Sólo cañas y barro después de la riada
A eso de las ocho llegó el gran golpe de agua. Los coches fueron levantados en vilo, los vagones descarrilaron en las vías muertas de las estaciones, los grandes silos de acero desaparecieron entre los naranjos, y las cañas y el barro llenaron los caminos de una pasta maloliente en la que se confunden juguetes, cadáveres y otras cosas. En La Gallera de Alcira, un alumno de formación profesional descontaba los peldaños que el agua iba subiendo el miércoles, y en el camino a Algemesí un motociclista descontaba centímetros desde la copa del árbol al que se había subido al escuchar a su espalda "un extraño ruido, un ruido de mar". Dos días después la riada se había ido, pero había dejado una grave duda: nadie sabe qué falta por descubrir bajo el barro.
El rastro de Ximo Jové se había perdido el último sábado de agosto en el andén principal de la estación de Lérida entre nubes de vapor y manchas de grasa. Aquella noche, Ximo esperaba el tren de Rentería o, como mal menor, cualquier tren que pasara por el País Vasco. Según los periódicos, allí, en Euskadi, olía a pólvora más que nunca, y él, que últimamente se pasaba el tiempo imaginando toda clase de aventuras, estaba dispuesto a comprobarlo.El jueves pasado, Ximo reapareció en la estación de Valencia: en el dorso de la mano izquierda seguía conservando su tatuaje de triple aguja con la frase "Amor de madre", y junto al pulgar de la mano derecha los cinco puntos que en el código del hampa quieren decir "Arriba la golfería y abajo la policía"; no sabía muy bien por qué había vuelto atrás de su decisión de quemárselos con salfumán, y ahora, cuando su tren estaba entrando en la estación, no era momento para volver a pensar en eso. Como siempre, viajaba sin billete: esta vez había conseguido escabullirse del revisor gracias a la ayuda de un muchacho gitano.
-¿Adónde vas? -le había preguntado el muchacho.
-A lo de la riada. Ayer dijo la radio que ha pegado fuerte por Alcira, y que necesitan gente. Voy a comprobar si la cosa ha sido tan grave como dicen y, de paso, ayudo. El problema va a ser el revisor: no llevo billete.
-Túmbate aquí, junto a mi familia. Si viene el pica, mete la cabeza entre las manos para taparte el pelo. Ya verás como pasa de largo cuando vea gitanos.
El revisor pasó de largo, y Ximo pudo llegar a la oficina de la Cruz Roja en Valencia. Había muchos otros chicos ofreciéndose para ayudar. Ahora, él tenía alguna ventaja respecto al mes de agosto en Rentería: llevaba, junto a los cinco puntos, su nuevo carné de identidad: un carné brillante como una orquídea que parecía haber sido plastificado en un invernadero. Los de la Cruz Roja le tomaron nota en seguida. "Joaquín Jové Lara. Natural de Calaf, provincia de Barcelona. Nacido el 13 de octubre de 1956. Vale. Quedas alistado en el grupo de voluntarios. Prepárate, que salís en seguida para Algemesí".
-Ha sido duro, ¿no?.
-Muy duro. En el Ayuntamiento de Algemesí te darán instrucciones.
Alarma en la vega baja
Había sido muy duro. Unas horas antes, a las doce del mediodía del miércoles, Salvador Cerveró Verdaguer, estudiante de tercer curso de electrónica del Instituto de Formación Profesional de Alcira, miraba sorprendido a su compañero Angel Chumillas: la profesora de Química acababa de dar por terminada la clase. Al parecer había una alarma de inundación "Atención, Játiva, Alcira, Alcántara de Júcar...", decía la radio. Seguro que al final todo quedaría en una falsa alarma.
Juan Manuel Vera, José Manuel Hernández y Francisco Javier Seva y todos los demás alumnos del instituto ni siquiera pudieron comentar nada en los pasillos apenas había tiempo para otra cosa que no fuera buscar un asiento en los autobuses de reparto y de participar en la ruidosa desbanda da por las calles de la ciudad. Aquella alarma, falsa sin duda, sólo sería un pequeño acontecimiento en mitad del curso, una fiesta impremeditada que había que disfrutar, así que Ángel Chumillas y Salvador Cerveró aprovecharon para irse bajo la lluvia a Discos Ruiz a preguntar por lo último en singles. José Manuel prefirió irse a dormir: de madrugada, como siempre, tendría que trabajar en la panadería Fontana; había que dejarse de monsergas y aprovechar bien el tiempo.
