Cien años de Igor Stravinski, el músico que da nombre a un siglo
Hasta sus últimos años fue símbolo de la capacidad creativa de un artista
Celebra el mundo, durante todo este año, el centenario de Igor Stravinski, el músico más emblemático del siglo XX. Nació en Oranienbaum, un pueblecito cerca de Cronstadt, el 5 de junio de 1882, para los rusos, y el 17 o 18 para nosotros. Esta diferencia de un día viene explicada por el decalage de veinticuatro horas por siglo, propio del calendario juliano con relación al gregoriano, lo que hacía decir al bien humorado autor de Petruchka que, pasados 23.360 años se habría convertido, más o menos, en su propio nieto.Hasta poco antes de su muerte en Nueva York, el 6 de abril de 1971, Stravinski siguió trabajando, siquiera fuese en obras menores, pero nunca carentes de valor y significación. Y hasta sus últimos años mantuvo una actitud interesada por todo fenómeno cultural que le llevaba a un máximo de lecturas y de información. "Todo le interesaba", recuerda Alejo Carpentier, "los tratados de teología la poesía de Mallarmée, las novelas, crónicas y memorias, algún que otro escrito filosófico, las aventuras policiacas de Simenón". De lo que nos dan, no sólo exacto, sino incluso exagerado, testimonio los diálogos con Robert Craft. (Conviene no olvidar la intervención de sus colaboradores en los escritos stravinskianos: Craft en las reflexiones de los últimos años; Roland.Manuel, en la Poética musical.)
Los estilos
Gustan los críticos e historiadores musicales -especialmente a partir del Beethoven, de Leriz- de aplicar a la, evolución de los compositores un sistema analítico dividido en tres etapas o estilos. No se libró Stravinski de la regla, y así fueron largamente comentados su estilo nacionalista o ruso, su etapa neoclasicista y su período de América, al que hubieron de añadir, a título de gran coda, el acercamiento e incursión en el serialismo derivado de Schoenberg.
El procedimiento hace aguas en el caso de Stravinski. Estamos ante un inventor musical cuyo mul tiformismo aparece controlado y decidido por la fuerza de su personalidad. Puede el compositor acudir a melodías y ritmos populares de su país (de los que, por cierto su obra está cargada), puede aprovechar unos temas de Pergolesi partir de unos aires de rag o de jazz, de la polifonía de Gesualdo, del modelo arquitectónico bizantino de San Marcos de Venecia o de la aparente rigidez de una serie de doce sonidos. Al final, el verbo stravinsklano se impone con carácter determinante, tanto en la idea como en la realización.
Muchos comentaristas han llenado miles de páginas tratando de dar con el secreto de la música de Stravinski. Empeño vano: el secreto escapa tras la imagen definida y permanente. Una cosa es cierta: la poderosa influencia del músico sobre sus contemporáneos. Durante varias décadas, cada nueva apor tación stravinskiana -las sorpre sas aludidas -por Casella- provo có una onda capaz de remover el ambiente y de hacerse pensar a los compositores sus planteamientos. En esto, como en otros muchos as pectos, el paralelo Stravinski-Picasso puede justificarse.
Artesanía
En toda su obra, desde su primer ballet, hasta Requiem canticles la creación stravinskiana está fundada sobre un soberbio hacer artesanal y en la consideración de la música como arte autónomo, aun cuando se trate de composiciones apoyadas en argumento literario. Si el creador de la fabulosa trilogía de ballets -El pájaro de fuego (1910), Petruchka (1911) y La con sagración de la primavera (1913) pudo alcanzar análoga perfección en las Canciones japonesas (1913), Renard (1917), Pulcinella (1919), Las sinfonías, La misa (1948), el Canticum sacrum (1956), El diluvio (1962), o Abraham e Isaac (1964), ello se debe al pensamiento musical autonómico del compositor. No en vano, cuando le preguntaron si pensaba en Grecia al escribir Apolo y las musas, Stravinski respondió con sequedad: "No. Pensaba en una orquesta de cuerdas". Respuesta que anticipa la conocida de Picasso sobre el Guernica: "El caballo es un caballo, la mujer es una mujer, etcétera".
Ni siquiera el trabajo rítmico, en el que la insistente repetición sustituye al desarrollo, o la elección de los colores (que comportan selección armónica e instrumental), permanece invariable a lo largo de la obra stravinskiana: de la herencia nacionalista de los tres ballets, de Mavra o de Las bodas al Septeto, la Oda, o los Cánones (a Dylan Thomas, a Dufy), por no citar los Movimientos para piano y orquesta o el Homenaje a Aldous Huxley, se ha realizado todo un proceso de desecación. Y en cuanto a los desarrollos, es indudable que en las composiciones de signo neoclásico Stravinski supo depurar, conservándola, la evolución lineal. Todo lo cual no quiere decir que el músico deje de considerar ciertos valores como fundamentales desde su perspectiva particular: las combinaciones acordales pueden ser masivas en La consagración y parcas en obras posteriores, pero en ambos casos el compositor las valora a su modo y de forma constitutiva. Pergolesi, Chaikovski, la danza, la representación, el mundo serial, funcionan como puntos de partida, tal y, como lo entendieron Adolfo Sallazar o Ernest Ansermet.
La última significación del genio stravinskiano, aquella por la cual adquiere supremo carácter emblemático, procede de una especial porosidad para captar el aire de cada tiempo, de una refinada intuición para situarse, como diría un orteguiano, "a la altura de las circunstancias". De ellas bebe el arte de Stravinski y a ellas devuelve, según qué período cultural, artístico y social, la síntesis de su obra. Ni deshumanizada, ni ajena a la expresión -como afirma el propio compositor en las Crónicas de mi vida-, sino dotada de una expresión nueva para una nueva sensibilidad: la de nuestro siglo, que en el futuro denominarán no pocos el siglo de Stravinsk
Babelia
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