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Tribuna:Estampas de una década
Tribuna
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El signo la patada

Manuel Vicent

Nada se puede hacer cuando se tiene la suerte de cara. Desde que el balón se puso en juego con aquella horterada de sindicato vertical en Barcelona, estos once maniquíes de El Corte Inglés han combatido ferozmente con el corazón en el gañote para ser eliminados de la competición. Querían darnos esa alegría, pero no es fácil dejar en la cuneta a un equipo que lucha a muerte buscando la propia humillación, porque el masoquismo es una fuerza creadora. Por otra parte, está la adversidad. Nadie podía prever que los jugadores de Honduras se conformaron con un empate. Era imposible imaginar que el odio de un árbitro, en el partido contra Yugoslavia, llegara a la desfachatez de pitar un penalti antirreglamentario a nuestro favor; que López Ufarte, en un momento de inspiración, lo fallara y que aquel odio fuera tan persistente que obligara por las malas a otro maniquí a repetirlo hasta que el balón llegara a su destino. Después los irlandeses se empeñaron en detener sádicamente la puntilla en lo alto, cuando estos chicos ya habían puesto la cerviz en su sitio a la espera del golpe mortal, que los llevaría a hombros del público hasta la acequia más próxima.Aquella tarde algunos patriotas lúcidos esperaban un gran suceso para España, la gloria de la hecatombe, el resplandor de una derrota lo más deshonrosa posible. No hubo suerte. Nuestra selección nacional, lejos del desastre absoluto, que es lo mejor en estos casos, fue redimida a medias por la chapuza y salvó la primera fase de la eliminatoria del campeonato dejando pelos en la gatera, pese a su esfuerzo tenaz por quedar envilecida. Pero esto, al parecer, es el deporte. En el fútbol la pelota en un elemento racional impulsado por veintidós cerebros imprevisibles, que nunca se sabe por dónde van a salir, aunque el aficionado español es consciente de lo que puede esperar de los suyos. El balón está programado para no entrar en la portería. Y estos chicos de El Corte Inglés juegan con la misma idea que el balón.

Fuera del estadio la cosa va bien. Esto parece un entierro de tercera. No han llegado las crujientes multitudes, que te obligan a pedir hora en el urinario público. Tampoco se han reventado los tabiques de los hoteles ni hay prostitutas colgadas en el perchero de los restaurantes. La calle no hierve de trapos, gorros de papel y bocinas, ni las hordas avanzan sobre un pastizal de envases de refrescos. Las salas de masaje están de rebajas y la multinacional de pipas, cacahuetes y bombón helado se ha reunido en sesión de emergencia. Los dirigentes de este país esperaban la explosión. Ellos vendrán volando y lo llenarán todo, burdeles, conciertos, bares, gradas, parques, comedores, tiendas y espectáculos. Saltarán las taquillas, se abatirán las vallas, el gentío trepará por los muros y acabaremos todos con los bolsillos atiborrados de dólares. Pero este Mundial de fútbol hubiera sido lo más parecido a un congreso de farmacéuticos, si no llegan a acudir ciertos seguidores ingleses que beben cerveza, eructan brutalmente bajo el sol y son acuchillados al anochecer.

Se ven algunas bandadas de nórdicos descamisados con macuto de ave migratoria y la tripa amarilla. Los brasileños bailan la samba en el asfalto. Eso es todo. Este campeonato de fútbol sólo es una fiesta familiar en torno al televisor.

-¿Quién juega hoy?

-Polonia contra... No recuerdo.

-Invita a alguien. Haré una tortilla de patatas.

-¿Llamo a los primos?

-Pondré también un gazpacho. Y de postre, albaricoques, que están en oferta.

Patatas, gazpacho, tiros en el postre, tortilla de patatas, primos de Albacete, goles, penaltis, albaricoques, zancadillas en el área, el televisor lleno de muslos aceitosos, el carrito de los licores, el cubo de hielo, el marido pegado a la pantalla como un mosquito, ésos son los signos de un combate de fútbol con una ama de casa reinando en delantal de cocina entre invitados.

