Sensible reflejo de lo sórdido
Cuando Cela escribió La colmena no era fácil aproximarse a una descripción exhaustiva de la auténtica realidad española. La sensibilidad con que el escritor pulsó la sordidez de ciertos mundillos madrileños no era más que un detalle de la brutalidad general de nuestra posguerra; sólo muchos años después se ha podido relatar ésta con libertad, sin abstracciones.Fue Cela, de cualquier manera, quien mejor conectó con su época. El cine o el teatro -hasta, al menos, la aparición de Buero Vallejo y su Historia de una escalera- ocultaban el entorno, mitificaban la realidad. En el exilio, por otra parte, se desconocían los adjetivos de la vida de quienes, contentos o a disgusto, permanecieron en este país hambriento, en el que el rencor y el silencio marcaron los límites de la convivencia.
La colmena
Director: Mario Camus. Guión: José Luis Dibildos, según la novela de Camilo José Cela. Fotografía: Hans Burman. Música: García Abril. Intérpretes: Victoria Abril, Francisco Algora, Rafael Alonso, Ana Belén, José Bódalo, Mary Carrillo, Queta Claver, Luis Escobar, Fiorella Faltoyano, Agustín González, Emilio Gutiérrez Caba, Charo López, José Luis López Vázquez, Mario Pardo Encarna Paso, María Luisa Ponte, Elvira Quintillá, Francisco Rabal, Anton Resines, José Sacristán, José Sazatornil Saza, Elena María Tejeiro, Concha Velasco. Drama. Española, 1982. Locales de estreno: Palacio de la Música, Juan de Austria, Belliure.
Cuarenta años después, La colmena sigue siendo, aun dentro de sus limitaciones, uno de los mejores testigos de aquel momento. Los personajes que se reúnen alrededor del triste y viejo café, protagonista de la acción, no son todos, aunque sí muchos de los tipos de españoles que sobrevivieron en el Madrid de los años triunfales.
Conocer su cotidianidad, sus frustraciones, sus pequeños sueños, es una manera de recordar una verdad tan olvidada como imprescindible de mantener viva en nuestra memoria histórica.
Así lo ha entendido José Luis Dibildos, productor y guionista, que nos ilustra, con la maestría reconocida del director Mario Camus, una parte sustancial del texto de Cela.
Los clientes asiduos del viejo café son también en la película el eje central de la crónica. Se hablan, se odian, se enfrentan... Dicen poseer lo que no tienen, disculpan sus renuncias con una generosidad que no aplican a los demás, fingen creer la retórica ajena para mendigar credulidad hacia la propia; mienten por un café calentito, se empeñan por un cigarrillo que les recuerde posibles esplendores pasados o les evada un instante de la realidad que sólo ellos conocen. El café es una isla. La cámara les sigue a veces fuera de ese reducto de ilusiones, donde pueden interpretar a seres distintos de lo que son, investigando qué se oculta detrás de su apariencia. En este sentido, la película elige sólo a algunos de ellos. Hay personajes que sólo quedan apuntados. El espectador que se entrega a la pantalla -superados los primeros minutos de proyección" tan difíciles para sintetizar el amplio número de caracteres- quiere saber más.
Naturalmente, caben otras versiones, pero ésta es más que válida. Mario Camus ha sabido reproducir, con sensibilidad y cierto dolor, la sordidez de aquel ambiente: el miedo de sus personajes (son ya de la película y hay que dejar de compararlos con la novela) explica con detalle la pesadumbre que marcó luego, durante años, la vida española. Es una herencia menos superada de lo que pueda parecer. Las ilusiones de aquellos hombres y mujeres, sujetos a una realidad represora, están. vistas con ternura, sin crítica, respetando su soberbia o su ingenuidad, su coraje o su terror. Muchos son reconocibles en el presente; otros son ya producto de una época.
El trabajo de Dibildos y Camus tiene esa doble vertiente. No podía ser de otra manera. Son ciudadanos de hoy los, que interpretan el pasado; actores de nuestros días quienes dan cuerpo a aquellos personajes. Hay datos, señales, matices que pertenecen por igual a ambos tiempos.
Los actores, claro, merecen un comentario aparte. Gran parte de las mejores figuras del cine español se ha reunido, por vez primera y sin afán de competencia, en un trabajo conjunto. Todas ellas aportan su mejor hacer amando a cada personaje con la sinceridad que no siempre pueden encontrar en otros géneros cinematográficos. Sería injusta una parcelación de su labor.
Cada espectador, si quiere comparar sus interpretaciones, tiene opción al capricho personal. Elija a quienes elija, no se equivocará. Permítaseme, sin embargo, saludar la presencia de Elena María Tejeiro, tan habitualmente olvidada en los repartos de las películas españolas: su breve trabajo es magnífico. Menos sorprendente, por lógica, es que la labor de Sacristán, Victoria Abril, Rabal, Rafael Alonso o Agustín González, por citar algunos, sea tan espléndida.
Babelia
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