Ministerio de la Presidencia
EL MINISTERIO de la Presidencia ha sido, durante la última legislatura, un espacio político hasta tal punto transitado por ministros, ministros adjuntos y secretarios de Estado que, en ocasiones, ha presentado alarmantes síntomas de hacinamiento. De otro lado, la sustitución de Adolfo Suárez por Leopoldo Calvo Sotelo en la jefatura del Gobierno, de la que depende ese redundante departamento, alteró en cierta medida la importancia y el significado de la cartera.Durante el mandato de Adolfo Suárez, José Pedro Pérez-Llorca -posteriormente titular de Administración Territorial y de Asuntos Exteriores- elevó a rango ministerial su condición de eminencia gris del Gobierno. En esta época de esplendor, el ministro de la Presidencia dispuso de la colaboración de Rafael Arias-Salgado, ministro adjunto encargado, primero, de las relaciones con las Cortes y, después, de la coordinación de asuntos políticos, y de Juan Antonio Ortega y Sebastián Martín Retortillo, secretarios de Estado, respectivamente, de Desarrollo Constitucional y Administración Pública. En lugar aparte habría que clasificar la figura del malogrado Joaquín Garrigues, herido ya de muerte en la primavera de 1979, y al que el presidente del Gobierno, en un noble gesto, designó ministro adjunto de la Presidencia. La crisis de mayo de 1980, en la que Joaquín Garrigues -que fallecería dos meses después- fue apartado del Gobierno, significó el ascenso a ese puesto de Rafael Arias-Salgado. En este reajuste, las secretarías de Estado de Juan Antonio Ortega y Sebastián Martín Retortillo fueron ascendidas de categoría. Resulta curioso que la reforma de la Administración, necesitada de una reducción presupuestaria, se pretendiera emprender durante el suarismo mediante el aumento constante y abrumador del número de ministerios.
Desde que Leopoldo Calvo Sotelo fue designado jefe del Gobierno, el Ministerio de la Presidencia perdió entidad propia y se convirtió en lugar de residencia de asesores áulicos del jefe del Ejecutivo (Pío Cabanillas, primero, y un joven ayudante de su entera confianza, Rodríguez Inciarte, después). La lucha contra la inflación ministerial, emprendida con tino por Calvo Sotelo, amortizó algunas carteras en septiembre de 1980 y febrero de 198 1, pero tuvo un serio desfallecimiento en la última crisis, cuando el doblete de Jaime Lamo de Espinosa como portavoz del Grupo Parlamentario Centrista en el Congreso y como ministro adjunto al presidente hizo revolverse a Montesquieu en su sepulcro. Que el portavoz del partido del Gobierno fuera nada menos que miembro del Ejecutivo era un asunto aventurado demasiado obvio para la independencia de los diputados elegidos a Cortes por UCD. A lo largo de este período, Gabriel Cisneros siguió desempeñando la Secretaría de Estado de Relaciones con las Cortes. La relativa autonomía de los ministros de la Presidencia durante la etapa de Suárez, comprobable por la brillante carrera posterior de Pérez-Llorca y Arias-Salgado bajo otras banderas, se debilitó bajo el mandato de su sucesor, que asumió casi todas las responsabilidades de la cúspide del Ejecutivo.
La Secretaría de Estado para la Información, de incierta localización práctica en el organigrama estatal, osciló, a lo largo de la legislatura, entre la dependencia directa del jefe del Ejecutivo y la interposición mediadora del ministro de la Presidencia. José Meliá, Rosa Posada e Ignacio Aguirre lidiaron con la dificil tarea de adecuar a un sistema democrático los reflejos de coerción administrativa, clientelismo político y patronazgo arbitrario implícitos en cualquier pretensión gubernamental de condicionar o controlar los medios de comunicación. Dicho sea en su descargo, cabe decir que los sucesivos titulares de la Secretaría de Estado para la Información han padecido considerablemente en el desarrollo de un trabajo que muchas veces les ha obligado a dar la cara, a contra corazón, para cubrir los fallos de los miembros del Gabinete.
El Ministerio de la Presidencia anuda competencias de muy distinto carácter, pero sus funciones genéricas son la coordinación del trabajo de los demás departamentos y, al menos en teoría el análisis de los problemas más generales de la vida política nacional y la formulación de las alternativas posibles para darles solución. Por esa razón, su titular está condenado a tener dificultades con los otros ministros, que recelan de su proximidad al jefe del Ejecutivo, y a chocar con el equipo de trabajo del propio presidente del Gobierno, nutrido por esos expertos y asesores de su confianza, a los que familiarmente se conoce con el nombre de fontaneros. Durante la primera etapa de la pasada legislatura, las tareas de coordinación tuvieron su principal función en el calendario de prioridades legislativas, que estableció un plan excesivamente optimista para el envío y aprobación de proyectos de ley por el Gobierno.
El paso de Televisión Española desde el Ministerio de Cultura al de la Presidencia, justo en el momento en que Rafael Arias-Salgado desempeñaba esa cartera y Fernando Arias-Salgado vivía el escándalo de la auditoría, tuvo un carácter meramente formal, ya que los asuntos de Prado del Rey han sido siempre resueltos por el propio jefe del Gobierno, tanto en tiempos de Suárez como en los de Calvo Sotelo. La triste historia de RTVE, con directores generales que apenas alcanzan unos meses de mandato -el actual presidente del Ejecutivo ha dado el cese ya a dos de ellos-, habla por sí misma de este capítulo. La decisión de enajenar los periódicos de la antigua cadena del Movimiento se demoró demasiado tiempo, pero finalmente fue aprobada por las Cortes en la pasada primavera. El Tribunal Constitucional, por lo demás, abortó los intentos gubernamentales de otorgar la concesión de la televisión privada a empresas previamente seleccionadas según unilaterales criterios políticos.
La valoración de la creatividad y la imaginación políticas de los sucesivos ministros de la Presidencia corresponderá a los historiadores del futuro que tengan acceso a sus memorias o puedan contrastar diversos testimonios. En estos momentos resultaría imposible distribuir los aciertos y los errores de la gestión gubernamental entre los jefes del Ejecutivo y los ministros que han ocupado esta cartera, único procedimiento que permitiría esclarecer, por ejemplo, las responsabilidades de Adolfo Suárez, por una parte, y de Pérez-Llorca, Rafel AriasSalgado o Pío Cabanillas, por otra, en lo sucedido en UCD entre marzo de 1979 y febrero de 1981. En cualquier caso, cabe subrayar el fracaso de los titulares de ese departamento para plantear y llevar a cabo la reforma de la Administración pública. El viejo problema de cómo guardar a los guardianes se manifiesta, en este terreno, en la aporía de encargar precisamente a quienes tendrían que ser reformados la misión de actuar como reformadores. Una de las características más notables de la historia de UCD ha sido el reclutamiento preferente de sus cuadros políticos entre los altos cargos de la Administración. Con la moraleja de que los cargos electos en el Parlamento y las carteras ministeriales han sido ocupados, en gran medida, por funcionarios públicos poco propensos a reformar, como políticos, las situaciones de las que, como servidores del Estado, se han beneficiado o han sido pasivos cómplices.
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