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La teoría homeopática del deporte

Tanto de espectáculo cómicogrotesco como de síntoma de un grave recrudecimiento de la colectiva enfermedad de la razón que es el nacionalismo, en cualquiera de sus formas, tienen hechos tales como el de que, tras la victoria de la selección italiana en el concurso universal de balompié del doctor Trigo, hasta el italiano más henchido de espaguetis, y obeso hasta el extremo de no poder impulsar un balón con el pie más allá de cinco metros sin exponerse a una caída de casa de socorro, se lance a arrastrarse por las calles de Roma o de Milán a gritar descompuestamente entre la descompuesta multitud "siamo troppo forti!", o el de que las botas y el tupé de Rossi hayan vuelto a poner a flote, siquiera de momento, al Gobierno Spadolini, no de distinto modo a cómo la derrota de las Malvinas ha hecho, si no caer, sí por lo menos retirarse a sus cuarteles de invierno al presidente Galtieri. Y, por cierto, que del hecho de que el anuncio público de éste sobre la aventura tuviese mucho más eco popular del que esperaban quienes conocen el mayoritario descontento político de la población argentina con el Gobierno de la Junta no tenía por qué haber sorprendido, en verdad, a nadie mucho más de cuanto podría haberle sorprendido el hecho de encontrar partidarios entusiastas de la selección nacional incluso entre los más acérrimos enemigos del régimen. La motivación psicológica colectiva viene a ser la misma."Desde el punto de vista subjetivo", dice Theodor W. Adorno, "el nacionalsocialismo incrementó, en la psiquis de los hombres, el narcisismo colectivo; brevemente dicho, aumentó líasta lo inconmensurable la vanidad nacional. Los impulsos narcisistas de los individuos, que encuentran cada vez menos satisfacción en un mundo endurecido, persisten, sin embargo, mientras la civilización les niega tantas cosas, en una identificación con la totalidad, como forma de satisfacción sucedánea". Y en otro lugar: "A modo de sucedáneo, el nacionalismo les devuelve, como individuos, parte del propio respeto que la colectividad les sustrae y cuya recuperación esperan de ella al identificarse ilusoriamente con la misma". Nada de extraño hay, a tenor de esto, en que este mecanismo, que ya actúa en las llamadas democracias -donde hay siquiera un simulacro jurídico de intervención social en los negocios públicos- actúe con tanta mayor fuerza allí donde, como en la Argentina de la Junta, la nulidad de la comunidad de ciudadanos es incluso jurídicamente efectiva y el consiguiente sentimiento de impotencia pública alcanza un grado extremo. Por eso no puede extrañar que en la ocupación de las Malvinas, o aun en el solo acto de desafiar a ia poderosa Gran Bretaña, muchos más argentinos que los que a partir de previsiones razonables habríamos esperado se sintiesen inmediatamente colmados de un sentimiento de autoafirmación, viendo en la hazaña, no ya ninguna solución de nada, sino un puro trofeo exactamente tan deseable y tan precioso en sí mismo y por sí mismo como la copa de oro que esperaban que les trajese, de retorno a la patria, la selección nacional. Y la objetiva diferencia de lo cruento frente a lo incruento que media entre una y otra cosa tiene en lo colectivo mucha menos fuerza de lo que comúnmente se desea aceptar, ya que no hay nada que los hombres, y especialmente en colectividad, no estén dispuestos a inmolar en el altar de la autoafirmación y la soberbia.

A raíz del partido del equipo argentino contra el brasileño, un cronista deportivo comentaba que los argentinos habían perdido porque ya desde el principio habían salido a jugar en perdedores. Pues bien, es una impresión subjetiva mía -a la que, por tanto, no quiero prestar más fe ni pido que se le otorgue mayor crédito que el que merece una puraimpresión indemostrable- la de que en la mortal tristeza de los rostros de los muchachos del equipo (que la pantalla fue recorriendo uno por uno mientras sonaba el hinirio de su patria) lo que se reflejaba no.era sino la derrota militar (le las Malvinas. Ya he dicho que esta impresión no quiero hacerla valer por argumento, pero a. cualquiera le resultaría extremadamente difícil aceptar que a los futbolistas argentinos no se les haya ocurrido soñar, en el reciente trance del torneo, con una final contra Inglaterra en la que hubiesen salido victoriosos. También los gritos de "¡Gibraltar, Gibraltar!" proferidos aquí con ocasión del encuentro futbolístico entre la selección española y la inglesa podrían servir para mostrar que es un tanto artificiosa y vana la buena voluntad que desearía ver dos cosas distintas en el nacionalismo deportivo y en el nacionalismo político-militar.

