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La guerra en el Atlántico sur

Un complicado paseo a caballo

Andrés Ortega

Se ha dicho que si los americanos y los ingleses hablaran la misma lengua podrían entenderse. Otras cosas les separan, sin embargo, como quedó demostrado en el paseo a caballo que hicieron en solitario el presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, y la reina Isabel II de Inglaterra por los verdes prados del castillo de Windsor (dos veces más grande que el rancho de Reagan en California) en un día soleado y, por tanto, abritánico.Eso de que pasearon a caballo en solitario es un decir. Tan sólo unos 250 fotógrafos y cámaras les persiguieron durante una hora. Detrás del presidente y de la Reina cabalgaban otros cuatro jinetes: el servicio de seguridad (los dos americanos, con pantalones claros y camisas polos; los dos británicos, como se debe, con la panoplia típica de montar a caballo).

"¿Le gusta su caballo Centennial?, gritó un periodista. "Precioso", respondió el presidente, añadiendo un "si se apartan, salto la valla". Esto no le gustó a la Reina, quien dio media vuelta con su montura, Burmese. Reagan la siguió dócilmente.

El presidente montaba con una silla inglesa, mucho más pequeña que las vaqueras a las que está acostumbrado.

¿Y Nancy Reagan, a todo esto? El montar a caballo no es para la primera dama estadounidense su taza de té, como se dice por aquí. Prefirió el carruaje tirado por cuatro soberbios caballos, cuyas riendas tenía el príncipe consorte, Felipe de Edimburgo. En el asiento trasero, dos miembros del servicio de seguridad: el americano, con gafas negras, el británico, con traje oscuro y bombín.

Después de todo este trajín, Michael Shea, portavoz oficial de palacio, señaló que los dos jefes de Estado "habían disfrutado de su paseo, pero hacía. bastante calor". Mientras que Reagan estaba en el castillo de Windsor vistiéndose para la ceremonia parlamentaria, una banda de granaderos, como en una serenata, tocó la canción Oklahoma a los pies de su ventana por la que apareció brevemente el presidente para saludar con una sonrisa ya conocida.

El séquito, de Reagan había intentado sugerir que el presidente y la Reina desayunaran juntos en los apartamentos de la soberana, pero Palacio, muy cortésmente, les quitó la idea de encima.

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