Entonces los once maniquíes de España aún se estaban criando como chotos en el pasto húmedo de El Saler, junto al mar de Valencia. Los cuidadores les daban friegas cada hora, se les veía felices en la dehesa con el pesebre lleno de vitaminas, mientras los patriotas planchaban la bandera y hacían gárgaras con ponches de pólvora para aclamarles en las gradas del estadio. Sus músculos iban a representar los valores de nuestra raza. Cuanto más canijo se es o más quesos de bola se tiene en los riñones, más se ve uno sublimado en estos gloriosos guerreros de calzón corto, camisola ardiente, reflejos de linimento en las rótulas y botas de cabritilla. Los españoles somos gente de cuello corto, tirando a bajitos y con la boina en la ceja. Era una hermosura contemplar a estos muchachos sueltos por el campo, tan elegantes con la greña venteada de ozonopino, haciendo flexiones. Te daba un pasmo de gusto cuando veías a estos dioses con un biter-kas en las fauces doradas por encima del atasco encaramados en la valla o vestidos con trajes de la segunda planta, sección caballeros, de unos grandes almacenes elaborando jugadas de anuncio con el balón para demostrar lo elástico de la sisa, lo flexible de la pretina o lo suave del pliegue. Hoy los héroes se alimentan de piensos compuestos, y si Hércules hubiera sobrevivido a la gripe de aquel año en Grecia, también habría anunciado una marca de calzoncillos. Los atletas de Olimpia en aquel tiempo representaban casas de aceite y barberías de pórtico. Los españoles se sentían representados en los quiebros de López Ufarte, en los vuelos espaciales de Arconada, en los músculos abductores de Quini, en el triángulo scarpa de Gallego; y esa tarde, en la mesa del centro, también había muchas cosas que picar: almendras, panchitos, rodajas de salchichón, y gran variedad de licores. La luz del televisor doraba en la media penumbra del hogar diez millones de aperitivos, meriendas, hervidos familiares, sémolas del abuelo, merluzas de régimen y sopas con estrellitas.

-Quédate a cenar, oye.

-Ese defensa es un leñador.

-¿Quieres tomar algo?

-Dame un whisky.

-Qué bestia es ese tío. Sírvete tú mismo. En el descanso os daré una sopita.

-Aquí tienes avellanas.

-Acércame el hielo.

-Juanito está fatal.

-¿Os apetece un par de huevos fritos?

-iiGol!!

El gol era en contra, naturalmente. Y, en ese momento, los irlandeses iban por allí como búfalos radiantes despidiendo trallazos, que sembraban el terror en quince metros a la redonda. Antiguamente, el fútbol era un deporte de mucho coraje, pero ahora se ha convertido en un juego intelectual; no hay más que ver las piemas de ese asesino. En aquella época, según dicen, los españoles se tiraban en plancha contra la punta de la bota del enemigo. En cambio, éstos confunden la furia con el barullo, se regatean a sí mismos y caen sentados del susto cuando viene el contrario con el lanzallamas. Se supone que hoy ninguna pasión es suficiente para vencer. Hay que saber trigonometría, como se ha demostrado en las Malvinas; pero a los irlandeses les bastó con la regla de tres. Y cuando la humillación alcanzó la cúspide y se vio claro que ellos no demostraban un interés especial en apuntillar a los españoles y todo el país tenía la sopa atragantada, en el corazón de algunos patriotas de colmillo retorcido comenzó a brillar una luz. Con un poco de suerte, el balón de los irlandeses podría entrar otra vez en nuestra portería, aunque fuera de rebote, y entonces España quedaría eliminada, el pesimismo nacional estallaría como una flor en el estercolero y, de eso, a lo mejor nacía otra generación del 98.

