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La representación que viene

"La única verdad política", decía Eduardo Nicol, "es la pluralidad de las verdades políticas". Y está claro que si algo nos muestra indefectiblemente eso de la política es la naturaleza falible de la razón y el carácter plural y conflictivo de los intereses en juego. Pero si ello es así, si la única constante política es su falibilidad y pluralidad de sus alternativas, ¿cómo optar entonces por uno u otro partido, por una u otra de estas verdades parciales que de un modo tan perentorio nos proponen? ¿No será más sensato apartar castamente la mirada del penoso espectáculo que los políticos nos ofrecen, pasar de las alternativas que tan resueltamente nos presentan y tan ingenuamente pretenden vendernos?La vida o la experiencia de cada día, de cada uno, no es, sin embargo, mucho más clara ni transparente que esta vida política. Y en ella, nadie pone el grito en el cielo ni habla de abstenerse. Nadie sabe, por ejemplo, y por mucho que hayan leído de Platón a Dewey, cuál es la verdad de la educación, y, sin embargo, todos tratamos de educar como podemos a nuestros hijos aun antes de haber llegado a una idea clara, distinta e inequívoca de lo que educar quiera decir. Operamos aquí con una suerte de pedagogía provisional -y con una ética, una estética o una erótica igualmente provisionales- que nos permite, sin acabar tampoco de creérnosla, ir tirando y tomando decisiones día a día.

¿Y a santo de qué, me pregunto, deberíamos verlo todo más claro en la vida pública que en nuestra vida privada? ¿Por qué tendrían que ser más transparentes o inequívocas las alternativas colectivas que las opciones individuales? Hay, ciertamente, razones históricas e incluso coyunturales que explican nuestro maximalismo y exigencia política en contraste con nuestro posibilismo o incluso laxismo a nivel individual.

La más evidente de estas razones es el hábito, contraído en una sociedad sin tradición democrática, de imaginar la política como la epifanía del bien común o de la revolución; como la encarnación de los valores eternos o la subversión de los tradicionales. A una sensibilidad así, predemocrática, no podía dejar de escandalizarle, en efecto, esta miscelánea oferta partidista de intereses, de valores, de razones y de estrategias alternativas, unilaterales, excluyentes.

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Y es cierto que de entrada el espectáculo no resulta demasiado edificante. Pero es precisamente esta carencia de rasgos emocionantes o edificantes lo que no sólo define a la democracia, sino lo que le da también su gracia peculiar. La democracia no propone una solución de los conflictos, sino nada más -ni nada menos- que su representación o dramatización. Por una curiosa paradoja, es en el acto mismo en que cada partido o cada político pretenden mostrarnos que ellos sí tienen la varíta .mágica, cuando todos ellos, tomados en su conjunto, nos hacen el cumplido de ofrecernos un espectáculo tan plural, penoso y enternecedor como la vida misma.

Claro está que al principio nos parecerá que en esta representación no son todos los que están ni están todos los que son; que desearíamos seguramente un papel o personaje que combinara el lenguaje de uno, el aspecto fisico de otro y aun el programa económico de un tercero. Como sin duda sentiremos, una vez nos hayamos identificado con un personaje, la nostalgia de todos los que no escogimos -y ello, tanto más cuanto más votado haya sido el nuestro...-. Pero esta es precisamente la participación a que nos obliga incluso una democracia tan poco participativa y tan dominada por los partidos como la nuestra. La responsabilidad de juzgar qué representa cada actor y cómo lo representa; qué intereses encarna y cómo se propone defenderlos. Porque al final podemos aun dudar entre una mediocre representación de nuestros intereses más específicos y una mejor representación de intereses que nos atañen más genéricamente; o entre un actor secundario que puede permitirse jugar un papel puro y duro -el confidente, el padre protector, el amigo fidel- y aquel que representa el papel principal y que, por lo mismo, tiene siempre un perfil más complejo o matizado y no puede condescender en las actitudes más o menos testimoniales o estereotipadas de los demás.

Estas y otras muchas aún son las decisiones que hay que tomar antes de concluir que nadie aca ba de hacernos la figura ni el pa pel que deseamos, y que en con secuencia podemos prescindir en nuestra vida pública del sentido común y del cálculo aproximativo con que operamos cada día en nuestra vida privada. Hemos vivido hasta hoy en régimen de democracia otorgada, y sólo introduciendo en ella la alternancia podemos hacer de ella una democracia consolidada. No, ciertamente no es pequeño el papel que podemos jugar en la próxima representación del día 28.

Xavier Rubert de Ventós es catedrático de Estética de la Universidad de Barcelona.

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