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Tribuna:Estampas de una década
Tribuna
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Rolling del amor hermoso

Manuel Vicent

Sabía que estos señores traían consigo unos gorilas de cien kilos en canal, debidamente amaestrados, que en cierta ocasión aplastaron con un bate de béisbol el cráneo de un muchacho hasta rematarlo ante las cámaras. Eso la tenía muy excitada. Pensaba que la podrían violar contra una valla, que la manada de búfalos haría sobre ella una ceremonia ritual, y entonces el collar de perlas majórica, el camafeo de marfil y los pendientes de oro, arrancados a dentelladas, rodarían por la grada y serían aplastados por un rebaño calzado con botas de baloncesto. Aún así, aquella madre de familia numerosa, que tiene ya dos hijos colocados en la Administración del Estado, y el marido subsecretario, no quería perderse el espectáculo de los Rolling Stones. Había oído hablar de esas estampidas animales que se producen en los conciertos de rock. De pronto, se desprende una avalancha desde el segundo anfiteatro y caen mil fanáticos sobre tu hígado. O la policía se siente atacada por el mal de ojo de algún melenudo, comienza a cargar contra todo lo que se mueve y en un momento ya estás bajo los cascos de la caballería. O también puede pasar que llegue un drogado, te abra el vientre con un cuchillo de cocina y ofrezca tus menudillos a su dios. Ella optó por dejarse los aderezos de oro en el joyero y se vistió con unos trapos de Ibiza.En los altos despachos de los ministerios, en las dulces salas de estar del barrio Salamanca, en los roperos parroquiales, en los probadores de las boutiques de Serrano, en el té de Embassy, no se hablaba de otra cosa. Iban a llegar a Madrid los Rolling Stones. Eso no había que perdérselo. Algunas damas ilustres decidieron engarzarse una pluma de pato en la oreja; aquel director general pensó en llevar una mejilla traspasada con un imperdible, y el notario le pidió a su hijo los vaqueros cortados, los garfios, brazaletes, colmillos de jabalí, calcetines de lana, zapatillas de deporte y el chaleco con chinchetas. Ciertos modistos de alta costura habían trabajado hasta el amanecer hilando prendas desenfadadas, que no desentonaran demasiado en medio de la chusma; algo cómodo, ya sabes, suelto de sisa, con un nudo aquí, que te deje libre el solomillo. Detrás de las largas mesas de nogal, en los consejos de administración, después de hablar un rato de lignitos, saldos de cuentas, reservas de capital y créditos bancarios, también hubo algún consejero delegado que sacó el librillo de papel Abadie y se puso a calentar la china con el Dupont de oro macizo.

-Han llegado los Rolling. ¿Le apetece a usted un canuto?

-Bueno.

-¿El señor presidente va a ir al concierto?

-No lo dude. ¿Cómo se fuma este chisme?

-Dé usted una calada lenta, señor presidente.

Ah.

-Ahora retenga el humo en los pulmones lo más posible. Es el rito. Tiene que ser todo muy suave. Después pase la colilla al primer vocal.

-Esto sabe a aquel cuarterón de entreguerras.

-¿Cómo ve la crisis?

-Oh, muy interesante. Son buenos chicos estos Rolling.

Cuando los Rolling comenzaron a agitar la pelvis hace veinte años, los que hoy son jefes de negociado, registradores de la propiedad, diputados, ejecutivos, subsecretarios, consejeros delegados, presidentes de consorcio y madres de familia numerosa bailaban con la panda en la veranda del chalé en la sierra, descubrían los primeros desnudos en las calas, asaban sardinas de madrugada en la playa después de la juerga, iban en motocicletas por Moncloa con una panameña en el portaequipajes o preparaban oposiciones en babuchas, con la pretina del pantalón desabrochada, memorizando un tema de Derecho Civil por el pasillo, mientras el rock de estos muchachos llenaba ,el patio interior desde el tocadiscos de aquella vecina de los leotardos, que hacía yoga en el alféizar de la ventana y se ponía cabeza abajo, colgada de las corvas en la cuerda del tendedero, como una pieza más de la colada. Pero el otro día no sólo había un frenesí entre subsecretarios por ver a los Rolling. Aparte de la nostalgia cuarentona de recuperar el sonido de aquel patio de la casa de huéspedes, corría por la ciudad una furia desatada, un ajetreo de entradas, llamadas de teléfono y grititos de histeria entre el personal con varices, que llegó hasta la sacristía de San Ginés, y las señoras que meriendan a media tarde pasteles de fresa en la cafetería California también se dieron un toque rebelde en el moño y se fueron para allá. Lo peor eran las avalanchas, porque estos jóvenes de hoy, con eso de las drogas, se pueden convertir en unas fieras.

