Regreso a las fuentes
Hace más de veinte años, quizá cerca de veinticinco, estuve fugazmente allí, y esa fue, hasta mi regreso, la única vez. Recordaba yo un pueblo pequeño y orgulloso. Varias cartas, enviadas por su erudito párroco de entonces, Joaquín Bermejo, y hasta algún libro que les añadió, me habían informado sobre sus características.A través de la correspondencia intercambiamos nuestras respectivas curiosidades: yo quería saber del lugar de mis mayores, y a él le intrigaba el escritor, que desde el extremo del mundo lo acosaba a preguntas. Llegó por fin, en aquella ocasión lejana, la oportunidad de que yo viajase a San Sebastián y seguidamente a mi pueblo.
Mi pueblo guipuzcoano se llamaba a la sazón Villafranca de Oria; antes, por decisión del rey Sabio, se llamó Villafranca a secas; antes aún, Ordizia u Ordaitza; después de que por ahí pasé, hacia 1958, lo rebautizaron Villafranca de Ordizia, y ahora es Ordizia tan sólo. Vaya uno a adivinar en qué concluirá el malabarismo onomástico que parece entusiasmar a las sucesivas autoridades.
A mí, aunque mi primera visita fue muy breve (tal vez a causa de la ausencia pasajera y deplorada del padre Bermejo, mi mentor), me encantó Villafranca de Oria, y me prometí que volvería. Me sedujeron aquel recogido hechizo, aquel aire como de ensueño en el que se dijera flotaban los caserones; aquel río silencioso y puro. Y me conmovió conocer la casa de los míos, la más antigua, que junto a la iglesia permanecía en pie, con el escudo sobre la puerta, como tantos típicos edificios vascos, mezcla de fortificación y de cortijo rural. Y ahora, al cabo de dos decenios y de casi un lustro, he retornado.
Desde Bilbao, adonde había ido a presentar mi última novela, viajé en automóvil. Lo conducía el arquitecto Alfredo Gilli. Atrás dejamos la rica y tumultuosa ciudad, hundida en el vaho gris de sus industrias, que nuestra ingenuidad, cuando a ella llegábamos, nos había hecho imaginar como una densa neblina. Le dejamos, y a medida que poníamos distancia y se aclaraba el aire, ganábamos el verde, el amarillo, los colores, las ondulaciones de paisajes de sosegada hermosura, que alternaban los valles y las colinas, los bosques y los sembradíos, y que nos devolvían la seducción discreta y misteriosa de aldeas agrupadas en torno a companarios pastoriles. Estaba yo a cargo del mapa de rutas, e iba indicando las etapas cortas. Como suele acontecer, me extravié en la telaraña. De súbito, en medio de una alineación militar de idénticos edificios, resolví inquirir al capataz de una cuadrilla obrera, por la desvanecida Villafranca de Oria.
-Villafranca de Ordizia -me corrigió, irritándome un tanto-. Este es uno de los flamantes barrios de Villafranca.
-Pero..., ¿y la iglesia?
-Por allá.
Por allá..., en alguna parte, en el seno del amasijo invasor de construcciones simétricas, testimonios de existencias afanosas e iguales, mi Villafranca se escondía.
Retrocedimos, nos internamos en un laberinto de calles estrechas, e iba yo resignándome a pensar lo obvio, o sea que, por lógica, no sólo cambia la gente, sino cambian también los sitios, en momentos en que repentinamente avisté, disimulada, como si de intrusos se protegiese, la indecisa, eclesiástica arquitectura. Allá nos dirigimos, y en instantes reconquisté el rostro de Villafranca, su rostro oculto, como si enfrentándome con un amigo al cabo de años, luego de la sorpresa inicial redescubriera, bajo su nueva y desconcertante fisonomía, los rasgos esenciales, profundos, que me hicieron amarlo. Ahí estaba la iglesia que empezó por ser castillo, y en la cual se concretaban, como en el carácter de un ser humano, con el correr, de los años, los aportes de experiencias y linajes. Es románica, gótica y barroca. Probablemente yo lo soy también. Y ahí perduraba, a un lado, a punto de rozar los muros de la iglesia de Santa María, la casa de los míos, a modo de un gran cubo blanco, totalmente desprovisto de molduras, con el sombrero de tejas y la pequeña piedra heráldica por único adorno, y la memoria de que en el siglo XVI los señores del concejo en ella se reunían. Mirábala yo, extrañamente emocionado, cuando en su interior reventó un violento vocerío infantil.
La casa de Mújica (que allá se escribe inquietantemente Múxica) alberga, en la actualidad, la escuela y el correo, y en parte está ocupada por modestos locatarios del municipio, que la tiene en donación. Los niños chillones brotaban de sus aulas a la calle, a la abierta galería frontera del templo, felices de perseguirse a pelotazos mundiales, así que de su precoz dinamismo vascuence, nos refugiamos en la iglesia.
Bajo las altas bóvedas, el ruido moría; del coro, tan inesperada como el imprevisto berrear de los escolares, descendió, alegre, jacarandosa, una voz que cantaba en vasco. Era el sacristán quien acompañaba el ritmo de su plumero con vocalizaciones inspiradas, no siempre justas. Alrededor se desarrollaban el movimiento secular de las capillas, las losas tumbales, los altarcillos, las imágenes demasiado restauradas, los simples y elegantes arcos. Debí trepar lana adusta escalera para hallar al cura, quien no es ya el padre Bermejo, fallecido años ha, sino un miembro de su cabildo.
