¿Vendrá el Papa como un rey mago?
Casi toda la Prensa española engloba la próxima visita del Papa a los Mundiales-82. Realmente, se trata de un acontecimiento de resonancia, sea uno católico o budista, esté uno a favor del papa Wojtyla o en contra de la que se considera su involución. Yo aquí no entro ni salgo en estos juicios. Estamos en una democracia y hay libertad de expresión. Estoy también seguro de que este diario, en el que escribo, adopta una postura absolutamente liberal y democrática, tan poco frecuente en nuestra patria, que algunos han hablado de un hipotético anticlericalismo de EL PAÍS.Yo no lo creo; y la prueba es la facilidad que me ofrece para decir lo que quiero decir. Yo soy católico y, para colmo, clérigo de muchos años de ejercicio. Como es natural, veo con buenos ojos que el número uno de mi Iglesia se dé una vueltecita por aquí, nos conforte con su presencia, nos dé el tirón de orejas que merezcamos y nos estimule a seguir adelante en la reforma de nuestro catolicismo, tremendamente influido por el Concilio Vaticano II.
Pero los últimos viajes del Papa polaco han estimulado nuestra imaginación y han abierto nuestra esperanza. ¿Vendrá Juan Pablo II como un rey mago, a ponernos un magnífico regalo en la inmensa bota hispánica que se colocará en este indudable balcón de Europa?
Yo creo que sí. Aún más, se le pedimos ya de antemano. ¿De qué regalo se trata? Pues muy sencillo. Un buen amigo mío y colega, Federico Mandillo, que acompañó como corresponsal al Papa en sus dos viajes polémicos (Pólemos en griego quiere decir guerra), nos narra así una confidencia pontificia hecha en la cabina del mismo avión de regreso: "El Papa ha concebido estos dos viajes (Reino Unido y Argentina) como un único itinerario: una predicación de paz y de amor cristiano en dos países empeñados y atormentados por una guerra absurda. Ya que toda guerra, especialmente hoy, es absurda e incluso un delito contra la humanidad. El mismo quiso repetírnoslo en el avión que nos transportaba desde Cardiff a Roma, el 2 de junio, después de seis días de predicación en el Reino Unido. Un colega alemán le había planteado el problema de la guerra justa, según santo Tomás de Aquino. Y el Papa contestó:
"Quizá, en tiempos de santo Tomás, este planteamiento podía no tener graves consecuencias. Pero hoy es distinto. Toda guerra es injusta; aún más, es un delito".
La guerra santa
¿Por qué el Papa no nos da la sorpresa y se trae en cartera la bomba de la paz para que estalle bonitamente en este espacio ibérico, donde la guerra llegó a ser canonizada como instrumento idóneo para predicar el mismísimo Evangelio? En efecto, no podemos olvidar que el cristianismo, a partir de san Agustín, se alejó de sus inicios absolutamente no violentos y llegó, a través de la doctrina del gran africano, a admitir que la guerra puede ser justa, siempre que se haga en legítima defensa. Tampoco podemos olvidar que, a pesar de esta concesión agustiniana, el cristíanismo nunca utilizó la guerra como instrumento de evangelización. Esto sólo empezó a ocurrir en la España católica y bajo la égida de sus Católicos Reyes. El hispanista francés, H. Méchoulan observa, con datos y cifras en la mano, que una España que en nombre del catolicismo extirpó el islamismo, se quedó con lo menos importante y positivo de éste: la guerra santa. Esa guerra santa que había hecho de todo fiel musulmán un militar, un combatiente de Dios, hizo lo mismo con el soldado de Felipe II que defendía en Flandes la pureza del catolicismo.
España ha sido desangrada por multitudes de guerras, y en todas ellas se ha intentado, no solamente justificar, sino canonizar las motivaciones que las hacían estallar. Ya es hora de que paguemos, nuestro tributo a la historia.
¡Qué maravilloso sería que el Papa repitiera solemnemente en España esa valiente afirmación: "Toda guerra es injusta; aún más, es un delito"!
Lógicamente, para que este pregón de paz absoluta pueda ser escuchado, deberán callarse todos los instrumentos músicos que anuncian y acompañan las batallas, (deberán suprimirse todas las danzas militares que presuponen la necesidad de marchar para el combate, deberán esconderse, púdicamente, en los divanes los ornamentos que recuerdan la ineludible jerarquización de toda guerra.
Y, sobre todo, en el documento, que de nuestro Papa-mago esperamos, debería venir escrita con los firmes trazos de su caligrafia robusta la condena definitiva de la pena de muerte. Mientras sea posible que un hombre mate a otro legalmente, las guerras podrán encontrar algunas motivaciones que las justifiquen.
Pero el día en que una instancia ética, del prestigio y calidad' del Papa de la Iglesia Católica, afirme solemnemente que la pena de muerte es un sacrilegio, porque le roba a Dios el monopolio sobre el juicio y la vida del hombre, entonces la humanidad tendrá que avergonzarse de construir arsenales, de crear profesionales de la guerra, de ensalzar literaria y musicalmente las que la humanidad que agoniza a las puertas del siglo XXI se ha atrevido a llamar, nada menos que artes marciales.
Esto es ciertamente una utopía. Pero el Papa católico esperamos todos -católicos o no- que levante en alto la mayor y más esperanzada de todas las utopías que estimulan a la humanidad: que no haya más guerras, que se suprima, en absoluto, la pena de muerte.
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