Hacía un calor inmisericorde y parecía que llevabas un par de huevos fritos en el pescuezo. Producía cierta sorpresa no encontrar de camino un poblado de negros, una plantación de cocoteros, manigüas y cafetales; aunque, bien mirado, el fuego que caía no era tropical, sino de desierto, cosa de camellos bajo un hálito de siroco. Y, en efecto, había camellos alrededor del estadio, pero no muchos más que en la puerta de cualquier instituto de segunda enseñanza. Por otra parte, la clientela era la misma. A las cinco de la tarde, grandes bandadas de jóvenes con chalecos de músculo, chicas con merienda en la tartera, con gorros, pegatinas, biquinis, botellones de plástico, pantalones cortos, escarapelas de colores, los poros abiertos sudando pasta solar, iban con la sotabarba levantada sobre el cogote de enfrente por el asfalto reblandecido en dirección al punto de la romería, y el caldo del Manzanares hervía los mosquitos en un baño podrido bajo las pasarelas, repletas de cofrades sin camisa entre ambulancias, cordones de policía con metralleta y gorilas con garrota. Mi reino por una coca-cola familiar. Ese era el deseo más morboso y secreto del rebaño dentro de la olla. Nada de marihuana, ni cocaína, ni heroína -quita, quita-, sino agua de la fuente, aunque fuera de la cisterna del lavabo, bombón helado, refrescos de naranja y limón, caramelos de menta y pipas de girasol para escupir contra la nuca de abajo; algo fresco que echarse por la espalda, todo, más inocente que un cubo, que ese mismo cubo que los terribles guardaespaldas, con una sonrisa de amor, arrojaban sobre la multitud agostada. Era la única droga que había allí frente al tinglado del escenario, un andamio de tubos como los que levanta la empresa Mundus para revocar fachadas, por donde trepaban criados anglosajones colgando telones ingenuos con dibujos de instrumentos musicales de juguete y haces de globos para soltarlos en el instante del número bomba. Pero el estadio comenzaba a abarrotarse con la mejor carne mortal de Madrid. Y eso era un espectáculo realmente hermoso.

Los Rolling traen las guitarras afinadas por la NASA, los micrófonos sensibles como glandes electrónizos, altavoces que son túmulos infernales, cables para un viaje espacial y la mitología de aquella década prodigiosa, cuando estos, bestias enseñaban el culo en el suburbano, hacían el amor en las aceras y se descoyuntaban vertiendo alaridos de sexo y droga en la pechuga de la burguesía. La multinacional del ruido sincopado ahora los ha convertido en pienso compuesto, aunque por encima de los rayos láser está ese acontecimiento de la naturaleza que forma todavía el público. Ver un estadio lleno de jóvenes, las gradas rebozadas de cuerpos elásticos, el césped hirviendo de brazos bajo las descargas de música, que te machacan el cerebelo con sucesivos martillazos y una adorable pubertad de treinta años que quiere subir a la estratosfera a bordo de un grito desaforado es un espectáculo muy intestinal. Vale 2.000 pesetas.

Pero no había llegado la hora y aquello era simplemente una fiesta social -mitad concentración mariana, mitad romería del bollo- que se cocía a fuego lento, y un olor de carne chamuscada se extasiaba en las vallas, en las tribunas, en los anfiteatros. Había que hacer algo duro para entretener a tanta gente. Parece ser que el cerebro electrónico, regido desde la casa madre en Nueva York, tenía una buena idea. Bip. Bip. Bip. Soltad globos y que los niños jueguen.

-Oh, mira, qué maravilla.

-Son globos.

-Sí, son globos de verdad.

