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Y si no voto, ¿qué?

Si afirmara que no voy a votar en las próximas elecciones, supongo que se agitarían un montón de argumentos para hacerme entrar en razón. La verdad es que supongo mal, ya que, en vez de argumentos, lo que suele ofrecerse es el desprecio, la censura o la descalificación insultante. A pesar de todo, uno no es tan sordo como para no escuchar las razones con las que se incita al voto. He aquí algunas.El voto es un acto cívico propio de un país democrático. Votar es mantener unas instituciones liberales no autoritarias, mientras que no votar es una omisión culpable de que tal orden cívico se pierda. Desde la llamada izquierda -o desde el puro y simple espíritu progresista-, la argumentación se complementa hablándonos de los peligros de la involución, de las ventajas -por pocas que sean de las reformas de la izquierda clásica, así como de la necesidad de estabilizar una democracia formal como paso previo a la construcción de una sociedad más acorde con los principios de la justa transformación del mundo. Por todo esto, no votar sería un.acto irresponsable o de resen timiento, o el salto estético que huye del mundo para refugiarse en Dios o en el diablo, o la ingenuidad, en fin, del que se llena consigo mismo y es insolidario con los demás.

Lo primero que se me ocurre cuando repaso u oigo esta sarta de palabras es lo repetitivas, aburridas y poco originales que son. Y esto ya les da un tufillo peligroso. Ni las plumas más sofisticadas, ni los currículos más libertarios, ni las lenguas más cachondas son capaces de darnos algo más atractivo. Al final, todos acaban hermanados en el "esto puede ser peor, pero debe ser mejor", o confiando en que la democracia -como Dios- nos salvará de ella misma en el caso de que nos confundamos. De esta manera, en vez de convencernos, nos violentan, ya que quien quiera exponer sus dudas (ellos no dudan, sino que siguen

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adelante, como decía irónicamente Kierkegaard de sus contemporáneos) es arrojado a las tinieblas exteriores. Antiguos revolucionarios y oportunistas del momento se dan la mano para que no se abra siquiera la boca.

En segundo lugar, se imposibilita así una crítica fecunda de la democracia (de aquella que verdaderamente nos interesa). Crítica fecunda es la que no deja en paz ni los cimientos. Más aún, es del todo antidemocrático no cuestionarse, ahora, lo más negro de la democracia; esto es, aquello que se oculta ella a sí misma. Y no sólo es el caso recordar las torturas o macabradas semejantes, puesto que de esta manera se podría. dar a entender que tal cosa es accidental, de forma que, cuando vengan unos chicos mejores, todo cambiará.

Absurdo sería hacer una democracia tan grande que quepa todo, y una oposición tan oposición que nada se le pueda oponer.

Finalmente, existen personas que se inscriben en una respetable tradición, según la cual no es justo delegar su autonomía en bien de una autoridad que no preserve dicha autonomía. Razonan, por el contrario, de la siguiente manera: si soy moral, no puedo aceptar ni esta ni esta democracia. No desesperan, sin embargo, del ideal democrático.

Con lo dicho no afirmo que haya que quedarse en casa. Sería éste el error contrario, en el que no deseo caer. Cada uno que haga lo que le dé la gana. Que reflexione no desde la avalancha de vulgaridades que se lanzan durante estos preelectorales días, sino desde la experiencia democrática de querer ser o no un participante en esta, sociedad. Lo demás es propaganda. Lo demás es voto útil (par de palabras, por cierto, un tanto ininteligibles.

Como las fórmulas mágicas, vale para todo. Hasta para confundir, parafraseando al redescubierto Kraus, una urna con un orinal). Algunos dicen que primero hay que dar el poder a la izquierda y luego exigirles. Otros pensamos que primero hay que exigirles. Algunos dicen que van a votar para no tener que votar más. A otros nos gustaría justamente lo contrario. No votar no es pecado mortal.

Javier Sábada es profesor de Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid.

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