La imposible unidad africana
OTRO INTENTO, otro fracaso: la reunión de jefes de Estado de la Organización para la Unidad Africana es imposible. No es un tema incidental sino de fondo: lo que no existe es la unidad africana. Y la palabra organización es apenas una sombra irónica. Se sabe algo de las razones inmediatas, más o menos explícitas. Se sabe que Gadafl es una persona marcada no sólo por por la hostilidad abierta y decidida de Estados Unidos, sino por muchas reservas de los países africanos, que ven en él un aventurero peligroso, un financiador de sediciones, un desestabilizador; más allá incluso que las simplístas acusaciones de agente soviético. Y entre esas naciones está Chad, bajo la amenaza directa libia. Se sabe del problema saharaui -el equivalente a los palestinos, pero en el occidente africano- y todo su entrecruce de problemas: la hostilidad de Marruecos apoyada por Estados Unidos, el deseo de Argelia de lavarse las manos, pero necesitada a su vez de una solución colectiva al problema que soporta sola, pero que no desearía ver atizado por Libia. Y el caso de Etiopía-Eritrea-Somalia. Y el de Angola y sus vecinos. Y los golpes de Estado, con los fondos de donde lleguen. Y las intervenciones cubanas, y las chinas, y la mano eterna de Estados Unidos. Y la diplomacia francesa. Y...El destrozo coloníal de Africa es una catástrofe inconmensurable. Mucho más grave que el de América, que quizá hubiera salido mucho mejor parada de no haberse sustituido la descolonización española por la colonización de Estados Unidos. Incluso más grave que el de Asia. Sobre Africa cayó un Occidente depredador, que sumaba a la rapiña la buena fe de los civilizadores, mezclaba la prédica con el látigo y la oración y el bautismo con la división de fronteras, el desmembramiento de razas y culturas, la esclavitud.
Europa trasladó a Africa sus propias querellas: formó fronteras con arreglo a las fronteras europeas; inventó países con etnias diferentes y, por el contrario, separó etnias homogéneas por fronteras imaginadas. Produjo economías artificiales con arreglo a sus necesidades metropolitanas... Todo eso lo está pagando Africa todavía, y por muchos años. Las independencias de los años sesenta no fueron más que un inocente fulgor de la utopía que iluminó una sola noche: la siguiente ya era otra vez oscura. A unos imperios caídos sustituyeron otros nuevos, y a unos métodos visibles, los invisibles. Todo, sin embargo, parecía tener un sentido, aunque quizá sólo fuese en la imaginación de Roosevelt, que fue el primero en preconizar las descolonizaciones: la idea de que esas nuevas naciones podrían ser más útiles no sólo para sí mismas, sino para un progreso del mundo en general, libres que atadas. Una reproducción a otra escala del pensamiento que animó a Lincoln y, sobre todo, a sus economistas, en la suposíción de que la liberación de los esclavos daría a la gran nación americana otro potencial de trabajo; y ya sabemos lo que, al cabo de los tiempos, ha resultado ser otra forma de racismo y de explotación. Quizá el sentido utópico rooseveltiano hubiera sido posible de no suceder algo que entonces no estaba previsto: que todas las economías occidentales -y, desde luego, prosoviéticas- iban a entrar en la crisis en que se está, y en que sería necesario otra vez un cierto dominio de Africa (tan importante que entre los países de la OUA hay también grandes productores de petróleo, y árabes y musulmanes complicados, aun sin quererlo, con el conflicto de Israel-Palestina) para conseguir por otros medios. Y que la URSS iba a saber cuál sería la importancia de esa nueva colonización para la subsistencia de Occidente.
Todo ese gran fondo pesa sobre el destrozo de la Organización para la Unidad Africana. Algunos de sus personajes no son más que fantoches; otros son iluminados. Y el fondo es el de un pueblo numeroso y desgraciado que sigue siendo, como en los siglos pasados de su historia, explotado. Aunque sea de otra manera.
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