Al principio, y hasta que comprendió de qué se trataba y que mi insólita presencia extranjera no se vinculaba con el cobro de un nuevo impuesto, su actitud fue recelosa, pero luego cedió, se ablandó y se avino espontáneamente a servirnos de guía. Con él recorrimos la iglesia, y al preguntarle yo por la capilla de los Mújica, que me había mencionado el precedente párroco, historiador y filósofo, lo vi vacilar, porque era muy posible que nada recordase de ella, hasta que optó por elegir la de mejor aspecto, la que encierra dos bellos retablos del XVI, y se las adjudicó amablemente a mis antepasados, lo que no puedo menos que agradecer por su extrema cortesía.
Con el sacerdote fuimos a la plaza vecina, la del mercado franco de los miércoles, por concesión de la reina doña Juana, famosa víctima de Eros, y que está convertida ahora en un ágora techada, y en seguida el Ayuntamiento, cuyo joven y avispado secretario nos recibió, en ausencia del Alcalde. Desde ese encuentro fueron dos nuestros guías. Pregunté por los óleos que antaño ornaban el vasto y parco salón de la alcaldía, la obra evocadora, bastante inocente, de un pintor pueblerino, que de tela en tela fue narrando la historia de los hijos dilectos del lugar, y se me respondió, algo confusamente, que el edificio había sido restaurado, que los cuadros se ha llaban en algún depósito; que llegado el momento propicio recuperarían su ubicación de anecdóticos informadores, y por vía de consuelo me regalaron una revista de 19.50, en la que es tán más o menos reproducidos. Merced a ella se salvó de perder se, tal vez para siempre, el Mújica que salta al aborda e, posando como para un fotógrafo entre el humo, en la batalla de Gibraltar de 1621, y el Mújica medio mítico, que como en una escena de tablados de títeres, presenta ante los Reyes Católicos el monarca indígena a quien hizo prisionero en Gran Canaria. Al que por ninguna parte se ve es a ese don Juan Bautista de Múxica y Gorostizu, que de Villafranca se desgarró (como decían los clásicos) hacia 1870 para probar fortuna en el recién nacido virreinato del Río de la Plata, y que la primera vez que los ingleses pretendieron apoderarse de nuestro territorio luchó contra ellos por las calles de Buenos Aires como oficial del tercio de Vizcaya. No se le ve, pero por doquier lo veía. Le veía saliendo de su casa sola riega, entrando en la iglesia a rezar una postrera oración y largándose, muchacho aventurero, al temible mar y al ancho mundo. Lo veía despidiéndose de las casonas que siguen derrotando al tiempo -la de Barrena, la de Abaria, la de Arbisu, la de Ubillos, la de Gastduzar, la de Zabala-, y que desde el empaque de sus balcones lo observaban par tir, encrespadas las águilas, acechantes los leones y los lobos de los escudos.
Una de esas casas, enorme y vacía, nos hicieron visitar. Es la de los marqueses de Argüeso, que en 1980 y con harto sacrificio el Ayuntamiento adquirió, a más de su huerta, su arboleda y anteplaza, para sede futura de la biblioteca, salas de música y de conferencias y pequeño museo: en una palabra, para que en ella se afinque el centro cultural de Ordizia. Y también ahí, mientras nuestros pasos retumbaban de habitación en habitación, creía yo recapturar la cara perdida de mi tatarabuelo en los espejos moribundos y distinguir el temblor de su fantasma en los postreros sillones náufragos.
¡Ah! -me preguntaba sin cesar-, ¿qué puede haberlo movido a irse, a desgarrarse, a cortar raíces, a echarse a andar, imitando a fray Andrés de Urdaneta, gloria del pueblo, que se fue tras López de Legazpi a Filipinas? ¿Qué pudo? ¿Qué ilusión, qué ambicioso espejismo? Muy poco tentador sería Buenos Aires por aquel entonces; Buenos Aires no era ni Lima ni México, sustuosos cortesanos; Buenos Aires era un caserío con ínfulas virreinales, que apenas empezaba a despertar de su modorra, junto a un inmenso río incolor...
Nos despedimos a nuestro turno y rodamos, volamos hacia Burgos, donde pasaríamos la noche camino de Madrid. Dejada atrás la cintura de construcciones monótonas e invasoras, que a mi llegada a Villafranca me confundió y me la birló, como por arte de prestidigitadores, la tierna campiña vasca volvió a envolvernos.
Por ahí habían serpenteado los cortejos de los reyes lejanos, que acudían a bodas, a coronaciones, a guerras. Ahí quedaba, intacto, desdeñado por la asesina pasión del terrorista e inexistente para la ceguera estética del mercader, lo que abandonara don Juan Bautista dos siglos atrás: esas mismas suaves lomas por las cuales resbalaban las majadas y sus pastores; esas mismas espadañas donde una campanita tañía. Esos tejados navegantes en los sembradíos; esa dulzura, ese contraste con la directa aspereza viril del vasco. Se iba mi tatarabuelo a vivir, a quemar su vida,
También yo sentí en el secreto de la sangre como si una invisible mano liviana me apretujara el corazón.
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