Este país ha sido grande en Otumba, en Trafalgar, en los naufragados maderos de la Invencible, en aquel gol que falló Cardeñosa en otro mundial, en el modo de perder las últimas colonias cuando los yanquies nos quitaron Cuba como se roba una cartera en el tranvía, en el desastre de Annual, en la muerte de Manolete. Si después de preparar este tinglado de fútbol de forma tan zarrapastrosa y de haber dado al mundo una imagen de territorio tercermundista con este jolgorio de negocios sucios y trampas de pícaros llega un equipo de segunda y nos echa a patadas por la puerta falsa antes de comenzar la función, se hubieran oído llantos, estertores y crujidos de dientes. El lloriqueo nos va. España siempre ha hecho de las grandes derrotas una obra de arte, porque aquí el pesimismo es una moral.

-¿Usted cree que de ese desastre hubiera salido otra generación literaria?

-Ni eso.

-Vaya por Dios.

-Y la culpa la tiene el Naranjito, que es gafe.

Finalmente, la selección nacional fue salvada por la chapuza, como siempre sucede. Los patriotas se guardaron las banderas, en la plaza de Valencia se quemó una falla en honor de nada, los héroes salieron con el rabo entre piernas bajo los insultos de la clientela, en el cielo de la ciudad los fuegos artificiales iluminaron durante media hora la gloria ratonera de once maruquies de plástico y, los más siniestros parroquianos se relamían pensando que esta panda de baldados la próxima, vez no se iría de vacío. Alemania dará buena cuenta de ellos.

Pero no todo el mundo halla el placer en la catástrofe. Hay redentores con navaja que buscan la solución en los callejones de la historia y después sonríen sádicamente en el juzgado de guardia mordiendo el filtro del cigarrillo. Desde luego, este campeonato no es un congreso de farmacéuticos y en Madrid aquella noche jugaban ingleses y alemanes un partido paralizado por el miedo, que no era exactamente una pelea con el balón, sino un cálculo algebraico contra el azar. Hacía un calor alcanforado en el asfalto y los sudorosos hinchas biritánicos estaban cumpliendo los ritos de la tribu, como otras veces. El fútbol para ellos es un problema de fuerza y geometría, en medio de una bacanal. Jóvenes ingleses en bañador, con la barriga llena de cerveza, llevaban banderas, gorros, escarapelas con, los colores de su horda, gritaban, escupían, vomitaban y se despeñaban en la avalancha de la orgía según la tradición. Después de todo fue una acción sin importancia, una cuchillada de nada, que se realizó con la brillantez habitual en estos casos.

Sobre el sopor de la acera ellos venían aullando sin camisa, con la piel hervida por el sol de todo el día y les salía espuma de cerveza por las orejas. Era suficiente. Otros muchachos españoles subían planchados, con mucha condecoración de: hebillas y herrajes, cueros, fijador y guanteletes alzando la bandera de la patria. Llegaron hasta allí para exigir a unos hinchas ingleses borrachos que les devolvieran Gibraltar ahora mismo. No hubo forma de entenderse.

-Eh, tú.

-¿Es a mí?

-A ti te digo.

-Qué pasa.

-Gibraltar español.

-¿Qué?

Y de pronto la navaja brilló en la noche como el vientre de una sardina. Cuando el inglés se quiso dar cuenta ya la tenía dentro. Es una manera como otra de ganar un partido. Y entonces comenzaron a ulular las sirenas de la policía cuando la multitud salía del estadio comiendo pipas de girasol y en las gradas había quedado un pasto de cascos, cucuruchos y orínes de cerveza sobre una masa de bombón helado.

Era muy dulce la noche de Madrid. Las salas de masaje hacían rebaíjas a los alcaldes de pueblo, guerreros con macuto dormían en los bancos de los parques, cantaba Plácido Domingo, darizaban las bailarinas en los tablados, la Casiopea se veía sobre las acacias, en los sótanos otras brillantes estrellas de la madrugada agitaban el culo en honor de los forasteros, los bares tenían la puerta abierta por donde entraban y salían banderas ebrias, bandadas nórdicas con garrafas. Pero el gran espectáculo tuvo lugar en un balcón. En ese instante pasaba por allí el camión de la basura y el brigadier fosforescente, al oír las risotadas, levantó la cabeza.

