La tonta de la casa
Es cosa bien sabida. La cultura es la actividad a la que se dedicaban, en las novelas y en la sociedad española del siglo XIX, las señoritas de buena familia hasta que les llegaba el esperado y decisivo momento de matrimoniar. Un inútil y / pero inofensivo matatiempo. Un término y una práctica que los banqueros y los políticos -los hombres de poder- en su inmensa mayoría siguen escribiendo con minúscula y de preferencia en diminutivo, no sea que a alguien se le ocurra tomarla en serio. Ni don José, ni Pepe, ni siquiera Pepito; Pepín, culturita general, con reductora familiaridad. La cultura, cosa de cómicos y recitadores, de faranduleros y quiromantes en su más presentable versión, de gentes de pluma y pincel, cosa de personas de sexo y función social poco definidos, de comportamientos imprevisibles y de improbable futuro, que conviene alejar sutil y enérgicamente de nuestros hijos.Setenta y seis ministro de Cultura en el mundo y un volumen de negocios que la constituyen, hoy, en uno de los sectores económicos más importantes y que mejor han resistido a la crisis no han bastado para desmontar el estereotipo. La cultura sigue siendo, como quehacer y como resultado, algo de contornos vagorosos, de entidad imprecisa, de valoración menor, un excedente para los momentos de ocio. A esta ingenua y frontal desconsideración de lo cultural no es ajena la explícita voluntad hegemónica de otras formalizaciones de la realidad -la económica, la social, la política- ni la secreta esperanza de cada una de ocupar en exclusiva el espacio de lo real, que han hecho de la cultura su víctima unánime y privilegiada.
El destino de la cultura en el ámbito de la política no puede ser más ilustrativo. La política se dice y se lee por y en sí misma y con las adjetivaciones correspondientes a las grandes formalizaciones referidas: política económica, social, cultural, etcétera. Pues bien, la impugnación de esta última, tanto por la derecha que se autocalifica de liberal como por parte de la izquierda que se afirma progresista, ha sido y, en gran medida, continúa siendo, aunque por razones obviamente diversas, vehemente y compacta. Hablar de política cultural es, para los primeros, querer someter el proceso incontrolable de la espontaneidad creadora y del gozoso disfrute individual de los bienes culturales a los destructores controles y a la segunda esterilidad de un dirigismo opresor e ineficaz y, para los segundos, es convocar al monstruo de la burocracia estatal. La sombra de Goebbels, los dictados culturales fascistas, los demonios del estalinismo son sus inseparables compañeros. La cultura, dicen, ni admite administraciones ni soporta riendas, o la dejamos vivir, en pura espontaneidad, su vida, o la condenamos a muerte por inanidad y aburrimiento.
El lugar más transparente
En este lugar, Ciudad de México, donde escribo, cuya precisa y bellísima descripción por uno de sus mejores escritores -el lugar más transparente del aire- ha sido exactamente invertida gracias a la polución industrializadora y urbana del llamado desarrollo económico, la Conferencia Mundial de Políticas Culturales está sirviendo otra vez, como no podía menos, de escenario, casi campo de batalla, de la vieja polémica.
La denuncia del imperialismo cultural, por obra de las multinacionales de la cultura, que ha formulado, con mucha pasión y muchas tablas, Jack Lang, ha puesto sobre el tapete algo tan obvio como silenciado por nuestros friedmannistas de derecha y de izquierda; a saber, que la política cultural es pauta y / o privilegio que los Estados comparten, hoy casi siempre con desventaja, con las grandes industrias culturales. Como he escrito en alguna ocasión, la política cultural en materia de comunicaciones de masa de la Gulf and Western es, a nivel mundial, más relevante que la del Estado español. Por eso hace falta ser tan de película del Oeste como Charlton Heston para rasgarse las vestiduras porque los Estados tengan políticas culturales. O estar tan en el olimpo como Octavio Paz para descalificar toda cultura comprometida y para confinar la poesía en la sola exploración interrogadora.
Política exterior de la cultura
Pero la Conferencia Mundial está sirviendo sobre todo para probar que para los pequeños países -¿y qué país no es pequeño frente al monopolio del terror atómico de los dos grandes?- sólo cabe una política exterior: la cultural. Si el ministro francés y la ministra griega se han alzado, a pesar de la condición segunda de sus respectivos países, como grandes triunfadores de esta confrontación es, aparte de por el prodigioso espectáculo verbal que nos han ofrecido -la política que no es administración es, cada vez más, ejercicio de actores, y ¡qué excelentes lo son Melina Mercuri y Jack Lang!-, por su apelación al la ruptura de un modelo de dominación que ya ni funciona; por su convocatoria a la imaginación de una realidad, nacional e internacional, finalmente presidida por los más y los de más abajo. Pues la única forma de salir del invivible callejón sin salida en que nos encierran los grandes enfrentamientos políticos y económicos mundiales -Este frente a Oeste, Norte frente a Sur- es la brecha cultural. Ahí es donde hay que golpear, porque ahí es donde nuestra impotencia puede convertirse en poder. Cuanto menos, simbólica
La extraordinaria representación de Jack Lang, en un foro cultura¡ y con un contenido cultural, ha sido la más eficaz operación de política exterior que podía poner en marcha Mitterrand para sacarse la espina de la ambigüedad francesa en la guerra de las Malvinas. De igual manera, el segundo lanzamiento de la latinidad por parte de Francia -el primero lo fue en tiempos de Napoleón III- es su única posibilidad de gran protagonismo internacional, como es, el soporte privilegiado de toda acción exterior para los países del Mediterráneo occidental.
Soledad Becerril lo ha visto -como lo habían visto, cada cual a su manera, Felipe González, Adolfo Suárez y Federico Mayor-, y su brega, en la que estoy inscrito, por insertar la dimensión hispanofónica en el proyecto latino y por hacer del patrimonio cultural mediterráneo-iberoamericano el núcleo fundamental del mismo, debería convertirse, con independencia de las vicisitudes gubernamentales, en el eje permanente de la. política (cultural) exterior de la España democática. Lo que además de tener consecuencias, muy positivas para nuestro país, favorecería el surgimiento de un área cultural mediterráneo-latinoamericana (AMELA) que podría contribuir de manera notable a superar la esterilizante y desalentadora bipolarización mundial.
Sobre todo porque sólo desde esta hipótesis y desde otras análogas, en las que se unan imaginación y cultura, cabe pensar en un más allá de la crisis actual. Lo ha dicho con la agudeza que le es propia uno de nuestros más eminentes intelectuales. Hablo de José Luis Sampedro. No se trata de añadirle al guiso ya cocinado (del desarrollo) un puñadito de albahaca (la cultura) para adornar su sabor. A lo que hay que ir es exactamente a lo contrario.
Lo que nos hace falta son unos modos de entendernos con la realidad, unas formas de organizar nuestra convivencia, es decir, una cultura, que sea centro de sí misma y en cuyas adjetivaciones económicas no quepa ese desarrollo saturniano que sólo vive de mejorar sus índices y de devorar sus resultados, cuya afirmación social exige la negación del medio natural, y que reduce la riqueza y densidad de la trama humana al macabro juego de Sísifo de mayor consumo para mayor. producción.
Lo que necesitamos es abolir la falsedad de lo necesario, es reinstalar el espacio de lo gratuito, es sustituir el trabajo que escasea y no satisface por la actividad que nos cumple y realiza, es devolverle a la solidaridad su dimensión de goce, es dejar que mande en nuestras vidas individuales y en nuestra existencia colectiva la tonta de la casa. La cultura.
Babelia
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