Lafourcade
Tierno y recio fantasma nicotinado del año sesenta, metáfora vieja, vestido de sastre antiguo, de un tiempo atroz y soleado que meteré en mis memorias Los tranvías, Lafourcade, Agustín Lafourcade, era el solterón maduro que vivía amancebado con la literatura, y luego, para regularizar este escándalo, casa con boticaria bella y buena del barrio de Salamanca.Pero no ha dejado de hacer libros, artículos, y ahora, con motivo del centenario de Darwin, nos recuerda al español Félix de Azara, precursor del darwinismo, nacido unos sesenta años antes que Darwin, geógrafo, ingeniero, naturalista, viajero por la América meridional.
La selección artificial, las relaciones animales /vegetales (lo que hoy llamamos ecología), la acción del hombre y su ganado sobre las plantas, son temas en los que Azara se adelanta a Darwin, que sólo le cita marginalmente, cuando parece evidente que conocía su obra completa.
Esta reivindicación de la ciencia nacional frente a la ciencia universal es lo más ingenuo de Agustín Lafourcade, el arrastre residual de cuando él y yo acudíamos lunáticamente a los manaderos y penetrales de Menéndez Pelayo, como un agüista que va a las aguas sin ninguna fe, y que luego discutíamos interminablemente por un Madrid recalentado, astro de tranvías, cuando, como dice Bretón, "la polémica literaria desgasta los adoquines".
Lo que hoy llamamos mutaciones está ya en Azara, en Darwin y en este altruista de la investigación y el saber que es Lafourcade, quien se pregunta con lus maestros si los primeros hombres fueron blancos o negros.
A uno, en mitad de los sesenta, con la cena improbable, le dada un poco igual, en mitad de la calle, la pregunta de Lafourcade:
-¿Y los primeros hombres, Umbral, fueron blancos o negros?
Las creaciones sucesivas, antecedente de la teoría de la evolución, está en Azara -noble, recio, engalonado- antes que en Darwin, como está en Darwin antes que en Lafourcade. En los Apuntamientos de Azara hay, sí, mucho pre / Darwin.
Lafourcade termina así uno de sus últimos artículos: (lo que importa) "Es esa influencia de cada uno para hacerse obra perdurable en un mundo de todos".
Cuando jóvenes (él un poco menos que yo), discutíamos estas cosas paseando interminablemente por el Madrid de los tranvías. Agustín Lafourcade, rentista modesto e ilustrado, solterón de la ciencia, hoy esposo de la Farmacia, me parece un ejemplar puro del español machadiano / azoriniano, de ese sabio altruista y sencillo que podemos encontrar en cada pueblo de España (Odriozola, en Pontevedra; Melero, ya muerto, en Valladolid, y así), y que yo encuentro en mi pueblo, que es Madrid.
Esa clase media en la que tanto cree uno (desde lejana e iluminadora frase de Laín), y que sólo se salva del fascismo de la escasez mediante la cultura. Es, hoy, el azañismo coronado de Fernández Ordóñez (cuyo libro he presentado en Barcelona, con menos controversia que el señorito en Madrid), la conciencia clara de que, en España, las clases medias lo han hecho todo, y generalmente no piden nada, sino que viven del aire de la cultura, como mi entrañable Agustín Lafourcade, a quien aún encuentro -fantasma nicotinado de hace un cuarto de siglo, amigo presentísimo- en conferencias, coloquios y toda clase de movidas culturales.
Es emocionante, es esperanzador que miles de hermosos segundones de la cultura, españoles del saber, hagan palpable y digital la democracia y el progreso, mientras el señor Lara, editor, apela recientemente al testiculario, como las mitologías borrosas de Martín Prieto.
Agustín, viejo lobo, así se escribe.
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