El Papa condena el terrorismo como fenómeno anticristiano
«Quisiera que, elevaráis comnigo una oración por la última víctima y por todas las víctimas del terrorismo en España. Para que la nación española que se siente herida en sus profundas aspiraciones de paz y de conncordia obtenga del Señor verse libre, del doloroso, fenómeno del terrorismo y que todos comprendas que la violencia no es camino de solución a los problemas humanos, además de ser siempe anticristiana. Juan Pablo II se refirió ayer de esta forma, en Toledo al asesinato del general Lago del que fue informado en Guadalupe.
Un funcionario de la Administración comentaba, días pasados, el minucioso cuidado que la Iglesia ha puesto en la organización del viaje papal: desde el cauteloso deseo de no dar cifras de expectativas de asistencia, por si luego no se cubrían, hasta la petición de vallas flexibles, capaces de agrandar o achicar el perímetro de los recintos en un santiamén, y nunca mejor dicho, en el caso de que la audiencia no fuera la prevista.El viaje ha sido meticulosamen te organizado, sí, sin dejar nada en las, providenciales manos del azar. A veces, incluso, ha pecado de un excesivo brío dirigista: es el caso de la mayoría de los animadores, es decir, los sacerdotes que dirigen los actos, que en su entusíasmo disciplinario escopetean órdenes a través de los micrófonos, ponderando a los enfáticos, enfatizando a los tibios, amansando la fiebre de las gentes. Los animadores más belicosos se empeñan en reducir los gritos de bienvenida a los consabidos Tú eres Pedro y Totus tuus, lemas que en general la gente desoye, quizá por demasiado serios y formales, para preferír el canturrero de alabanzas más marchosas desde el que Viva el Papa, con música de pasodoble, al el Papa y nadie más, o ese Juan Pablo II, te quiere todo el mundo, que es grito con ritmo más politizador y por el que parecen mostrar una especial predilección.
Es decir, que las gente se ha tomado el viaje con alegría, con regusto a romería, en un estruendoso agitar de banderitas. La gira, en dcfinitiva, es una fiesta con la asistencia de colegios enteros y gorjeantes, liberadós de sus clases, o con el perdón a la inasistencia al rutinario horario del trabajo.
Claro que algunos animadores se desenvuelven mejor. Como el de Guadalupe. No ordena, no impone sus cantos: es un animador que, con buen sentido, anima, y lo hace muy bien. Los primeros rayos de sol iluminan la bellísima plaza de piedra dorada de Guadalupe. En los balcones cuelgan las mantas de tira típicas de la zona; las autoridades se acodan en la torre niedieval sobre terciopelo viejo tan espeso y rojo como el del baldaquín papal instalado, en la plaza.
De todos los actos que he vísto, es quízá el más - bónito. "En medio del discurso papal y por los vericuctos de las radios portátiles, llegan las noticias del asesinato del general Lago. En la tribuna de Prensa el suceso corre como la pólvora.
"Pásense la noticia reservadamente los unos a los otros, por favor, porque si la gente se entera se nos escapa el acto", ruega un hombre del servicio de Protección civil.
Y una muchacha se acerca, lívida, sorteando el cordón de seguridad, preguntando si es cierto que andan a tiros por Madrid.
Es en las localidades pequeñas como Guadalupe (3.000 habitantes) y en los pueblos, es en Extremadura o en Castilla en donde mejor se advierte la atmósfera y el rito de la gira.
Largas filas de campesinos a ambos lados de la carretera que esperan durante horas bajo el sol. Mujeres que retienen malamente a sus niños, cansados de agitar las banderolas. Campos agostados y resecos, sin más verdor que el del uniforme de la Guardia Civil, que custodia los recorridos. De vez en cuando, una loma ennegrecida: es una comunidad de monjas apiñadas.
Los peregrinos vienen de pueblos diminutos, sin farmacias, sin cine, sin escuela y casi sin nombre, y viven el asombro y la emoción de esta gira espectacular. Llegan a los actos portando pancartas, como esa de Los legionarios de Cristo con el Papa, que agitan freneticamente un puñado de seminaristas ensotados, o como la de La fraternidad de los enfermos cristianos, ondenado por encima de dos filas de paralíticos postrados en carritos. Pan cartas que se resisten a bajar cuando lo piden los ammadores, porque todos quieren que el Papa lea exactamente la suya, esa que han dibujado con tanto cuidado; todos pretenden que Juan Pablo II sepa de su existencia: es su manera de individualizarse, de pasar a la historia. Las muchas decenas de mides de personas que asisten a la misa concelebrada en el polígono industrial de Toledo se resguardan del sol bajo paraguas de colores, se sientan, cuando pueden, en sillas de tijera que ostentan el rótulo de Festivales de España. Los helicópteros sobrevuelan a la muchedumbre: los Pumas blancos, los grandes alibelulados Chinook, "del Ejército, los de la Guardia Civil, con la tripa verdosa. Todos ellos petardean en las alturas asombrando a la audiencia con el milagro de su técnica, con su embeleco de levitación motora. En el centro de la primera fila, Carmen Polo. A su lado, su hija; más allá, el duque de Cádiz. Y entre el gentío, Martínez Esteruelas. Después comulgarán de la mano misma del Papa; pero eso es después. Antes, Juan Pablo II, condenó el atentado del que fue informado en Guadalupe.
Ya sólo queda Segovia; Segovia y de nuevo los miles de personas, de nuevo el entusiasmo, de nuevo el ambiente de verbena, con el acueducto al fondo y los coros infantiles cantándole al Papa el feliz, feliz en tu día. Así son los actos papales, en estos campos castellanos. Con la Guardia Civil acharolada, con las filas de enfermos, las masas coreando gritos deportivos cariñosamente dedicados al Papa, los rastrojos brillando en la sequedad de las eras, las monjas desmayándose con ritmo parejo y siendo evacuadas en camillas, los fajines de brillo carmesí de los cardenales, los sillones de lujo anguloso reservados para las autoridades de la zona, y el recortarse de las mitras obispales contra las piedras del medievo: toda una escenografía potente y ancestral. Un espectáculo desmesurado, sin duda inolvidable.
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