Bicicletas para el invierno
Ayer por la tarde, bajo una niebla plateada de diciembre, los aeroplanos fascistas seguían bombardeando el teatro Español y las raíces del sótano se conmovieron cuando un obús cayó justamente en la plaza de Santa Ana. Se oían himnos lejanos de barricadas con un tableteo de ametralladoras, los haces luminosos de las baterías buscaban en lo alto del crepúsculo la panza de los aviones enemigos, las sirenas herían el aire con el aviso de una próxima carnicería y entonces todo dios ponía la crisma contra un saco terrero mientras caía un chaparrón de hierros. Por lo demás, en Madrid cada lenteja tenía un gusano asomado, o sea, que la gente aún comía lentejas con carne, y aquel padre de familia se sentía feliz porque había logrado cambiar una botella de vino por un kilo de bacalao. Para las nueve de la noche la radio de capillita había anunciado que Dolores Ibárruri iba a hablar al pueblo con el fin de levantar la moral.A pesar de esto, a media tarde, fuera del teatro, la cosa parecía algo más tranquila. No se veían mulas destripadas en la calzada, ni colchones en las ventanas, ni milicianos con cartucheras y alpargatas, ni mujeres de luto con una alcuza en las colas del suministro. Al contrario. Los ciegos cantaban el cupón con una alegría razonable, las tiendas de comestibles lucían jamones con lazos de Navidad y chorizos con estrellitas de oro, el bullicio de diciembre se movía entre escaparates de lencería fina y daba la sensación de que en Madrid todo el mundo podía comprar turrón de coco e incluso unos guantes de gamuza. Las fachadas estaban intactas. Tomé un taxi en el barrio de Salamanca para ir al teatro Español, pero en seguida el conductor cruzó el ceño.
-Mal asunto.
-¿Qué pasa ahora?
-En la plaza de las Cortes hay tomate. No se puede cruzar.
-¿Han asaltado el Congreso otra vez?
-Es la investidura, ¿sabe usted? Los socialistas están tomando el Gobierno.
-Vaya.
-A partir de hoy, en España ya mandan los rojos.
-A ver.
-Eso. A ver qué hacen. El asunto está muy mal.
-Sí.
El taxi enfiló la calle de Alfonso XII y la lividez de la tarde humeaba ligeramente en la chopera desnuda del Retiro, las farolas exhalaban un halo de frío dorado y los anuncios luminosos se licuaban en la chapa de los coches. La ciudad estaba en calma. Al parecer, en el hotel Ritz no se había hospedado todavía ningún alto mando de las Brigadas Internacionales, aunque desde la curva de este elegante caserón victoriano se veía enfrente la plaza de las Cortes tomada por la policía. Sucesivas formaciones de vallas y furgones de asalto habían creado un vacío de seguridad alrededor del Congreso y se vislumbraban muchas siluetas de guardias con una ave de acero en la mano, igual que en aquella velada, cuando Tejero hizo una de las suyas. Felipe González hablaba con mesura, como un hombre de Estado, de cuadros macroeconómicos, del producto nacional bruto, del índice de crecimiento. No había nada que temer. Ni la estatura de la Cibeles ni la fuente de Neptuno estaban cubiertas aún con parapetos de cemento y los cuadros del museo del Prado tampoco habían sido evacuados a Valencia. En ese momento los diputados del Grupo Mixto prendían incógnitas en la solapa del futuro presidente, auguraban malos presagios para el país y planteaban con mucha razón cuestiones de supervivencia; pero Felipe González tenía una respuesta adecuada a todo. El debate parlamentario fluía con mayor suavidad que el tráfico fuera del hemiciclo, de modo que llegué al teatro con la lengua afuera en el instante mismo en que se levantaba el telón.
