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Vladimir Horowitz, 'el dios del piano', se despide en Londres del público europeo antes de su retirada definitiva

Vladimir Horowitz, 'el dios del piano', se despidió el pasado fin de semana en Londres del público europeo, al que no frecuentaba desde hacía 31 años. Su presencia en la capital británica ha sido saludada como uno de los acontecimientos más importantes de la vida musical ocurridos este año en el viejo continente. En los dos conciertos que protagonizó este músico se puso de manifiesto una vitalidad creativa que es la que justamente quiere dejar Horowitz como recuerdo de una vida que a partir de ahora se convierte, según él, en completamente privada.

"No quiero que la gente me recuerde con compasión. Me desagradaría oír al público diciendo: 'Qué bien tocaba Horowitz'. Por otro lado, hace mucho tiempo que no toco en Europa, y mi carrera comenzó aquí. Era casi un deber despedirme de mis viejos arnigos". Vladimir Horowitz, que el próximo 1 de octubre cumplirá 78 años, explicaba hace unas semanas, con estas palabras, el motivo de ofrecer en Londres dos recitales, los días 22 y 29 de mayo. Horowitz, el dios del piano, como le denominara Joachim Kaiser en su libro sobre el pianismo en el siglo XX, no había vuelto a Europa desde el final de la segunda guerra mundial. "Los cambios horarios me perjudican mucho", comentabaen Nueva York, en 1978, a raíz de un insólito concierto brindado "sólo para europeos".Desde 1953 hasta 1965, Horowitz se ausentó voluntariamente de las salas de concierto. Su retorno al Carnegie Hall, de Nueva York, provocó una de las más espectaculares concentraciones de melómanos en la década de los sesenta, en una velada musical que fue grabada en disco por la CBS norteamericana. Desde entonces hasta el día de hoy, en el que el legendario pianista anuncia su próxima y aparentemente definitiva partida, Horowitz ha ido ofreciendo -con cuentagotas- diversas actuaciones en Estados Unidos y Canadá. El hombre que inició su fulgurante carrera en los años veinte tocando cerca de doscientos conciertos por temporada, se ha venido prodigando cada vez menos, hasta el punto de que miles de aficionados en todo el mundo sólo le conocen a través de los discos y algunos codiciados vídeos.

A las cuatro en punto de la tarde

Cuando el pasado día 22, a las cuatro de la tarde -Horowitz sólo acepta tocar a esa hora-, Horowitz apareció en el escenario del Royal Festival Hall, cientos de jóvenes, que habían hecho hasta 72 horas de cola para adquirir entradas, le vieron en carne y hueso por vez primera. La aparición de Horowitz coincidió con la llegada al palco real de los príncipes de Gales, y el pianista, en rasgo de humorismo y cortesía, interpretó, ante el asombro del auditorio, el himno nacional inglés. Unos días antes, en la improvisada conferencia de Prensa, había indicado que tocaría las Escenas infantiles, de Schumann, en honor de la embarazada lady Di. La BBC transmitió el acontecimiento por radio y televisión, con conexiones de Eurovisión a las que, naturalmente, España permaneció ajena.Se pensaba que el recital del sábado último, día 29, que suponía la auténtica despedida del artista, convocaría a un número menor de personas, dado el parecido de los programas, pero las previsiones quedaron desbordadas y las entradas llegaron a ofrecerse a doscientas libras (unas 40.000 pesetas) en el mercado negro. Muchos otros músicos de renombre acudieron a la cita del Festival Hall, entre ellos, Jessye Norman, Alfred Brendel o el nuevo efebo pianístico, Ivo Podgoredlich, un descubrimiento de Marta Argerich.

Horowitz, en un programa hecho a la medida de sus variados talentos, interpretó obras de Scarlatti (seis sonatas), Chopin (Balada en fa menor, tercera consolación) y Rachmaninoff (preludios en sol sostenido y sol menor). El público inglés -aunque se escuchaba hablar en alemán, francés, italiano, español y hasta japonés- volvió a demostrar que Clara Wieck-Schumann no se equivocaba al considerarlo el mejor de Europa, pues al comparecer el pianista en escena la sala entera se puso en pie, en signo de admiración y respeto.

Hoy, la antaño milagrosa técnica de Horowitz ya no es totalmente infalible, como las obras de Chopin pusieron de manifiesto. Quizá en esos momentos podíamos entender inejor que el músico se niegue, terminante, a prolongar una carrera en la que la decadencia sería impensable. Quizá el Scarlatti de Horowitz, sin la aparente facilidad que hace pensar en el piano -y no el clave- como único traductor de estas sonatas, carece de sentido en los dedos de un intérprete inseguro.

Aun así, la infinita musicalidad de Horowitz no hace concesiones: no se marcha al camerino entre las obras, sino que prefiere permanecer frente al piano, aun reduciendo así la duración del aplauso. En Liszt y Rachimaninoff, el viejo mago vierte el frasco de esencia y los míticos fraseos y dicción vuelven por su virtuosismo concentrado.

No hay fuegos artificiales en Liszt, sino tensión que nace de la interiorización de la música.

Reclamado por una audiencia que le vitoreó durante más de cuarenta minutos, Horowitz regaló tres propinas: un vals chopiniano, La polonesa heroica y el Traumerei de las Escenas infantiles, de Schumann. Su lección fue la de un maestro que con encomiable dígnidad elige la retirada en el momento justo. En su último recital europeo, Wladimir Horowitz ha vuelto a evocar el título de la última de las kinderszene schumannianas: Der dicker spricht (Habla el poeta).

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