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El arte de aprovechar los restos del teatro

Marcel Marceau en la sala Olimpia, Anouilh en Lara, Albert Camus en el Alcázar. De pronto, el espectador de teatro se encuentra en el París de la posguerra. Apenas ha tenido tiempo de superar la transposición de las dos temporadas anteriores en las que se encontró en la Escandinavia de fines del XIX, principios del XX, con su colección de Ibsen y de Strindberg, y alguna excursión a otro norte, el de Chéjov. Una rara sensación.Se pueden hacer algunas excursiones a la especulación fácil (que en nuestro tiempo de devaluación semántica se llama filosofía) para encontrar motivos, una vez que uno se declare decidido a no aceptar el principio de azar o de casualidad. Ya se hizo ese pequeño ejercicio con los escandinavos y con los eslavos: estamos -se decía- en un tiempo español de transición, donde la burguesía conservadora perece y van apareciendo nuevas formas y nuevas justicias: la decadencia de la familia, la liberación de la mujer, la irrupción de la juventud, la lucha de la nueva clase del capitalismo -la industria, el comercio, la banca y el ahorro popular- contra la vieja de la aristocracia. Puede haber una equivalencia en este deshicío, de España con el de Escandinavia, que terminó en el modelo sueco, o con la caída de clase que llevó a Rusia a la revolución. Por eso nos vamos hacia los viejos autores que resultan vigentes, inesperadamente, un siglo después y en un país del Sur donde florece el limonero.

Desencanto y náusea

Podemos jugar también, ahora, con esta transposición de la posguerra de París a Madrid. El desencanto, la náusea, el aburrimiento, la desazón por los años perdidos de ocupación (¿no hemos tenido nosotros cuarenta años de ocupación alemana?), por la sangre vertida, por la sinrazón del destino. El existencialismo... Algunas máscaras de las que todavía se ven por Maravillas repiten -remedan... las que desfilaban en Saint-Germain-dé-Près, observadas por el busto de piedra del padre Mabillon y por las gruesas gafas de Jean-Paul Sartre. Las diversas fes perdidas, la naturaleza trágica de la condición humana, la muerte de los dioses, la sustitución del destino por la Nada, que, a su vez, se convierte en destino. La pérdida de la razón, de la lógica; el descubrimiento de que hay una lógica ilógica, una razón irracional: esto es, el absurdo.

Todo puede valer a condición de olvidarse de la superficie. Con la profundidad se puede hacer lo que se quiera, utilizando simplemente una cierta facilidad verbal y un desparpajo para los conceptos. La verdad es que a los escan dinavos se fue porque algunos productores creían que podían tener una subvención rápida. Y porque las estructuras del teatro no han cambiado demasiado, y puede entrar en ellas fácilmente ese tipo de escena, para las que están adiestrados directores, in térpretes, escenógrafos. Los franceses están aquí por casualidad. Pasé el mîme Marceau por que era fácil de contratar, y suficientemente prestigioso como para inaugurar el Festival de teatro del margen. Hizo Rodero Calígula porque tiene en la cabeza su éxito de veinte años atrás y porque la toga y el peplo responden bien a las piedras ilustres de Mérida. Y Carmen Maura La salvaje porque falló el proyecto de La bella Helena y porque tenía el legítimo derecho de buscar un personaje especial para su regreso al teatro. Estamos, por lo tanto, ante el azar. Y la necesidad.

La segunda mirada

Pero esta mera superficie tiene, también, su segunda mirada. Para una Escandinavia de transición, hubo unos dramaturgos; para una decadencia de Rusia hubo, también, los suyos. Venteaban el aire del cambio, olían la humedad de las tormentas todavía lejanas, veían el mundo en tomo. Para una Francia donde el Frente Popular guerreaba en las call es con los camelots du roi y otras especies fascistas, donde la gran agitación mundial del nazismo y el comunismo estaba en posición de combate y ofrecía soluciones nuevas para situaciones nuevas, había unos dramaturgos, unos escritores: cuando luego se vio lo que daban las soluciones nuevas, los desastres de la guerra, el alboroto social, esos escritores, y los que les seguirían -los Ionesco, Schehadé, Adamov, Beckett...-, escoltaron su pensamiento y su tiempo.

Para este tiempo español no hay, todavía, nadie. No hay espejo moral. El dramaturgo (en todas las acepciones, todos los oficios, que puedan ampararse bajo esa palabrapero, sobre todo, el de autor) español no agarra bien su tiempo. Es, efectivamente, un tiempo fluido. Las ideologías están acobardadas. Las tomas de posición dan miedo. No se sabe ni siquiera cuál es la forma válida.

Y hay una situación estructural -estructuralista- en las que aparecen simultáneamente muy distintas maneras de enfrentarse con la vida, con la sociedad, con la historia. Estamos viviendo varias épocas históricas al mismo tiempo, y unas se contiradícen a otras. Y el teatro busca en el pasado algo de lo que más o menos pueda coincidir con este tiempo. Un pasado español, además de extranjero. Los Ibsen, Chéjov, Strindberg, Camus, Anouilh, fueron ya representados en España. Quizá ya después de su tiempo, pero mucho antes del nuestro -llamando nuestro al de hoy, aunque sin ningún -título real de propiedad-.

Si vuelven es porque hay aquí un "arte de aprovechar los restos", como en las recetas de cocina barata. Hacemos croquetas y albóndigas con lo que fue carne fresca. Puede que sea un punto de apoyo, una busca del eslabón perdido para dar, luego, el salto hacia adelante; para no perder la continuidad. Quizá sea solamente el manotazo desesperado del que se ahoga y se agarra a cualquier tabla en la que cree que puede flotar, sin preguntarse si es antigua o moderna.

La ilusión dura un momento. El tiempo de un arranque de temporada. En otra tuvimos a los escandinavos, en ésta tenemos a los franceses. Cualquier día van a aparecer Shaw y los eduardianos. O algo similar. Nos agarraremos a los restos, tratare mos de flotar con ellos, hasta que aparezca alguna forma de tierra a la vista.

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