-Es fantástico.

Una docena de globos king size flotaba sobre las cabezas, y la felicidad herbórea, con un candor de parque infantil, comenzó a extenderse por todo el recinto. En seguida llegó el número de la manguera. Unos tipos cuadrados, como levantadores de pesas, regaban a los neófitos por encima del foso de cocodrilos que separa del escenario el testo del barullo. Y ellos cantaban: que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva. Angelitos míos. Eso pensaba aquella madre de familia numerosa en el asiento de grada, con el traje ibicenco empapado de sudor y coca-cola. Para ella era muy sorprendente que todavía no hubieran matado a nadie. Tenía entendido que en esta clase de actos siempre se producía una ceremonia ritual. Lo había leído en alguna revista. Un barbudo con dos brasas en los ojos, rodeado por los compinches de comuna, cogía a una niña rubia y la sacrificaba con siete navajazos a cualquier divinidad oriental. Eso todavía no había pasado. A su espalda se oían voces de bombón helado, chicles, caramelos. La gente se echaba agua bendita. Entonces la mujer encontró allí a una amiga del ropero.

-Cuqui, cielo.

-Hija, ¿qué haces aquí?

-Ya ves. Roberto está en el palco con la ministra. Me ha traído el mecánico. ¿Con quién has venido?

-Con los hijos. Los he perdido por ahí. Lo mismo están fumando porros, los muy tunantes.

-Hija, qué cosas dices.

-Hoy, ya sabes.

-Tampoco te pongas así.

A veces llegaba un ramalazo de marihuana. La fumaba un señor con barba de Lanza del Vasto y pinta de sociólogo de San Diego, de California. Cuando en esto comenzaron a tocar los teloneros y la cacerola se puso a hervir. Estaban muy bien. Parecían gatos rabiosos. Y sin darse cuenta, la madre de familia numerosa se sorprendió a sí misma agitando la patita. Marcha, mucha marcha. A su lado bailaba una espléndida muchacha con biquini y botas rojas. Algunos chicos percutían guitarras imaginarias contra el vientre y torcían el cuello como si el muelle de la cervical les hubiera saltado en pedazos. El público agitaba los brazos y gritaba a su aire o se mordía la lengua de gusto.

-Es bonito.

-Sí.

-Y no parece peligroso.

-No.

-Lo que pasa es que a estos niños les sobran muchas hormonas. En algo se tienen que desfogar.

-Dicen que lo peor viene después.

-¿Ah, sí?

-A la salida. Tú ponte al lado de un guardia por si acaso.

Allí había un guardia marcando el ritmo con la bota, y la metralleta le trepidaba en el antebrazo; eso quiere decir que la música lo envolvía todo en aquel momento: las botas de los maderos, el relincho de los caballos, los camilleros de la Cruz Roja, los conductores de las ambulancias, 100.000 cuerpos en plenitud de facultades, que hacían vibrar la musculatura con chispas en los cartílagos, De otra forma, en las concentraciones de Fátima sucede lo mismo. Allí un gentío lleno de fervor canta: "El 13 de mayo, la Virgen María, bajó de los cielos, a Cova de Iría". Y enciende su velita, llora, pide la salvación se hace un exorcismo pataleando sobre su alma. Tal como van las cosas, algún día llegará el rock a la explanada de las basílicas Los profesores de filosofía afirman que esta música es sedante y liberadora, una purga que te echa los diablos del vientre. Dentro de poco vendrán los sacerdotes y, después del concierto, darán la comunión.

Ahora los teloneros han callado. La multitud parece relajada con la primera embes Pasa a la página 12

