El ritmo del traspaso de poderes
EL CALENDARIO propuesto por Felipe González, futuro presidente del Gobierno, al jefe del Ejecutivo en funciones para la constitución de las Cortes Generales y la celebración de la sesión de investidura no agota los plazos previstos por la ley, pero tampoco imprime el ritmo urgente que hubiera permitido abreviar al máximo el traspase de poderes. Aunque tal vez se nos escape la contabilización de exigencias impuestas por cuestiones de procedimiento, creemos que un solo día de gracia es una fecha innecesariamente perdida cuando la eventual desmoralización del Gobiemo saliente, la mayoría de cuyos miembros -incluido el presidente- han perdido no sólo el poder, sino también el escaño, crea una sensación de provisionalidad nada conveniente en las actuales circunstancias.El decreto-ley de 1977 por el que se han regido los últimos comicios establece que las juntas electorales provinciales, reunidas en el quinto día hábil después de las elecciones, proclamarán los diputados y senadores, reseñando en las actas de escrutinio las protestas y reclamaciones que se hayan producido. Hoy es, precisamente, la fecha de esa proclamación, sin que los eventuales recursos contencioso-electorales interpuestos puedan impedir la constitución del Congreso, ya que el artículo 3 del reglamento de la Cámara baja establece que uno de sus secretarios dará lectura, en la sesión constitutiva, "a la relación de diputados electos y a los recursos contencioso-electorales interpuestos", con indicación de los congresistas que pudieran quedar afectados por la resolución de los mismos.
El proyectado calendario fija la constitución de las Cámaras para el 18 de noviembre, lo que supone un acortamiento de tan sólo cuatro fechas respecto al tope máximo de veinticinco días siguientes a la celebración de las elecciones establecido por el artículo 68 de la Constitución. El solemne Pleno de apertura de la segunda legislatura constitucional, previsto para el día 25, gana también terreno -ocho días esta vez- respecto al plazo máximo establecido por el Reglamento del Congreso de quince días posteriores a la sesión constitutiva. Estos doce días ahorrados no optimizan las ganancias posibles de tiempo, pero no agotan los plazos. La designación parlamentaria de presidente del Gobierno, en cambio, queda excesivamente distanciada, ya que el Pleno de investidura tardará otros diez días y no será convocado hasta el 6 de diciembre. El plazo para que el Rey celebre consultas con los representantes de los grupos con representación parlamentaria parece, en este caso, excesivo, dado que el PSOE ha alcanzado una desahogada mayoría. Por lo demás, es una lástima que vericuetos reglamentarios o usos parlamentarios no permitan que la sesión de investidura del nuevo presidente pueda preceder a la solemne sesión inaugural presidida por el Rey. Si esta fórmula fuera factible, no sólo se acortarían los plazos para la formación del Gobierno, sino que también se evitaría el surrealista espectáculo de un banco azul ocupado no por los ganadores en las urnas, sino por sus decaídos predecesores, precisamente el día del crucial y fundamental discurso de la Corona.
En el entretanto, el deporte de las especulaciones y los rumores sobre la composición del futuro Gobierno y los nombramientos pará otros altos cargos tendrá un anchísimo campo. Por vez primera en nueve lustros, un nutrido equipo de veteranos profesionales de la política abandonará un poder que ha venido ocupando casi sin solución de continuidad a lo largo de los años, y será sustituido por hombres y mujeres que han permanecido por lo general al margen de las responsabilidades de Estado. A la espera de que los primeros cien días de poder socialista concreten, en un calendario legislativo y en medidas ejecutivas, los perfiles y las perspectivas del cambio anunciado, la formación de los equipos de gobíerno del PSOE servirá de aproximación inicial para comprobar cuáles son los instrumentos de ese proyecto de transformación. Posiblemente el silencio guardado hasta ahora por los máximos dirigentes socialistas acerca de los futuros nombramientos proceda simplemente de que todavía no han adoptado una decisión definitiva al respecto. De otra forma, el suspense no tendría otra significación que prolongar los vicios de una forma de concebir y practicar la política menos preocupada por la seriedad y la transparencia que por el espectáculo y la noticia. No hay nada mejor para propalar los rumores que silenciar los datos. Anunciar durante un mes grandes sorpresás en el programa y equipo del PSOE parece una mala táctica de cambio. La sorpresa ya la tuvo el pasado 28 de octubre quien tenía que llevársela. Los casi diez millones de electores que dieron el triunfo a Felipe González tienen derecho a menos secretismo, sea del signo que sea.
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