Válvula de escape

Alguna afinidad la reconoce, y hasta el punto de hacer de ella su propio fundamento, la teoría -más aún que discutible, sospechosa de ocurrencia ad hocque defiende el deporte competitivo como una terapéutica homeopática, en el sentido- de que la lucha deportiva serviría como mecanismo ¿le descarga o válvula de escape para unos llamados "impulsos agresivos" que, según ciertas doctrinas, se criarían, no por ningún condicionamiento antropológico ni sociológico, sino a nativitate, en las malas entrañas del propio ser humano. A esta teoría, ya de momento, lo que habría que empezar por preguntarle es qué es lo que sucede con la agresividad cuando el equipoo pro- ¡o resulta goleado. Pero, sea de ello lo que fuere, el caso es que, siendo el axioma fundante de la homeopatía aquel que reza Similia similibus curantur, para seguir funcionando con respecto a las competiciones deportivas internacionales le es preciso que la similitud entre la medicina yla dolencia, similitud que se prescribe para la terapia, se mantenga también cuando el virus combatido -es decir, el llamado "instinto de agresión"sea el de la. cepa específica que causa la endérnica y epidémica viruela del nacionalismo. Mi opinión, como ya se habrá advertido, es la de que, en el supuesto de dar por buena la teoría homeopática, de lo que, en todo caso, pecaría el pretendido virus preventivo -siempre en esa concreta indicación de los torneos internacionales- no sería,' ciertamente, de una similitud insuficiente con el de la enfermedad a prevenir, sino, por el contrario, justamente, de la más peligrosa afinidad.

Entretanto conviene recordar que de la homeopatía que ha funcionado con éxito apreciable -esto es, la de las vacunas- se nos ha dado como explicación la de que la irioculación de un virus benigno, pero de familia o cepa próxima a la de tal o cual virus maligno que preventivamente se quiere coiribatir, provoca en el organismo inoculado la-producción de anticuerpos ininunizadores que lo, defienden también contra el nidrtífero, ataque del segundo. De modo que si la teoría horneopática del deporte no puede demostrar "científicamente", como dicen los soviéticos, que la inoculación del virus (tifo, o sea, tifus, lo llaman en Italia) del incruento nacionalismo deportivo o lúdico provoca la producción de algo así como anticuerpos psíquicos que inmunicen al alma frente al cruento virus del pretendido nacionalismo serio, esa teoría es por ahora, al menos en este grado de rigor, o una ilusión o una pura metáfora.

Pero aun admitiéndola como fundada en la posibilidad de mecanismos homeopáticos distintos del que se explica con los anticuerpos, su fallo capital se derivaría igualmente, a mi entender, del hecho de que la motivación colectiva del nacionalismo que aplaude y sustenta guerras tiene con el agonismo deportivo que delira por la victoria del equipo nacional bastante más semejanza y conexión de cuanto suele estarse dispuestos a aceptar; el pretendido virus inmunizante estaría, pues, tan próximo al de la dolencia, que en lugar de servirle de vacuna vendría a favorecerlo como ingrediente coadyuvante o como agente de predisposición. La teoría homeopática del deporte es, como tal teoría excogitada ad hoc en su defensa, netamente ideológica, y su autoengaflo o deshonestidad consiste en no querer mirar cara a cara a la evidencia de que el nacionalismo deportivo o lúdico es más serio de lo que se reconoce, al par que el pretendido nacionalismo serio es bastante más lúdico y deportivo de cuanto está públicamente consentido admitir.