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tida. Todo el mundo vuelve a pastar bombón helado, chicle y caramelos de menta; se abreva con coca-cola y pide agua como en las rogativas. Los héroes tardarán otra hora en llegar, mientras los criados anglosajones arreglan andamios, tiran cables, martillean las tarimas, asientan los aparatos y prueban los micrófonos. Todo en regla. ¿Quién manda aquí? Por lo visto, aquí todavía manda Dios, que puede convertirse en el mejor batería del universo cuando le da la gana. Porque las cosas estaban así en aquel instante supremo. El estadio aparecía crepitando bajo el bochorno, había moscas cojoneras por doquier y olía a humedad eléctrica. Desde la casa madre de Nueva York, el ordenador IBM dio la señal. Bip. Bip. Bip. Arriba el periscopio. Ya puede salir ese muchacho. Pero a Dios también le divierte ser un rockero duro y empezó por su cuenta a tocar el bombo allá arriba. De pronto, los cielos se abrieron; los efectos especiales, con centellas encabritadas y truenos que no los mejora la casa de discos RCA, pusieron aquello en estado de coma, y entonces, bajo la tormenta, se apareció Mick Jagger, quebrando su raspa de arenque. Centenares de globos fueron liberados del nudo, y el fiero chaparrón de julio se mezcló con esos productos de verbena, y aquel dios de cincuenta kilos, de 38 años, vestido de toldo playero, con un guante de boxeo ahí, en las partes, se entregó como alimento a la multitud. Fue el alarido de un gol, que duró dos horas exactas. Y el héroe de todos hacía en la pasarela, sobre el foso de cocodrilos, una tabla de gimnasia, un poco loca si se quiere, pero no lo suficiente para que se oyera por el altavoz ningún crujido de huesos.

-Parece simpático.

-Lo es.

-Yo lo imaginaba más grande. -Qué va.

-Y mucho más burro.

-No está mal.

La madre de familia numerosa sintió cierta malvada decepción al comprobar que el tiempo pasaba y allí no sucedía nada que no estuviera previsto, reglamentado y revisado en consigna. No dejaba de reconocer que el espectáculo tenía una belleza moderna, sobre todo cuando el estadio agitaba la tupida plantación de brazos, que los focos iluminaban al sesgo, y 100.000 gargantas gritaban aterradoramente los deseos subconscientes de la tribu. Incluso llegó a emocionarse con el número de las cerillas. Aquello le recordaba la procesión de Lourdes, aquella vez que fue allí a cumplir una promesa y de regreso, por Andorra, se trajo una vajilla de duralex. Sin duda, esta generación era más sana. Eso también lo había oído decir a un psiquiatra sobrino suyo. Ella se moría de ganas por ver a un drogadicto de cerca.

-¿En qué se nota?

-No sé. En los ojos.

-¿Cómo?

-Los llevan colorados, como en los catarros.

-Yo no veo nada.

En el palco estaba la ministra de Cultura con otros probostes del ramo de la cultura; la mujer del presidente del Gobierno, rodeada de gente con corbata y pasador de platino. Un friso de metralletas guardaba el cercado, y allá abajo cantaba un señor rebelde con cien millones de dólares en el riñón, y toda la juventud de Madrid era legítimamente feliz aquella noche, entre saltos, brazadas y cañonazos guturales, con el mito recuperado a un tiro de piedra.

No hubo muertos, heridos ni ceremonias rituales que no vinieran en el programa de mano.

Mick Jagger, en la última canción, salió disfrazado de tabacalera española o de puerta de estanco y cantó Satisfacción con gritos de ¡viva España! y besitos, muá, muá, a los suyos. Después hubo un castillo de fuegos artificiales -la cuarta parte que en una verbena de barriada-, más globos, música de Wagner, entre tronadores y alaridos de todo el mundo es bueno. Pero la fiesta la ponía el público.

Llega un momento en que la multitud produce un salto cualitativo y, entonces, la electricidad que emana de 100.000 cuerpos jóvenes crea una carga magnética, y dentro de ella vale todo, un globo, dos globos, tres globos, un cohete, un mechero encendido, un bote, dos botes, tres botes, carroza el que no vote a Mick Jagger for president. La madre de familia numerosa estaba radiante.

Había asistido a un concierto de los Rolling, se sentía más joven, quería hacer el amor con todos los muchachos del mundo.

-¿Te ha gustado?

-Oh, es increíble.

-Son buenos.

-Adorables.

La multitud iba abandonando las gradas,

ocupó las pasarelas con orden, se vació por las calzadas con la cabeza baja; y, entonces, pasó la sirena de la Policía y el coche que llevaba a la ministra de Cultura Soledad Becerril dentro.

Por la ventanilla, ella bendecía a buenos rockeros, que duermen mucho.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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