-¿Ves lo que yo veo?

-Sí.

-Son ingleses.

-¿Qué hacen?

-Eh, oiga.

-Hijos de perra. ¿Pero, te das cuenta?

La función seguía en aquel balcón del hostal. Unos ingleses desnudos se estaban masturbando entre carcajadas bajo el firmamento y luego se limpiaban las partes con la bandera española en plan de macabro homenaje. Bueno, Madrid es una ciudad internacional, ellos eran jóvenes, hacía mucho calor aquella noche, aquí la cerveza es barata, horas antes acababan de ser acuchillados unos compatriotas, puede que estuvieran borrachos, pero los huesos de Agustina de Aragón se estreincieron en la tumba. De modo que había que llamar a la policía. Y a partir de ahí se desarrolló esa escena que tanto gusta a los insomnes que pasean el perro de madrugada. Al día siguiente la cuentan en la oficina.

-Anoche hubo jaleo en el barrio.

-¿Qué?

-Unos gamberros ingleses que se masturbaban con la bandera.

-¿Con cuál?

-Con la tuya.

-Cielos.

-Llegó la policía y comenzaron los estacazos.

-Esa gente es dura de pelar.

-Todavía insultaban cuando los agarraron del gaznate y los metieron en el caldero.

-Se ve que no entienden nada.

En algunas tiendas del Reino Unido venden rollos de papel higiénico con los colores del Union Jack, o sea, que cualquier ciudadano británico tiene derecho a limpiarse el pliegue con el símbolo más sagrado de la patria. Aquí no somos tan ligeros y el alcalde de Móstoles a la mínima se revuelve en el toril. Son cosas que trae la vida moderna, rescoldos de la libertad. Eso se arregla con un simple atestado y cuatro legajos de comisaría. En el calabozo dan sopa paisana, incluso a los que ofenden a la bandera.

Pero en los campos de fútbol hay establecida una batalla más difícil y la selección española va a necesitar también la ayuda de los geo para ganar a Alemania y a Inglaterra. Aunque este Mundial es sólo una fiesta familiar. Rummenigge, Maradona, Platini, Zico y Keegan son muñecos estelares, sólo televisivos, que se mezclan cada día con el hervido del hogar, con la sémola del abuelo, con el biberón del niño. La pantalla lanza héroes sobre la mesa puesta y el campeonato de fútbol ya es como rezar el rosario en familia.

Al caer la tarde las calles están vacías. Los estadios también están vacíos. En el aire silencioso de la ciudad se extiende un ectoplasma de parafina. Todo incita a creer que este campeonato de fútbol no existe en la realidad, que sólo es un anuncio prolongado de la televisión. Se ha trenzado en las ondas un lenguaje de signos a través de las patadas, con un balón volando a modo de objeto celeste no identificado, con veintidós señores arrancados de las vallas publicitarias que beben biter-kas o visten prendas de la segunda planta, sección caballeros, en unos grandes almacenes o se afeitan con una crema determinada. Llega el momento de la verdad, ese de la carta de ajuste, que conecta con un estadio fantasma y todo el mundo se recoge en un salón-estar-comedor en las cuatro partes del planeta. El marido soviético, argentino, alemán o japonés, queda pegado al televisor como un mosquito y las amas de casa en cualquier punto de la tierra reinan en delantal de cocina entre los suyos ante un espectáculo irreal.

-¿Quieres tomar algo?

-Un whisky.

-¿Con agua?

-iiGol!!

En el televisor España juega contra Alemania. Once maniquíes de El Corte Inglés se mueven conectados directamente con la conciencia de la patria. Pero no existen en la realidad. Este campeonato sólo sería una fantasmagoría si algunos hinchas no fueran acuchillados o se masturbaran en un balcón.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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