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Un pueblo leridano rechaza la compañía de una colonia gitana

Hace una semana llegaron a la localidad ilerdense de Palau de Anglesola unos ochocientos gitanos en los más diversos medios de transporte para enrolarse en la recogida de cebollas, que se inicia todos los años por estas fechas. La elevada afluencia, que superó a la de años anteriores, y las tensiones con la comunidad paya han estado a punto de originar reyertas con los vecinos del pueblo, que votaron en una reciente asamblea la contratación de piquetes armados para desalojar por la fuerza a los calés, en los que veían una amenaza para su seguridad y sus propiedades.

El conflicto comenzó como comienzan casi todos los conflictos raciales. Nadie sabe cómo. Poco se ha modificado la razón racial desde que en 1499 se publicara, una pragmática de los Reyes Católicos que disponía que "los egipcianos y caldereros tomen asiento en los lugares y sirvan a señores que les den lo que hubieren menester, y no vaguen juntos por los reinos; o que al cabo de sesenta días salgan de España so pena de cien azotes y destierro perpetuo la primera vez, y de que les corten las orejas y estén sesenta días en la cadena y los tomen a desterrar la segunda vez"."No es tanto lo que hacen, sino su sola presencia", comenta Ramón Torne, uno de los principales afectados por las rapiñas de los gitanos y a quien sus vecinos toman como ejemplo cuando se trata de enumerar el memorial de agravios. "Para mí, están todos de sobra. Yo los cogería a todos y los metería en una isla".

El año pasado, por estas mismas fechas, Ramón Torne se enfrentó, en el espacio de pocos días, a un rosario de desgracias. Cuando se dirigía a pie al aprisco donde tiene estacionado su rebaño, observó que a su coche le faltaba la rueda de repuesto. Aceleró la marcha y al hacer el recuento echó de menos dos corderos, "de los mejores". Volvió sobre sus pasos y el coche ya no estaba allí. Aún tardó varios días en recuperarlo, gracias a los buenos oficios de la Policía de Tráfico, que lo localizó en las proximidades de Lérida.

Desde entonces, Ramón Torne se ha convertido en el más decidido paladín de la causa racial en Palau de Anglesola. A pesar de la tensión ambiental, no hay ni una sola denuncia en la comisaria de Mollerusa, de la que depende Palau de Argensola. "La Guardia Civil no quiere saber nada. Cuando se les presentan las reclamaciones responde que no pueden negar a los gitanos el derecho de acampada durante tres días; pero con ese cuento, se quedan semanas y semanas".

Quiso el infortunio que la desgracia fuera a cebarse, una vez más, en la persona de Torne, y hace pocos días su coche apareció desvalijado nuevamente. Este hecho, unido a varios incidentes en las tiendas, algún hurto de pequeña cuantía y las muchas molestias causadas por una avalancha de ochocientas almas volcada sobre una localidad de 1.700 vecinos, acabaron de calentar los ánimos.

Medidas expeditivas

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El pasado viernes, los 150 vecinos de Palau de Anglesola reunidos en la casa consistorial, bajo la presidencia del alcalde, clamaban por medidas expeditivas. Alguien concibió la genial idea de que nada había para dirimir el conflicto como recurrir a "gentes especializadas", una especie de guardias rurales; en suma, unos matones, importados posiblemente de Barcelona. La asamblea se pronunció unánimemente por esta solución y sólo quedaron por precisar ciertos detalles nimios, como el de quién correría con los emolumentos de las escuadras de forzudos.Una información aparecida en un medio de comunicación provincial puso en circulación la noticia y, de momento, la sangre no llegó al río.

A los cinco días de aquella decisión, el alcalde de Palau de Anglesola, Eloy Palau, pone todo su empeño en quitar hierro al asunto: "Usted lo puede ver: aquí estamos todos tan amigos", dice, señalando a un grupo de calés que sigue conversación desde la barra del bar con mirada torva. "Las cosas se han desquiciado. Nosotros nunca hablamos de contratar a unos gordas, sino de formar con la misma gente del pueblo una especie de milicia que protegiera nuestras propiedades y previniera, los incidentes". El alcalde prosigue en tono conciliatorio ante la mirada de reproche de sus convecinos, partidarios de la línea dura: "La culpa no es de los pobres gitanos. Lo que sucede es que aquí no hay trabajo, para tantos. La labor de la cebolla puede absorber a unas doscientas personas durante veinte días, y este año se han presentado cuatro veces más de lo ordinario. En estas condiciones aparecen problemas higiénicos, desórdenes, robos. Además, si se portasen bien... Pero entre ellos mismos se tienen pendencias, y el año pasado sé liaron a tiros dos clanes rivales. Este año puede suceder de nuevo en cualquier momento".

Extremistas y conciliadores

Tanta conciliación puede con el temple de Ramón Torne, que, tras morderse los labios mientras escucha al alcalde, no puede reprimir una exclamación: "Aquí lo que pasa es que en Palau de Anglesola todos están capados". "Póngalo", insiste, "que quede bien claro. Porque esto yo lo arreglaba en dos patadas. Los gitanos son lo más cochino del mundo", acaba ya, visiblemente acalorado.El alcalde vuelve a tratar de atemperar las posturas y prosigue su exordio: "La prueba de lo, que decimos la tiene usted en los Buñales y los Giménez (alguien sugiere: "Y los Heredia", y le atajan: "Esos, no, que son también muy putas"), familias gitanas que viven en el pueblo permanentemente y que son los primeros en no querer saber nada de estos otros porque se disputan con ellos el trabajo y además les comprometen a los ojos de la gente".