Por el escenario corrió el rumor en seguida. Habían matado a Calvo Sotelo. No a éste, sino a su tío. El actual presidente en funciones a esa hora estaba ileso, todavía en la cabecera del banco azul, leyendo el periódico, puesto que la cosa no iba con él, mientras los diputados investían al candidato socialista. El que había sido asesinado era el Calvo Sotelo de verdad, el famoso líder de la oposición. La gente de la vecindad se limitó a decir que aquello parecía otra salvajada y siguió haciendo la vida de siempre; tanto es así, que este chaval le acaba de pedir a su padre una bicicleta para el verano. En el patio de butacas los espectadores se cuchicheaban a la oreja.
-Igual que ahora cuando matan a un general.
-Es lo mismo.
-Así se empieza.
-Pronto vendrá la ensalada. Vas a ver.
El teatro Español olía a calor de julio, y por el balcón abierto se oía a Estrellita Castro cantar Mi jaca. Algunos autores pensaban ir de vacaciones a La Almunia, a casa de unos parientes, mandando los colchones por el ordinario, y otros podrían pasar primero, como hoy, por El Corte Inglés y comprar biquinis, flotadores en forma de pato, bronceadores y toallas de baño con un sol estampado antes de volar a Ibiza. La existencia era entonces tan gris como ahora. En escena, aquel señor trabajaba de contable en un almacén de licores; la hija quería ser artista, al niño le habían suspendido en física y leía novelas eróticas de Pedro Mata; en el mismo rellano vivía un tarado amoroso que buscaba empleo en un bazar; el casero tenía una fábrica de santos, la madre zurcía calcetines y en la carbonería levantaban el cierre a las nueve en punto. Algo similar ocurría en los asientos de platea o de anfiteatro. Ese calvo de segunda fila acude cada mañana a un despacho de la calle de Orense y es ejecutivo en un negocio de importación de fosfatos; los adolescentes del palco, después de la función, irán a bailar a Rock-Ola; las muchachas de paraíso suelen tomar hamburguesas en el VIP's de Princesa con sus pelos de pincho color calabaza; esa señora es secretaria de ministerio con cuatro trienios y un marido alcohólico; este joven dirige una agencia de viajes donde se exhiben en el escaparate dulces sueños de Tahití pagados en cómodos plazos, y en el patio de butacas también hay muchos estudiantes de COU. Pero, de reprente, en medio de este tejido de hormigas, la radio de capillita en el escenario, o tal vez el transistor conectado con la cadena SER, que escucha dormitando el acomodador en el vestíbulo, da la terrible noticia, aunque con la lógica confusión del primer momento. No se sabe exactamente si el ejército de Africa se ha sublevado contra la República o si Tejero acaba de asaltar con metralletas el Congreso de los Diputados.
-Tranquilos, no pasa nada.
-Papá, cómprame una bicicleta.
-Parece que el Gobierno ha dominado la situación.
-¿Qué dices? El Gobierno está atrapado dentro del Congreso por los guardias.
-Yo me refiero al Ejército de Mola.
-Papá, cómprame una bicicleta.
-Niño, déjame en paz. Te compraré la bicicleta mañana, cuando pase este lío.
El susto brutal de Tejero había pasado al día siguiente y ahora puede parecer un esperpento de zarzuela bufa, pero en el teatro Español seguía cundiendo el pánico, porque ya se sabía con claridad que cuatro columnas del Ejército avanzaban sobre Madrid. El pueblo había asaltado el cuartel de la Montaña, aunque esto no era muy evidente. Esta misma mañana he cruzado en el coche por el paseo de Rosales y allí no se veían ruinas, sino un cabezo con jardines alrededor del templo de Debod. En cambio, los actores estaban muy alarmados en escena. Trataban de llevar un horario normal con las mínimas pasiones y costumbres de cada día, mientras la ciega maquinaria de la guerra comenzaba a calar la existencia de estas hormigas. La guerra civil es exactamente eso: una mutación de pasiones, horarios y costumbres. Un ciudadano en babuchas está sorbiendo un caldo de puerros. De pronto, una bomba cae en la acera y destripa al tendero que era su pareja en la partida de tute de los sábados en el bar de la esquina. Otro se va a Correos para recoger un giro postal y se encuentra con un tanque en la ventanilla. La gente hambrienta caza dulces palomas en el parque. Los jubilados se comen al canario. En los restaurantes se sirve carne de gato. Los enamorados se murmuran ternuras cardiacas en un banco del bulevar.
