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Tribuna
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El alma cristiana de Europa

Una idea muy querida de Juan Pablo II es el "alma cristiana de Europa" como fundamento de su futura unidad política. A los españoles crecidos bajo el nacionalcatolicismo no puede resultarnos nada exótica tal idea, ya que se trata de la misma que concibe la esencia o el ser de una nación como algo identificado con la fe y la ética de la Iglesia católica; sólo que, ahora, esa nación es Europa. Un obispo catalán había dicho ya en el siglo pasado, refiriéndose a su nacionalidad, que "Cataluña será católica o no será". No es, por tanto, el mayor o menor ámbito humano lo que crea la nación, sino el alma cristiana de Cataluña, de España, de Europa. Dios encarnado en Cristo, y Cristo enterrado o aterrizado en los territorios nacionales diversos, los cuales, vivificados y animados por los fieles de la Iglesia (o más concretamente, por sus ideólogos y jerarcas), estarían en condiciones de construir su unidad social, ideológica y política por encima o más allá de su pluralidad conflictiva. La precariedad de los pactos, consensos y acuerdos de convivencia entre grupos, intereses e ideas vendría superada por la firmeza e indisolubilidad, poco menos que sacramentales, de la unidad en la fe y en la ética de la Iglesia.El carácter medievalizante de esta concepción de la unidad política de las naciones (a su vez, mono o plurinacionales) parece evidente. La disgregación del Imperio Romano -al que la Iglesia constantiniana se creyó tan ligada- sigue provocando nostalgias de recomposición, sin que esté muy claro qué pérdida engendra la melancolía: si el poder universal que encubría y perfeccionaba aquella colosal ficción jurídica de Roma patria communis o la supuesta eficacia que a dicho poder concedía el cemento de la ideología religiosa del catolicismo.

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Ciertamente, las democracias cristianas del post-fascismo europeo son un antecedente próximo al sueño Wojtyla, pero esta reacción al imperialismo ateo de la burguesía pronto halló en el anticomunismo una justificación totalizante de la cruzada contra el no menor imperialismo ateo del proletariado. Las soluciones confesionales del sindicalismo cristiano y del reciente gremialismo de la encíclica Laborem exercens recuerdan más a las supuestas armonías sociales de la Civitas christiana medieval que a la contradictoria sociedad industrial moderna. La tercera vía de una hipotética doctrina social de la Iglesia, pretendidamente superadora -como los fascismos- del capitalismo y del socialismo, sería para Juan Pablo II, como para los Papas sociales anteriores a Juan XXIII, la única solución a los problemas de convivencia nacional e internacional de nuestro tiempo. La utopía de futuro sería una utopía pasadista.

La unidad europea tendría, además, una significación militante y expansionista. La evangelización sería inseparable de una reconquista espiritual del mundo del Este (la Unión Soviética incluida: recuérdese el deseo de la Virgen de Fátima) y de una tarea europeizadora en América Latina y en el Tercer Mundo en general.

El eurocentrismo del Papa polaco se identifica con la Iglesia católica, irradiadora de soluciones sociales que los dos materialismos (americano y soviético) son incapaces de aportar. En la lejanía utópica se perfila la unidad del mundo de Cristo, en su Iglesia; y en su doctrina, por ella interpretada.

Este sueño imperial-católico lo tuvieron ya nuestros primeros monarcas de la Casa de Austria, melancólicos de unidad integral entre el cielo y las tierras. El mensaje de Juan Pablo II puede encontrar ecos entre nosotros. En Polonia está sirviendo para una cruzada de liberación católica-nacional que podría extenderse a todo el Pacto de Varsovia si las sandalias del pescador que volvió del frío siguen andariegas y sólidas por los caminos de Europa. ¿Y no son Portugal y España antiguas profecías que alimentan la esperanza Wojtyla?

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Cuando España arranca justamente de la pre-modernidad a través de un cambio regenerador que se nutre de un deseo casi secular de convivencia en el pluralismo, en la laicidad, en la ética cívica democrática, como instrumentos de resolución pacífica y respetuosa de las diferencias, la nostalgia papal cobra un curioso carácter ambivalente. Si, por un lado, constituye parte de su saludo, por otro, adquiere rasgos de inevitable despedida. Despedida de un mundo que hace tiempo dejó de ser real y cuyo sueño de restauración sólo puede servir, paradójicamente, para un rearme espiritual que haga aún más difícil, si cabe, la causa cristiana de la paz.

J. A. González Casanova es catedrático de Derecho Constitucional.

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