El autor, en el palco
Mario Vargas Llosa, elegante, sobrio, como un personaje de Oxford y Cambridge trasplantado a la meseta de la carrera madrileña de San Jerónimo, rompió anteayer con una bien guardada tradición teatral: abandonó las candilejas anónimas que suelen ocultar al autor en el momento del estreno y se situó en un palco, bien visible, frente al palco en el que el presidente del Gobierno Leopoldo Calvo Sotelo asistía a la tragedia sentimental de La señorita de Tacna.
Al final de la representación, el autor abandonó la atalaya, se escondió tras el escenario y dejó en su asiento a un sustituto: su hijo Alvaro, estudiante en Cambridge, escritor de dieciocho años, un nuevo Varguitas en la escena literaria Posterior al llamado boom. Sentado allí, Alvaro parecía ser el intérprete callado de otra escena retrospectiva, un recurso tan frecuentado por la obra estrenada: a los espectadores que alternaban su vista del escenario con la contemplación del palco les parecía estar viendo a aquel joven periodista de Conversación en la catedral, asistiendo a la historia de sus múltiples demonios familiares.
La presencia del autor en el palco, la asistencia de los ministros de Cultura y de Defensa, Soledad Becerril y Alberto Oliart, los rostros de los políticos Javier Solana y Nicolás Sartorius, y los semblantes de artistas como Pilar Miró o Francisco Umbral, no pudieron rivalizar con la expectación que despertó la tardía llegada al teatro del líder aliancista Manuel Fraga Iribarne, que entró en el patio de butacas más de media hora después del comienzo del espectáculo, cuya contemplación abandonó en el descanso. No volvió más. Se perdió, entre otras cosas, claro, el desnudo de Rosalía Dans, cuya circunstancia ya reseñan el crítico en esta página y Umbral en página 19 de este número.
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