-¿Me quieres?
-Oh mi pichón.
-Dímelo otra vez.
-Te quiero.
-Dame un beso.
Los labios hacen contacto con dos cargas contrarias de ácido nítrico, o sea, un obús acaba de hendir las patitas de ambas tórtolas, se abre una flor de metralla y eleva a los enamorados hasta la azotea de la otra manzana. En el teatro Español se oían cantos milicianos con secos disparos de fusil. Los aviones fascistas volaban el cielo nocturno de Madrid y el sonido denso del bombardeo hacía estremecer cualquier lecho matrimonial. Al principio parecía una bobada. La radio de capillita había dicho que una facción de rebeldes se había sublevado en Africa, y ahora ya llovían hierros dentro de la sopa de ajo. Los espectadores se sintieron liberados de la ficción cuanto terminó el primer acto.
En los pasillos, en el vestíbulo, en el bar del teatro Español la gente comentaba lances de guerra. Cada uno explicaba su caso: el familiar muerto, la tienda requisada, la cantidad de mondas de patatas que había cenado la noche anterior. Nadie sabía con exactitud si el Gobierno se había trasladado a Valencia o si ya había huido por La Junquera en medio de un tropel de cacerolas, carretas con colchones, lienzos de Valázquez, mujeres por las cunetas con niños en brazos, tablas románicas, guerreros derrotados, jarrones de la dinastía Ming, sindicalistas famélicos y otros utensilios. Alguien tenía allí un transistor, y la primera alarma de los espectadores en el descanso cesó en seguida. La radio conectada con el palacio del Congreso dejaba oír la voz cartesiana del diputado Miguel Roca, que le decía al futuro presidente socialista cosas amables acerca de un oscuro porvenir. Felipe González llevaba perfectamente las riendas del debate en un juego de cortesías un poco floral.
-Tranquilos, no pasa nada. El Gobierno todavía está en Madrid.
-¿Crees que el presidente domina la situación?
-Eso parece.
Entonces los timbres del teatro llamaron a los espectadores para el segundo acto de guerra. En la ficción magistral de Fernando Fernán-Gómez Las bicicletas son para el verano siguieron cayendo bombas sobre la ciudad, sonaban las sirenas, las hormigas llevaban sus pequeños ensueños al refugio, la dicha familiar se esparcía en un plato de lentejas y todos los seres se intercambiaban la vida rota en los sótanos todavía con medio gramo de esperanza en las venas, hasta que el canto del Cara al sol comenzó a invadir las ventanas mientras caían barras de pan en las claraboyas. Alguna parte del público salió del teatro Español con el brazo en alto hacia la plaza de Santa Ana.
Pero fuera de la función, ayer por la noche, Madrid estaba hermoso, las farolas tenían un halo de niebla dorada y en las tascas vecinas había una juventud con zamarras, muchachas de pamelas con gasas entre pinchos de tortilla, adolescentes con la barba llena de zanahoria rayada. Por encima de los gorros de lana y las melenas de estopa parpadeaba en el televisor del viejo figón la imagen abotagada de Fraga, que a punto del estallido corporal decía no sé qué de un Gobierno con las manos manchadas de sangre. Después salía la figura de Felipe González hablando con una sonoridad pacífica sobre el futuro de este país. Un tipo vestido de profeta con anorak y un misticismo de secano en la mirada se acercó a la mesa.
-Por cuatrocientas pesetas adivino el porvenir.
-¿Todo?
-Según.
-¿Cómo ves a España?
-Eso no viene en el catálogo. La cosa política la cobro a mil duros.
Anoche, en Madrid, no se oían sirenas. La libertad estaba colgada de las acacias desnudas y muchos podían comprar todavía turrón de coco. O una bicicleta.
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