Paco Seva, en cambio, se sentía un poco inquieto. No podía quitarse de la cabeza una idea extrañamente fija, algo parecido a un presentimiento. Quizá por eso decidió irse al río a echar un vistazo. Pero, ¿por qué preocuparse? ¿No había llovido otras veces? Además, la ciudad seguía tranquila: cada pieza ocupaba su lugar de costumbre. El seto central daba un toque cosmopolita a la gran avenida; las farolas de doble brazo sostenían las sartas de bombillas y los carteles de los líderes políticos; vota a éste, vota al otro. Las bóvedas de los dos monumentos se recortaban al final de la cuesta con la pesada simetría de siempre. Nada nuevo bajo la lluvia.
Con casi 40.000 habitantes, Alcira seguía pareciendo, más que un pueblo grande, una sosegada capital de provincia. Paco Seva apretó el paso. En el exterior, el aire se filtraba despacio en las copas de las palmeras, recorría los bosques de naranjos, bosques redondeados casi femeninos, y se impregnaba de un suave olor a verdín en las acequias. La lluvia daba un punto de brillo a los bosques planos de Antella, Gabarda, Carcagente y los otros pueblos y aldeas de la vega baja del Júcar; todo, el cepillo de los cañaverales, incluso el humo largo y útil de las industrias, estaba en su sitio.
En Benimuslen, el agricultor jubilado Antonio Tolqués terminaba de atender a las gallinas. Para el viejo Antonio, con casi todos los hijos emigrados a Francia, las gallinas no eran exactamente animales, sino seres insustituibles que le permitían medir el tiempo con exactitud, como los trabajadores en activo sienten el rigor de sus horarios. Alrededor, Juan Fernández repasaba los naranjos con una mano para medir el efecto de la lluvia, y discutía sobre catástrofes en el bar de la Cooperativa Agrícola de Algemesí. Pedro Mascarell visitaba los arrozales; los radioescuchas comentaban las últimas noticias: "Dicen que hay peligro".
En el río, Paco Seva se dijo que estaba en lo cierto; que algo muy grave iba a ocurrir: si crecía un palmo más, un solo palmo, el agua rebosaría el cauce definitivamente. De pronto vio un resplandor hacia un lado: venía de la Compañía Hidroeléctrica. Entre los acumuladores saltaban, en un juego infernal, miles de chispas, fogonazos y serpentinas.
A las 6.20, Alcira se quedó sin luz. Los vendedores del Salón Reino, segundo bingo más grande de la provincia, habían repartido 140 cartones en la decimocuarta partida. Pero no se podía continuar. La clientela comenzó a salir. Los 53 trabajadores deliberaron, apilaron los sillones recién tapizados sobre las mesal, echaron el cierre y se fueron a casa.
A las 6.30, Paco Seva tenía la certeza de que el mundo iba a venirse encima. Por eso corrió como un endemoniado sin mirar atrás. Luego, los acontecimientos se desencadenaron de repente.
El zarpazo
Rafa va en la Vespa camino de Algemesí. No tiene ninguna prisa. Cuando llegue, irá a buscar a su amiga Isabel; hay un buen tema de conversación: el barullo de las alarmas por radio. En Alcira, la gente ya estaba inquieta y empezaba a hablarse de... Rafa siente un ruido a su espalda: es un imposible ruido de mar, un absurdo ruido de... oleaje. Vuelve la cabeza. Una enorme masa de agua rojiza se echa encima a toda velocidad. No tiene tiempo de preguntarse si en realidad está despierto. Salta de la moto, elige un árbol y trepa con desesperación. Al llegar a la copa está rodeado de agua. El nivel empieza a ascender. Hace frío, pero él tiene la vista fija en el tronco. Sube, sigue subiendo. Pero, ¿qué diablos es esto?.
En Alcira, la gente sube a la montañeta San Salvador, se arremolina en el santuario de la Virgen de Lluch. Algunos eligen la antigua gallera: allí se reúnen cuarenta, cincuenta, sesenta... Un médico los está contando: son 85. Ahora comienza a oírse ruido de mar; un ruido envolvente, subterráneo, grave como la primera nota del órgano. En el pánico, multiplicado por la oscuridad, las familias que se han quedado en los edificios altos escapan escaleras arriba. Unos rezan, otros pretenden ver algo desde las ventanas. En la montañeta ya hay unas 5.000 personas. Alguien pide socorro, imposible saber quién. El ruido crece.
