Interior
EL MINISTERIO del Interior ocupa, en cualquier país del mundo, la parte más oscura e impopular del organigrama estatal, en consonancia con las antipáticas competencias y las desagradables funciones que se le atribuyen. La invasión de la vida de los ciudadanos por los Gobiernos, la proliferación de los servicios secretos oficiales o paralelos, el tránsito desde una sociedad rural atomizada a una sociedad industrial políticamente movilizada, la insensibilidad moral asociada a los genocidios ocurridos en este siglo y el crecimiento de los recursos y poderes de los aparatos estatales, desde la informática hasta las escuchas telefónicas, hacen de la imagen del Leviatán algo más que una figura retórica. La experiencia histórica demuestra, por lo demás, que en aquellos países donde una minoría revolucionaria ha conquistado el poder -desde la Unión Soviética a Cuba- esas preocupantes tendencias han desembocado en sistemas totalitarios férreamente policiales. Las naciones sometidas a dictaduras de derecha también han reforzado hasta límites inverosímiles el arbitrario dominio por los Gobiernos de la vida privada y pública de sus súbditos, inermes ante las decisiones de un hipertrofiado poder ejecutivo que fagocita al poder legislativo y anula la independencia del poder judicial.El régimen pluralista y representativo -el menos malo de todos los sistemas políticos inventados por el hombre- es el único capaz de contrarrestar el avasallador impulso de cualquier Ministerio del Interior a independizarse del control de los ciudadanos. En la situación española las dificultades de cualquier país democrático para someter al imperio de la ley esa área de sombra de la vida estatal, que obtiene de su imprescindibilidad objetiva las posibilidades de abusar de sus atribuciones, se hallan reforzadas por la pesada herencia del inmediato pasado, caracterizado por la completa arbitrariedad e irresponsabilidad del entonces Ministerio de la Gobernación.
De añadidura, la brutalidad de los ataques terroristas, que toman como blanco principal de sus crímenes a las Fuerzas de Orden Público, constituye una sanguinaria y fría provocación orientada a despertar en los miembros de los cuerpos de seguridad un clima emocional que cree en los funcionarios públicos la tentación de utilizar sus armas y sus uniformes para fines privados de venganza corporativa.
El nivel de eficacia policiaca y de respeto a la legalidad del que partió la Monarquía parlamentaria no podía ser más negativo, tanto en lo que concierne a las gravísimas responsabilidades del régimen anterior en el nacimiento del terrorismo de ETA como en lo que respecta a la represión por el Estado de las libertades públicas. Sucede así que el análisis y la valoración del trabajo realizado por el Ministerio del Interior durante la última legislatura ha de tomar necesariamente en cuenta la perspectiva histórica en que se sitúa esa gestión, a fin de averiguar si hemos avanzadoo retrocedido en lo que concierne a la lucha antiterrorista, la seguridad ciudadana y el respeto por los aparatos estatales de los derechos y libertades consagrados por la Constitución.
No es fácil argumentar con serenidad en este terreno, ya que las pasiones producidas por injusticias manifiestas o por sufrimientos irreparables hacen casi imposible el acuerdo. Digamos, sin embargo, que la seguridad ciudadana, la lucha contra el terrorismo y la garantía de las libertades públicas no han conocido en su conjunto, bajo el mandato de Juan José Rosón, un retroceso. De otra parte, la ejemplar actuación de Francisco Laína, director general de la Seguridad del Estado, durante la larga noche del 23 de febrero demostró la sinceridad de las convicciones constitucionales de los altos responsables del Ministerio del Interior cuando su titular se hallaba secuestrado en el Palacio del Congreso.
Los comandos de las diversas ramas de ETA siguen asesinando y cometiendo bárbaras tropelías, pero los terroristas están librando una batalla de repliegue, ciertamente feroz, y no desencadenando una ofensiva insurreccional. El buen sentido de Rosón para comprender que la erradicación del terrorismo etarra necesita a la vez medidas policiales y medidas políticas ha tenido una de sus manifestaciones en el tratamiento dado a los antiguos terroristas de ETA VII Asamblea limpios de delitos de sangre y comprometidos a abandonar la violencia. De otra parte, el terrorismo de ultraderecha, cuya desarticulación parece en teoría considerablemente más fácil que el combate contra las diversas ramas de ETA, ha sido frenado. La reaparición en los últimos días del fantasmagórico GRAPO fuerza, sin embargo, a extremar las reservas sobre la eficacia del Ministerio del Interior en sus investigaciones sobre el tenebroso mundo de los servicios paralelos.
Sucesos como la toma de Cascorro o la invasión del Retiro en la pasada primavera madrileña ponen de manifiesto que algunos sedicentes responsables del orden público son incapaces de aprender el papel que la policía debe desempeñar en un sistema democrático. En esa crónica negra hay que inscribir abusos tan trágicos como el producido en Trebujena (Cádiz), que costó la vida a. un jornalero por la sospecha de que había robado una. cabra, que resultó infundada. Ahora bien, sería cobarde negar que en líneas generales la actitud hacia los ciudadanos de los funcionarios del Cuerpo General de Policía, y de los miembros de la Policía Nacional ha ganado en atención y respeto, a la vez que una mejor organización de la vigilancia ha reducido la inseguridad -por lo demás exagerada hasta la caricatura por la derecha autoritaria- de nuestras calles en lo que respecta a los delitos ordinarios.
Sin embargo, los informes de Amnistía Internacional, las denuncias del Gobierno de Vitoria sobre torturas y malos tratos en comisarías o cuartelillos del País Vasco, la muerte de Arregui en el Hospital Penitenciario y el atroz crimen de Almería indican hasta qué punto nos hallamos lejos de los objetivos y mandatos de la Constitución y del contenido de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.
Un cambio sustancial, sin embargo, se ha operado desde que Manuel Fraga fue ministro de la Gobernación, y Rodolfo Martín Villa y el general Ibáñez Freire, ministros del Interior: al menos ahora no se obstaculiza la intervención del poder judicial en la investigación sumarial y la Prensa no recibe presiones para acallar la información o tergiversarla. La independencia de los tribunales constituye, desde luego, una barrera imprescindible a las arbitrariedades del poder, que también pueden quedar indirectamente vigiladas por una Prensa libre y veraz. Sin embargo, corresponde al poder legislativo la tarea fundamental en este terreno, mediante la derogación de normas que abren -como la actual ley Antiterrorista- espacios oscuros en las detenciones gubernativas y a través de la creación de comisiones de control parlamentario.
El Ministerio del Interior es utilizado a veces como vergonzante papelera por los representantes electos de los partidos y por los políticos que habitan las zonas nobles del edificio gubernamental, deseosos de endilgar a otros las secuelas de su cobardía o de su mala conciencia. No cabe, así pues, centrar las críticas en la figura del titular de la cartera, sino en todo el Gobierno, máxime cuando Juan José Rosón, pese a todos sus defectos y equivocaciones, ha mostrado bastante más inteligencia política y coraje en la toma de decisiones que sus colegas. En cualquier caso, para que el Ministerio del Interior deje de ser la habitación cerrada y temida del aparato estatal no se necesita tan sólo un buen ministro, sino la colaboración, la vigilancia y la crítica de la sociedad entera.
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