia y la Rioja.
Que no establezcan una normativa general que rija los convenios entre asociaciones empresariales y agrupaciones laborales para la fijación de los niveles óptimos de oscilación entre precio de la mercancía y retribuciones salariales.
Que no anden tampoco elaborando un plan de devaluaciones y reevaluaciones cíclicas para la consecución, de un nivel suficiente de estabilidad en la relación entre la función intraestatal de la moneda y su validación en la transacción internacional.
Que tampoco se molesten, por favor, en reorganizar el calendario laboral suprimiendo las fiestas religiosas de Nuestra Señora de Agosto, la Purísima Concepción y el Día de Todos los Santos con el fin de contribuir al incremento mínimo de un 0,5% anual en la productividad bruta de las empresas.
Que no anden tampoco contemplando medidas para la disminución global de las tasas de desgravación que afectan a la entidad privada con vistas a hacer revertir el excedente resultante sobre los fondos de apoyo a la industria nacionalizada y seminacionalizada.
Y, sobre todo, por favor, que no anden previendo modificaciones sustanciales en la regulación vigente dirigidas al adelantamiento de la edad de jubilación reglamentaria del personal administrativo y del sector servicios a los sesenta años, ni a los 55, ni a ningunos otros años de la vida.
Que no...
Pero ¿a qué ando aquí tampoco? ¿Cómo no va a cumplirse lo que está escrito? ¿Qué ministro ni presidente tiene poder para resistirse a hacer lo que está hecho? Y, en todo caso, no tengo ánimos para seguir. Me va invadiendo la insidiosa sensación de que yo no estoy de verdad aquí, de que no soy nada: que no soy más que uno que se han inventado los nuevos ministros para que les dirija estas amonestaciones.
A decir verdad, yo creo que ya el Generalísimo aquél me había empezado a inventar a su manera; pero estos señores me deben de estar perfeccionando en mi fantasmagoría y mi nulidad. Seguro que no soy más que eso: un sueño de los ministros; seguro que ya me he muerto y que no, que no soy nadie. No sé qué quieren que les diga.
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