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Tribuna
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El revés de la trama

Fernando Savater

El conflicto anglo-argentino en torno a las islas Malvinas, sus derivaciones bélicas y sus consecuencias en el juego de la política internacional se prestan a consideraciones muy aleccionadoras -y bastante alarmantes- sobre la condición del mundo en que nos esforzamos por vivir, dando casuales atisbos de civilización y racionalidad. Términos como colonialismo, imperialismo, solidaridad europea o americana, alianzas, enemigo principal, intereses económicos, patriotismo, nacionalismo, agresión y defensa han sido puestos en entredicho por los propios hechos, pero siguen siendo invocados y manejados con lamentable acriticismo, como gastadas jaculatorias con las que se trata de conjurar a demonios simbólicos que ya han desertado de nuestra dimensión e incluso han sido en ocasiones sustituidos por sus rivales más directos. Cuatro son las cuestiones en las que me parece aconsejable revisar lo que Flaubert llamó nuestras ideas recibidas a la turbia luz que nos llega del Atlántico sur:

1. La cuestión de fondo. Se da por hecho que es la soberanía argentina sobre las islas en litigio, conculcada por un residuo colonial del imperialismo británico. Incluso quienes se definen como enemigos de la Junta Militar cierran filas en torno a ella respecto a esta cuestión. A mi juicio, no puede haber muestra más clara del uso ideológico (en el más peyorativo sentido de la palabra) del patrioterismo, engañabobos trascendental que viene a legitimar un poder despótico al que ya no le queda ningún otro apoyo ante la razón o la conciencia política. Se repite "las Malvinas son argentinas" como si se estuviera revelando una verdad sagrada que sólo los herejes o los imperialistas pueden negar. Pues bien, atrevámosnos a ser herejes: las Malvinas ni son argentinas, ni son inglesas, ni mucho menos son una colonia de nadie, pues carecen de población autóctona o de cultura propia oprimida por el invasor. Las Malvinas son un territorio de pingüinos que no salió de la cabeza del Creador con una bandera u otra clavada en sus hielos; la soberanía sobre ellas es pura cuestión de convención y de fuerza militar, no un sello inalienable (¡qué palabra tan majadera en este contexto!) que las caracterice para la eternidad. Uno puede admitir, como cuestión de sentido común, que por razones históricas y geográficas es más lógico que pertenezcan a Argentina que al Reino Unido. El empeño en conservarlas anexionadas a la corona británica corresponde a una distribución del mundo (a la que se llegó por convención y fuerza militar, como ya se ha dicho) que hoy no tiene vigencia, pues ha sido sustituida por convenciones y repartos de fuerzas diferentes. Es razonable que, tras resolver el estatuto de sus habitantes, que indudablemente se sienten ingleses y pueden ser los únicos damnificados en la operación, acaben por ser puestas -según una u otra fórmula- bajo administración argentina. Pero ni la dignidad ni la independencia ni la integridad de la nación del Plata dependen de semejante cuestión de conveniencias políticas, ni mucho menos cabe justificación alguna para una agresión armada como la llevada a cabo. La dignidad de un país proviene de la limpieza y equidad de sus instituciones públicas; su independencia, del equilibrio entre las riquezas que produce y administra y las necesidades de sus ciudadanos; su integridad, de que sus súbditos no puedan desaparecer criminalmente por obra de los poderes gubernamentales o deban emigrar para huir de ellos. Ni esta dignidad, ni esta independencia, ni esta integridad se dan en Argentina, y no precisamente por culpa de la atrabiliaria señora Thatcher. Mejor estarían los argentinos sin Malvinas y sin Junta Militar que poseyendo las unas y poseídos por la otra. Además, ¿no es pura sinrazón y disparate que un país subpoblado, casi desértico en diversas zonas (y zonas bastante más fértiles y habitables que las dichosas islas) no encuentre otro Moloch al que sacrificar su juventud y su escasa riqueza que la reconquista de unos peñascos poco acogedores? Ahora se sugieren razones económicas y estratégicas para esta disputa, pero son motivos que se han inventado a posterior¡ para racionalizar el absurdo esencial de la cuestión, que sólo es inteligible desde la óptica de un poder que lucha por mantenerse pese a las pérdidas económicas y peligros estratégicos que está creando la situación. Otra desmitificación necesaria: si bien se nos enseñó que tras el patriotismo o los sagrados intereses nacionales puede no haber más que comercio, también es cierto que los razonamientos economicistas pueden venir hoy a enmascarar la apuesta de poder político que subyace ciertos conflictos nacionales. Para concluir, nada tan triste como el rigodón que están bailando Galtieri y la oposición peronista en torno a la soberanía inalienable. Claro que tener a un pueblo entre una Junta Militar asesina y la oposición peronista es como si aquí gobernase dictatorialmente Tejero y la oposición fuese Falange Auténtica... Esta sí que me parece la verdadera y soberana cuestión de fondo.