A raíz del atentado contra los atletas israelíes en la Olimpíada de Munich, hubo algún cándido que sugirió el remedio de que, en adelante, los atletas no representasen a las naciones a que pertenecían -o, como suele decirse, "defendiesen sus colores"-, sino que cada uno fuese por su propio nombre, sin credenciales de representación, tal como casi ocurre en algunos deportes singulares, donde Santana o Ballesteros triunfan más como tales ballesteros o santanas, que no como españoles. Pero enseguida el sentido común -siempre despierto donde media el lucrovio la inviabilidad y el fracaso inevitable de tales olimpíadas desnacionalizádas, en el más que improbable supuesto, claro está, de que hubiese bastado para ello la actitud oficial frente al inevitable conocimiento por el público de la nacionalidad de cada atleta. Jamás habría aceptado ni podido el público, no digo, por supuesto, suprimir toda clase de identificación agonística con los actuantes, sino ni tan siquiera sustituir con otras vías de identi-

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ficación colectiva la que se mueve por la línea de las identidades nacionales. El público, a lo que va a las olimpíadas -¡y no digamos a un torneo de fútbol!-, es a lograr en la actuación de "sus" atletas una victoria nacional.

Volviendo al reciente concurso universal de balompié, un corresponsal español en Italia- recogía la declaración que le hizo una mujer enardecida por una de las victorias de su equipo: «Ese único patriotismo que se nos consiente tener". La frase tiene, sin duda, un punto de lamento, y me pregunto si envidiaba o añoraba esta mujer aquellos dorados tiempos en los que el jefe de la patria regalaba a -su pueblo, no ya -innocuas competiciones deportivas -como- si de escolares se tratara-, sino una guerra de verdad (y he dicho «regalaba" porque este mismo verbo fue el que, a raíz de la guerra de Abisinia, usó desde el balcón el propio Mussolini ante la delirante multitud: "Questa guerra che vi ho regalata..."), pues si nos preguntamos qué es lo que esa mujer tenía que entender por "patriotismo" para considerar que el tifo por la Squadra Azzurra era el único patriotismo que les había quedado, se verá que el patriotismo no podía ser para ella más que algo que se ejercía únicamente en. la contienda, que sólo tenía reali dad y aplicación con respecto a un adversario, o, en fin, que lle gaba a cumplirse solamente en cuanto antagonismo. Un senti miento, pues, específica y exclusivamente hostil, siempre en de manda de enemigo, de una sinra zón que vindicar, de una amenaza de que defenderse, o, aunque nada más sea de un Otro, no ¡ni porta hasta qué punto imaginario, de quien sentirse superior, como aquel familiar de Jean Paul Sartre, el tío Armand, que se sentía ser algo tan sólo por el hecho de despreciar profundamente a los ingleses. Cuando alguien hace acerca do sí mismo aquella declaración alucinante de ser "rabiosamente español", en un principio uno se pregunta: "¿Qué le pasa a este hombre? ¡Muy poco convencido debe de estar de serlo, cuando tiene que echarle tanta rabia!" o bien piensa uno que, tal vez, de lo que le falta convicción es de que ser español, en el sentido archiontológico que él querría darle, tenga, en verdad, significado o contenido alguno. Pero después cae uno en la cuenta de que la rabia viene, en realidad, de que ese ser español que de sí mismo afima el declarante no es algo que se pueda ser por uno mismo, lisa y llanamente, o sea así por las buenas, como se es hablante de una lengua, sino algo que sólo se puede ser beligerantemente contra alguien, es decir, como armada y erizada negación de otro. Así es que los rabiosos y jeremíacos arzalluses deberían repararen lo cómico del hecho de que sus maestros y predecesores más conspicuos han florecido amenudo justamente entre esos mismos homínidos a los que aún parecen necesitar seguir mirando, de manera unívoca, como hostiles opresores. Se conoce que el sentimiento de tener un enemigo -deportivo, si no se ofrece algo mejor- es el único viento realmente capaz de hinchair las velas del nacionalismo.

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