Una tentación permanente
Desde hace aproximadamente doscientos años, en que el gran reformador J. J. Noverre estrenó en Viena el primer Don Quijote del que queda constancia, han sido numerosos los coreógrafos que cayeron en la tentación de llevar al teatro sin palabras este monumento de la literatura. Didelot, a principios del siglo IXX; P. Taglioni, en pleno romanticismo; Petipa, en su apogeo de San Petersburgo; Miloss, Ninnette de Valois, Serge Lifar y Georges Balanchine, en nuestro siglo son sólo algunos ejemplos de intentos originales.Unos, como el propio Noverre -padre del ballet dramático- y Luisillo, hoy, se han empeñado en seguir, al menos parcialmente, el hilo narrativo. Otros, como Petipa -cuya versión, más o menos revocada, es la que ha llegado hasta nuestros días en buen número de compañías clásicas de Europa y América- han preferido tomar un episodio, generalmente las bodas de Camacho y Quiteria (la Kitri del repertorio ruso) como pretexto para enlazar una serie de danzas, a la vez de virtuosismo y de carácter, totalmente alejadas de la letra y el espíritu del Quijote, y en las que Petipa dio rienda suelta a su admiración por España, tras su estancia aquí en los años cuarenta del siglo pasado.
Finalmente, otros coreógrafos, entre los que el último ejemplo es el americano afincado en Hamburgo, J. Neumier, han tratado de asir el espíritu de rebeldía de la obra de Cervantes, creando un ballet, estrenado en 1981, en que Don Quijote es un intelectual marginado de nuestros días que se desliza por el escenario en patines de ruedas.
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