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2. La respuesta desproporcionada del Reino Unido. La intervención argentina ha sido una agresión que ha terminado convertida en defensa; la respuesta británica se planteó como una defensa, pero ha llegado a desbordarse en agresión. Hay razones para suponer que un Gobierno menos necesitado de dar muestras de firmeza bélica que el de la señora Thatcher, partidaria, por lo visto a todos los niveles, de la pena de muerte, que trata de reintroducir en la legislación inglesa, hubiera aceptado con más facilidad una solución negociada. La arrogancia militar es la única forma de grandeza que suelen reconocer los Gobiernos conservadores, lo mismo que no admiten valores más altos que el orden y la seguridad a todo precio; es misión de la izquierda, como señalaba hace poco Edgar Morin, civilizar la política y mostrar que, sin renunciar a la defensa de los propios intereses, puede darse prioridad a la comunicación racional y a la presión del consenso internacional sobre la pura fuerza bruta. Los anglófilos de toda la vida sentimos honda decepción ante esta reacción desaforada y demasiado lineal de un país del que podía esperarse más tacto y generosidad civilizada. Por lo demás, es obvio que no ha sido la lucha contra una detestable dictadura lo que ha puesto en marcha a la Royal Navy, sino la necesidad de un escarmiento ejemplar que pruebe a los osados que los intereses británicos en el mundo aún siguen respaldados por una potencia nada desdeñable. Ahora bien, tampoco hubiera sido de desear una absoluta y demasiado resignada pasividad de Londres ante la agresión argentina: si llega a ceder las Malvinas sin rechistar y abandona a sus casi 2.000 habitantes a su suerte, ¿acaso no hubiera habido de inmediato quien sacase la conclusión de que la expeditiva falta de escrúpulos de los Gobiernos gorilescos logra imponerse sobre la decrépita corrupción de las democracias parlamentarias?

3. Mis amigos son amigos de mi enemigo y mi enemigo es mi amigo frente a mis amigos. ¿Qué queda de la lógica de las grandes alianzas tras este conflicto, cuando se está demostrando palmariamente que el sistema de los dos grandes bloques únicos debe ser sustituido por una articulación del mundo mucho más compleja y hasta desconcertante, según el punto de vista tradicional? No es cierto que la mayoría de los países tenga todos sus intereses en uno de los dos bloques, sino repartidos y descentrados a través de éstos, en contra de lo que el maniqueísmo tradicional requiere. Pertenecer obligadamente a un bloque puede enfrentar a un país con sus propios intereses y arrastrarle a complicidades sumamente graves. Es por lo menos pintoresco que el Gobierno cubano reconozca de pronto su hermandad continental con los torturadores de la Junta, mientras los socialistas franceses -asesorados en política latinoamericana por Régis Debray- no ponen objeciones a la aventura guerrera de la señora Thatcher. La mayoría de los países de Europa y América Latina se han unido cada uno por su lado con motivo de este asunto, pero en torno a lo más equívoco y menos esperanzador de cada grupo: los primeros han cerrado las filas prepotentes de los países ricos contra la indisciplina de los pobretes; los otros han consolidado un ideal tercermundista hecho de autocracia, demagogia nacionalista y populismo analfabeto. No cabe alegrarse de la supuesta pérdida de influencia de Estados Unidos en el resto de la América no anglosajona: primero, porque lo más probable es que EE UU considere que su zarpa está tan seguramente asentada en las dictaduras del continente que ni siquiera se molesta en defenderlas cuando puede perder por ello a un aliado de perfiles vidriosos; segundo, porque el alza correspondiente de la influencia soviética que la sustituiría en modo alguno va a ser más emancipadora de las opresiones seculares. La gran perdedora en este conflicto es la opción europea, cuyo apoyo cultural y político se abría como una tímida alternativa a los dos bloques para Latinoamérica, alternativa que ahora ha naufragado quién sabe para cuántos años en un archipiélago del Atlántico sur.

4. Un fantasma que se perfila más y más. La posibilidad de la guerra, de una escalada de destrucción quizá universal, es una hipótesis cada día menos irreal y más próxima. Estamos en manos de locos; aún más: la mayoría de nosotros es en uno u otro grado cómplice entusiasta de esa locura general, como revela el repugnante entusiasmo bélico y nacionalista de argentinos e ingleses. Se acepta el conflicto definitivo casi con alivio: ¡por fin vamos a saber a qué atenernos! Los únicos que van a beneficiarse abiertamente de esta guerra son los traficantes de armas, los que reponen las piezas perdidas de los bandos en litigio, los que defienden la necesidad disuasoria de acumular el arsenal más sofisticado. Contamos los muertos ingleses y argentinos porque son de los nuestros, acumulamos las bajas más remotas de iraquíes y persas como pura estadística. Pero lo inevitable -lo que quizá queremos que sea inevitable- ya está presente. Andan sueltos los perros de la guerra, y quién más quién menos ladra miserablemente gozoso con la siniestra jauría.

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