"Acogeríamos hasta a los lobos"

Otro vecino trata de profundizar el argumento esbozado por el alcalde, y en un arranque de generosidad casi ecuménico añade: "Aquí acogemos a todo el mundo: a los gitanos, a los castellanos, hasta a un lobo acogeríamos aquí, siempre que se portara como es debido; pero es que éstos...".Algunas tribus gitanas reemprendieron hace dos días el éxodo, atemorizadas por las resolutivas mociones votadas en la asamblea ("¿No ve?" exclama, jubiloso, Ramón Tome. "Si lo digo yo: son el pueblo más cobarde del mundo. Por ahí, por ahí"). Otras prefirieron esperar en sus campamentos hasta la llegada de la temporada de otras frutas, como la manzana y la pera, que se recogerán dentro de pocas semanas.

Quedan unos cuatrocientos acampados en varios puntos cercanos a Palau. A los vecinos les cuesta precisar el emplazamiento preciso de las acampadas y viven con una angustia de fortaleza sitiada por enemigos, que se hacen visibles a ciertas horas, cuando acuden al centro a aprovisionarse de las vituallas más imprescindibles.

Tras el recodo de un camino de cabras, una familia de calés ha levantado un tenderío que aparece desierto a primeras horas de la tarde. Una anciana, que camina encorvada informa de que sus gentes están en la cebolla, intercalando un "estoy enferma" tras cada palabra. Bajo las lonas se ven, desperdigadas, unas sacas de paja y unas bombonas de gas para camping.

Otro de los campamentos más concurridos está emplazado en un barbecho próximo al pueblo y cercano a un arroyo en el que varias gitanas se bañan y otras amamantan a sus criaturas. Nada más acercarnos a las tiendas, un anciano sale al paso y se presenta como "el más viejo del lugar" y, por tanto, patriarca y responsable de la acampada. Para el patriarca Manolo, las acusaciones de robos y fechorías son una invención: "Nos persiguen porque les molestamos. Pero ¿qué daño hacemos buscándonos la vida?"

La explanada está sembrada de colchonetas recogidas y de fardos dispersos. Un churumbel dormita recostado sobre uno de ellos, con la cabeza cubierta por un trapo y mostrando el resto de su cuerpo desnudo, mientras un chucho juega con su mano a falta de mejor entretenimiento. Una madre, la única que ha quedado en el cobijo al cuidado de la chiquillería, pregunta en tono patético: "¿Ustedes qué harían si vinieran a por sus hijos, como dicen que van a venir a por los nuestros, de noche, para matarlos en las camas? Demasiada pena tenemos", acaba, "con vivir como vivimos, tirados por el suelo".

El patriarca no es Pepe Ligero disfrazado de flamenco: es un gitano cañí. Desempeña dentro de la acampada el mismo papel apaciguador que ejerce el alcalde de Palau en el bar: serena los ánimos y frena a los más impulsivos de su clan, que querrían replicar violentamente a las amenazas de las gentes del pueblo.

Dos mil pesetas diarias

En este tenderío son unas veinticinco las personas que trabajan en la cebolla por jornales de 2.000 o 2.500 pesetas al día. Quedan, entre ancianos y niños, otros tantos al cuidado de los vehículos y de los parcos enseres que arrastran en su peregrinaje. Los críos deambulan diseminados por el campo.Son una tribu asentada en Ciudad Real, desde donde se desplazan como otras tantas venidas de Extremadura, Madrid y hasta de Francia, "porque el invierno es muy largo".

Sólo alguna que otra de las familias gitanas estacionadas en Palau se sirve de la carreta tradicional, tirada por mulas, para sus desplazamientos. Son generalmente los calés especializados en el chalaneo de bestias. El clan del patriarca Manolo, compuesto de cinco o seis familias ("¡Cualquiera echa la cuenta"! dice él mismo) posee una furgoneta Ebro y varios coches desvencijados. Los chavales están "cristianados y pasados por el juzgado", según el anciano de la tribu.

Con ese tono implorante con el que el calé se dirige al payo, el abuelo Manolo explica. sus pesares: "Ningún mal hacemos a nadie. Queremos trabajo en la cebolla para luego ir a la aceituna y a la vendimia, como el año pasado y como el que viene. Y ahora los de este pueblo no nos quieren dar trabajo ni siquiera en la cebolla, que era para lo único que nos empleaban, porque es lo más duro".

"Usted lo puede ver", continúa el patriarca, señalando, los alrededores con una inevitable garrota. "Nada hay por aquí. Ni un huerto, ni un tomate que pudieran atrapar los churumbeles, porque el hambre es muy mala".

Una criatura desnuda, con unas botas colgadas al cuello, rompe a llorar cuando trastabillea con un lío de ropa, del que escapa en el choque un monumental pepino de procedencia desconocida.

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