Jimenez Fraud, la huella de la tolerancia en la Residencia de Estudiantes
Hace cien años nació en Málaga Alberto Jiménez Fraud, que durante veintiséis años fue presidente de la Residencia de Estudiantes de Madrid. En este artículo conmemorativo se evoca su figura, en cuya huella destaca el aire de la tolerancia intelectual.
Hace cien años, diez decenios salpicados de acontecimientos, nacía en Málaga un hombre -dése a la palabra hombre las potenciadas al máximo altitud y latitud- que, ejemplo de señorío egregio, con una bondad, generosidad, tolerancia, comprensión y delicadeza sumas, habría de regir, como presidente, durante veintiséis años, la Residencia de Estudiantes de Madrid: Alberto Jiménez Fraud, cuyo pensamiento y bien hacer han marcado huella indeleble en los que, de un modo u otro, tuvimos la suerte de conocerle, tratarle y de estar bajo su amparo y cuidado.La Residencia de Estudiantes, flor preciada de la Institución Libre de Enseñanza, inició sus tareas como tal en el año 1910 y, en el relativamente corto período de su ejecutoria, representó para la cultura de nuestra patria, incluso para toda la cultura occidental, algo así como el manantial más fresco y rico que jamás poseyera -no creo exagerar nada en absoluto- toda la Europa de entreguerras. Todos los campos del saber se dieron cita, año tras año, tras los primeros y duros períodos en los que la fe y la constancia suplieron la falta material de medios en la Residencia de Estudiantes. La labor de Alberto no fue, en todo caso, sino el resultado de un esfuerzo tenaz; la lucha, denodada lucha, fue más bien lo que este hombre de excepción llevó a cabo para conseguir el afianzamiento de algo que no sólo no era relevante para el régimen de entonces, sino más bien ingrato y molesto. El Estado no se limitaba a no creer en las conquistas de la Institución Libre de Enseñanza, sino que ponía de su parte toda clase de trabas para impedirlas.
Y los trabajos a realizar fueron extraordinarios: Junta para Ampliación de Estudios, bajo la presidencia de Santiago Ramón y Cajal, de la cual era secretario José Castillejo, hombre extraordinario como organizador y administrador; la labor de publicaciones de la Residencia (conferencias de Zulueta, Onís, condesa de Pardo Bazán, Eugenio d'Ors, Bergson, Morente, Cabrera, Turró, Machado, etcétera), así como las ediciones de Platero y yo, de Juan Ramón; el primer libro sobre las Meditaciones sobre el Quijote, de José Ortega y Gasset; poesías de Antonio Machado, Unamuno, publicaciones científicas, traducciones, así como la aparición de la revista Residencia; el Comité Hispano-Inglés, establecido a través de H. G. Wells, tendente no solamente a estrechar lazos culturales, sino también a suministrar becas en Oxford, Cambridge y Londres a numerosos residentes; la Sociedad de Cursos y Conferencias, honrada su cátedra por Frobenius, Keyserling, madame Curie, Aragón, Paul Claudel, Marinetti, Einstein, Mauriac, Carter y otros muchos que harían interminable esta lista; así como, en el campo de la música, Landowska, Ravel, Milhaud, Poulenc y Strawinski; laboratorios científicos, en los que trabajaron Pío del Río Hortega, Juan Negrín, Luis Calandre, Abelardo Gallego y otros sabios de fuste internacional. A todas esas labores se aplicó, con formidable éxito, la Residencia de Estudiantes por intermedio, en todo caso, de Alberto Jiménez Fraud.
Colina de los chopos
Todo ello hizo que en la bautizada por Juan Ramón Colina de los chopos bullera todo el mundo cultural más importante de Europa y América. Diariamente, los residentes nos tropezábamos con Ortega, con García Morente, con Orueta; a veces, con Unamuno, con Eugenio d'Oros y otras personalidades, que llenaban simplemente con su presencia de acendrada pasión y curiosidad nuestro incipiente mundo. Moreno Villa nos llevaba todos los sábados al Museo del Prado para explicarnos los secretos de la pintura a través de los diversos estilos históricos. Innumerables poetas, como Federico García Lorca, Machado, Juan Ramón, Alberti, Emilio Prados, Guillén, Gabriel Celaya y otros, nos colaban en la vertiente lírica de las artes, y eso de modo insensible. Diariamente también, los residentes veíamos a Alberto con su señorial presencia, siempre afable, jamás irritado, con una serenidad y nobleza irrepetibles; otras veces iba acompañado de su mujer, Natalia, la hija de Manuel Bartolomé Cossío, de clara sonrisa, interesada siempre por los problemas de los residentes y presta a resolverlos cuando podía. Un mundo aparte, un islote maravilloso de cultura en un extremo -a la sazón- de Madrid, desde el que, con toda su pureza, como en un cuadro de Velázquez, podía verse impoluta, definida, la sierra de Guadarrama.
Ciencia, arte, historia, filosofía, pero también deporte: fútbol, tenis, esquí, hockey, ajedrez y atletismo figuraron siempre en las expansiones físicas de los residentes. La fiesta anual de la residencia se celebraba siempre con un concurso atlético, con galardones para los triunfadores de las pruebas. Por algo el emblema de la residencia era la cabeza de un efebo atleta, que se conserva en el Museo de la Acrópolis, tocado con el krobylos, propio de Maratón y de Platea. Y todos los sábados, cine en el salón del tercer pabellón.
Veintiséis años. Estos, Fabio, ¡ay, dolorl, que ves ahora, en otro tiempo fue colina de los chopos, patio de las adelfas y cerro de los vientos. Hoy es un remedo de lo que otrora fuera, desfigurada como está la residencia hasta extremos inimaginables; imborrables heridas, cicatrices de plomo y de cemento impiden casi que el viento, su propio viento, se deslice libre por su espacio. Y del auditorio, biblioteca, teatro y claustro -lugar de pensamiento entonces-, la España triunfante ha hecho una iglesia. Todo aquel tesoro de conocimientos fue sistemáticamente destruido por el vencedor de la contienda fratricida; atacadas una a una sus instituciones, dispersados sus ingentes logros -eran cinco puñales, diría Federico-, la obra de Alberto tuvo que sucumbir.
Pero -no podemos dejar de lado a la esperanza, aunque se nos haya podrido tantas veces- de sus cenizas, de la magna obra surge y resurge un mundo que trata de acercarse a lo que él, Alberto, consiguió en dura lucha. Plumas más sabias y agudas que la mía se ocuparán, seguramente, de los libros que escribiera (Historia de la Universidad española, El error de Maquiavelo, su profundo estudio crítico sobre Juan de Valera y muchas más publicaciones de enorme interés); yo reservo este recuerdo personal hacia su figura, paseando entre los altos chopos que bordean el canalillo. Otros tal vez logren acercarse a aquellos frutos, ya que del árbol bien plantado quedó la semilla de un nuevo crecimiento, que diría Gabriel Celaya.
Yo no puedo decir adiós a Alberto. Gran parte de lo que soy -la mejor parte- a él la debo. En cada acto mío está presente, me acompaña y dirige. Como los chopos de las márgenes del Duero para la sensibilidad de Antonio Machado, Alberto Jiménez Fraud, junto con mis seres queridos, en todo momento, me encuentre donde me encuentre, esté yo donde esté, "conmigo va, mi corazón le lleva".
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