Algo nuevo está sucediendo ahora: un brazo de agua pasa por la gran avenida; se acerca al muro de contención. Al otro lado, el nivel del agua es muy alto. Hay un choque. El muro revienta; las dos aguas se mezclan, una ola mucho más grande aplasta el brazo y vuelve sobre la ciudad.
Rafa mira fijamente el tronco del árbol. El agua sigue subiendo; queda un margen de pocos metros: dos, uno y medio... En la gallera, Juan Manuel se ha encargado de vigilar el aumento de nivel y va descontando los peldaños de la escalinata. "Quince; catorce, trece, doce...".
Vagones, silos y postes de telégrafo
Afuera, el agua, al parecer impulsada por una voluntad inteligente, se está apoderando de todas las cosas; incluso de las cosas que hasta ahora sólo podían mover la electricidad y otras energías superiores. Descarrila trenes, arranca postes de telégrafo, desclava los grandes depósitos de acero, levanta los coches en vilo y los lanza, como si fueran miniaturas, contra puertas, ventanas, paredes, farolas. En la gallera, Juan Manuel sigue descontando escalones. Once, diez, nueve..."Ya se ha superado el record del año veintitantos", dice Juan Lluch. "Con mucho", contesta José Balín. Animada de una fuerza diabólica, el
Sólo cañas y barro después de la riada
agua comienza a llevárselo todo entre estallidos de cristales, aldabonazos y golpes metálicos. En algún momento prefiere la táctica lenta y segura de socavar, de empujar poco a poco. En Benimuslen, el viejo Antonio Tolqués se aprieta contra Tomás Escolá, contra su hijo Tomasín, contra Pepe, un peón que se ha refugiado con ellos. Enfocan la linterna hasta el límite de la calle, dos casas más allá; el final del pueblo parece el final del mundo. Sólo están al descubierto las boinas verdes de los naranjos. Tomasín descuenta peldaños: cinco, cuatro, tres... "¿Resistirá la casa?", dice entre dientes el tío Antonio, sin esperar respuesta. En Castelló y Poliñá, todos descuentan peldaños en las alfombras mágicas de los tejados. En su árbol, Rafa, el amigo de Isabel, resiste a pesar del frío.
En la gallera de Alcira, los chicos también continúan descontando escalones. "Parece que el nivel se ha estabilizado". "¿Cuántos peldaños quedan?". "Ocho".Desde las ventanas de los pisos altos, grupos de hombres, mujeres y niños miran arrobados el espectáculo y tratan de interpretar cada sonido en la oscuridad. "Ha reventado el almacén de Pedro". "No; ha sido la farmacia". "Ahora ha reventado la joyería". El nivel se estabiliza definitivamente.
Tomás, el joven, descubre en Benimuslen que en la última hora ha bajado casi tres centímetros, ni uno menos. El agua se lleva lejos millares de cosas: se lleva animales, armarios, hombres. Nadie sabe cuántas horas están pasando. Es imposible leer en los. relojes de agua.
Mucho tiempo después, acaso unas pocas horas, suena un motor en Alcira. En el complejo Escuelas Pías-Círculo Alcireño, que los chicos llaman La Gallera en memoria de las antiguas peleas de gallos, todos miran hacia afuera: es una lan cha, una zodiac. "Son los de la Cruz Roja, bendito sea Dios".
Hurgar en el barro
Muchos años más viejo, Rafa, el aborigen, mira a su alrededor antes de bajar al suelo. El paisaje ha cambiado mucho desde ayer. En vez de naranjas y limones, en las copas de los árboles hay cajas, cajas vacías de fruta, tiras de ropa y millones de trofeos indescifrables. Las cañas se han apilado en los recodos y una capa de cieno lo ha allanado todo.
El nivel ha bajado mucho, pero el viernes Alcira sigue siendo una ciudad navegable. José Manuel Hernández sube a la barca de Elías: van a hacer un intento de ir al hospital-refugio, en busca de comida. Sin saberlo, sobrenadan tendederos de paños de quirófano, cadáveres, hornos de cocina. Allí, en el hospital, las cosas tampoco marchan bien. Se acercan dos policías nacionales con tres hombres esposados: "Son ladrones: los hemos sorprendido cuando se dedicaban al pillaje entre el barro".
