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Relevo en el Kremlin

Leónidas Breznev, el obrero que se graduó de burócrata

Stalin fue la figura carismática, el galvanizador de la Santa Rusia en la guerra no menos santa contra el invasor antiguo y germánico; también el hombre que sacralizó la revolución, parapetándola en el mito ruso del gigante cercado y bañándola en la eucaristía sangrienta del exterminio; Jruschov reemplazaba al dictador de los fieros bigotes con una cachaza campesina y el pie descalzo del zapato que se quitó un día en el salón de sesiones de la ONU. Era la tentativa malaventurada de cambiarle la cara al socialismo sin tocarle un pelo al alma; en contraste, Leónidas Breznev era, un segunda generación que sucedía a dos pura sangre y que tenía que acreditar el estilo de una nueva Unión Soviética, la de las fábricas a pleno rendimiento, el milagro de la recuperación de las tierras vírgenes y la carrera espacial y armamentística con los Estados Unidos.El líder soviético, bajo cuyo mandato se ha consolidado la granítica mole de la nomenklatura, era un mestizo de ejecutivo y capataz de fábrica, o quizá el jefe del turno de noche, que en la patria donde los obreros pueden llegar a lo más alto sale promocionado al puesto de gerente general. De la misma forma, su vida pública, convenientemente deificada en sus propias obras completas, comienza en la II Guerra Mundial con su traslado de las responsabilidades del tajo al frente de combate, donde, como comisario, cuida de que la productividad patriótica se redoble en las zanjas de Stalingrado. Sólo después de la contienda, Breznev inicia su verdadera carrera de aparatchik, en un lento proceso apenas conseguido, de aunar en su persona la simplicidad aparente del trabajador eslavo, sufrido, duro, disciplinado, hombre de mural para el realismo socialista, con el conocimiento de la complejidad administrativa, que le prepara para las más altas responsabilidades del Estado.

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De esta época data una primera suavización del personaje, que trabajosamente pugna con los trajes uniformemente mal cortados y las corbatas como sogas en torno a un cuello que un día fue aguerrido. Comparte con Kosiguin y Podgorny los primeros viajes estatales a un extranjero que conocía sólo por la propaganda anticapitalista, y adquiere el gusto por la novedad y un lujo mesurado. De comienzos de los años setenta se le conocen las primeras coqueterías, como la pitillera con cronómetro incorporado para no abrirse más que cada 45 minutos y reprimir así sus ansias de consumir el fuerte tabaco nacional. En medio de más de una reunión en la cumbre suena un agudo silbido junto al corazón del veterano líder, advirtiendo que el gadget tiene la puerta abierta. El oso hirsuto sonríe amenamente y explica sus antojos.

En los últimos diez años Breznev ha envejecido y ha envejecido mal. Desde que su enfermedad era más o menos conocida en Occidente, los copiosos brindis con vodka, la fácil camaradería con sus interlocutores, que ha abarcado a varios presidentes norteamericanos, y una propensión, a veces tartajosa, a interrumpir las cumbres con apartes de chanzas y de historias se iban convirtiendo en un penoso ballet de interrupciones.

La paralización relativa de la lenta maquinaria del poder soviético, cuya última acción decisiva fue la intervención de Afganistán, probablemente debe atribuirse al declinar de la salud del jefe, y en buena hora que ese estancamiento se haya producido coincidiendo con la llegada a la Casa Blanca de ese otro septuagenario reconvertido que es el presidente Reagan, porque a toda la humanidad le ha dado un respiro contra el descalabro. Ahora que el dique ya ha saltado, podemos prepararnos para que haya novedades.

Leónidas Breznev fallece sin que su evolución sincrética entre el campo y la ciudad, la fábrica y la gerencia general, hayan llegado a buen puerto. El Breznev de los últimos años estaba tan enfermo de los achaques varios que hayan podido llevarle a la tumba como del fracaso de la gran experiencia en la producción de cañones sin renunciar a la mantequilla. El desastre, de las cosechas repetido cada primavera, la incapacidad para hacer de las tierras vírgenes el seguro granero de la Unión Soviética, las largas colas para procurarse artículos de primera necesidad, si no significan que el pueblo ruso pase hambre, sí que el ideal de la rivalidad de acero con los Estados Unidos es difícilmente sostenible sin que se resienta la naciente sociedad de consumo en el país.

Breznev desaparece aferrado a la continuidad, como vendido a su propia imagen de hace unos años, cuando la distensión parecía un hecho irreversible y adquirido. En sus últimas fotografías, las pobladas cejas parecían aún un trazo de asombro circunflejo porque la posición tan duramente conseguida se le escapara, como la salud, de entre las manos. Leónidas Breznev, representante de tina segunda generación que ya no podía ser Stalin ni quería ser Jruschov, pasará a la historia como un dirigente obrero al que la tenacidad, la astucia y una cierta bonhomía le permitieron graduarse de burócrata. ¿Y el socialismo? Muy bien, gracias.

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