Algemesí parece estar mucho menos dañado; sobre el puente se conserva una señal que tiene escrita una paradoja. Dice: "Defiende la naturaleza". El estado mayor de ayuda a la zona afectada se ha instalado en la sala de juntas del Ayuntamiento. Montones de cajas de papeletas y sobres electorales han sido apiladas en los espacios muertos de la escalera, para que no estorben. Dos radioaficionados legales y tres piratas reciben llamadas de ayuda. Se habla de cuarenta muertos, de cientos de reses desaparecidas, de cierto matrimonio sorprendido y ahogado en un ascensor. Imposible saber dónde esta lo cierto.
Se sabe que toda la cosecha se ha perdido, que Levante es un campo lunar. Pasan los helicópteros. Los niños están disfrutando; hacen estiradas en el barro, se lanzan pellas, se hunden y gritan divertidos. Los administrativos se multiplican; preparan salvoconductos, pegatinas y brazaletes de papel con la leyenda "Protección Civil" y sello del Ayuntamiento.
Los guardias civiles dirigen la circulación; cortan aquí, desvían el tráfico por allí. Llegan los bomberos y llegan soldados, tractores y flotas de palas mecánicas Carterpillar. Los niños gritan, los soldados sonríen. Hay tipos miserables que no quieren repartir el pan, y especuladores que reparten el pan y esconden la reserva de pasteles, y familias pobres que hacen cola tres veces y son descubiertas y expulsadas: "Todos somos pobres ahora".
Los soldados saludan una y otra vez desde las cajas de los camiones militares. Los niños juegan. El tío Tolqués saca gallinas muertas entre los barrotes de su puerta y llora en silencio; nadie lo sabe, pero eran sus gallinas-cronómetro. Juan repasa los naranjos en los arrabales de Carcagente; tiene el barro y el barrio en la cintura. La fruta, dice él, va a pudrirse.
El domingo, Levante es un campo de batalla, un frente reconquistado después de una dura campaña. Los soldados quitan el barro, tropiezan con lavadoras desguazadas y televisores en color marrón: las calles están llenas de muebles. Habrá que retirarlo todo con las Carterpillar.
Llegan de Francia los familiares de Antonio Tolqués; el tío Antonio está vivo. Todos lloran. El tío Antonio llora por sus gallinas.
Los almacenes, colegios, gimnasios y naves se llenan de ropas y alimentos. Algemesí es el imperio de las mantas; no hay incendios ni inundaciones sin mantas: la manta es una prenda que está en el guardarropa de todas las catástrofes. Los voluntarios hacen cadenas para apilar, ordenar y distribuir.
Al atardecer del domingo, Alcira es una ciudad muerta; un pueblo cubierto por un cielo socarrat y dividido en millares de palafitos que amenazan con hundirse en el lodo. Desde las calles sólo pueden verse, de cuando en cuando, las llamas de las velas en las ventanas más altas. Y, detrás, las sombras variables de las cabezas y cuerpos. Lo demás es absolutamente negro.
Un largo debate
De repente empieza en Algemesí un largo debate sobre la presa de Tous, sobre la autopista del Mediterráneo, sobre muertos, desaparecidos y damnificados. Los voluntarios cantan para pasar el rato. En el almacén de frutas de Juan Bautista descargan un camión que trae 10.000 barras de pan. Son todos muy jóvenes. En un descanso, uno de ellos, alto, flaco y rubio, con un vago aire a Harpo Marx, se ata una hilacha de cuero a una muñeca junto a otras dos que ya tenía. Su compañero de puesto habla con él: "Me llamo Salvador Cerveró Verdaguer. Vivo aquí, en Algemesí, y estudio electrónica en el Instituto de Formación Profesional de Alcira. Y tú, ¿por qué te atas esa correa?".
-Siempre que estoy en un sitio inolvidable me ato una. La primera, la de hilo, me la até a finales de agosto, en Rentería; la segunda, en Santiago de Compostela, cuando la peregrinación, y ésta es la que me ato aquí. ¿Cómo dijiste que te llamas?.
-Salvador.
-Encantado. Yo me llamo Ximo Jové.
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