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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El viaje del Papa al Reino Unido

EL ASESINATO de Thomas Becket, arzobispo de Canterbury y canciller del reino, por orden de Enrique II, sirvió para incorporar un nuevo nombre al santoral católico, pero fue también el primer aviso -dado en 1170- de lo alborotadas que iban a ser las relaciones políticas entre las islas Británicas y el Papado. Varios siglos después, el Papa, movido por cálculos políticos, se negó a anular el matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón, rompiendo así la inveterada costumbre de los pontífices romanos de disolver los vínculos conyugales reales sin crearse quebraderos de cabeza. La corona inglesa, vejada, rompió con Roma y constituyó una Iglesia nacional que todavía perdura.La guerra, de religiones consiguiente salpicó al Reino Unido de sangre y de víctimas y multiplicó los sentimientos antirrorrianos de los ingleses. Inglaterra se hizo mayoritariamente anglicana y hubo que esperar hasta el siglo XIX para que la patria de la democracia moderna se mostrara tolerante con la minoría católica. Si bien en 1829 se reconoció a los católicos todos los derechos civiles, el presidente del poder judicial no puede profesar todavía la religión romana. En las últimas décadas, el diálogo entre los hermanos separados, entre anglicanos y católicos, había realizado notables progresos que culminaron con las visitas al Papa de los últimos arzobispos de Canterbury -Fischer en 1960, Ramseys en 1966, Coggans en 1977- y de la propia reina Isabel II en 1980. El intercambio de embajadores, el pasado mes de enero, entre la Santa Sede y el Reino Unido puso fin a unas desavenencias que duraban cuatro siglos. Los trabajos de la comisión conjunta creada para analizar a fondo las discrepancias doctrinales han puesto de manifiesto que las diferencias son cada vez menores, hasta el punto de que los anglicanos han llegado a reconocer que "un primado universal, ejercido por el obispo de Roma, será necesario en una Iglesia reunificada". Las cautas reservas de altos funcionarios del Vaticano, aclarando que todavía no se ha alcanzado ningún acuerdo sustancial, advierten, sin embargo, que la reunificación jurídico-administrativa entre los 65 millones de anglicanos y los 750 millones de católicos no es para mañana.

La visita del Papa al Reino Unido debía coronar los esfuerzos ecuménicos de estos últimos años. Se esperaba que Juan Pablo II aprovechara su visita para tomar postura sobre las conclusiones de la comisión doctrinal conjunta. Pero la guerra de las Malvinas, que ha puesto en riesgo hasta última hora la realización de esta primera visita de un Papa romano a la protestante Inglaterra, ha cambiado, en cualquier caso, el signo del viaje, proyectado incialmente como un acto eminentemente ecuménico y cargado ahora de implicaciones internacionales. La mutación era inevitable. El conflicto en el Atlántico sur ha puesto dramáticamente en evidencia que los movimientos de una autoridad mundial religiosa, como la del jefe del catolicismo, arrastran inevitablemente una significación política.

En cualquier conflicto bélico la visita del Papa a uno de los bandos contendientes sería juzgada por el adversario como un abandono. En este caso, el recelo o la irritación es todavía mayor en Argentina, donde la población es mayoritariamente católica, y la Junta Militar ha manipulado en demasiadas ocasiones los valores religiosos para justificar la conculcación de los derechos humanos. El nacionalcatolicismo no es una exclusiva de nuestro reciente pasado. Algunas de las páginas más estremecedoras de Preso sin nombre, celda sin número, testimonio en el que Jacobo Timerman -director del diario - bonaerense La Opinión- describe su odisea tras ser detenido por los servicios paralelos de la Junta, exponen la indigna función asignada por la dictadura argentina a la religión para disculpar la tortura o la eliminación de los desaparecidos.

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No cabe extrañarse, así pues, de la apenas disimulada indignación de los gobernantes argentinos, bastante más papistas que el Papa, ante la visita al Reino Unido de Juan Pablo II. De añadidura, el mensaje de paz enviado por el papa Wojtyla a la primera ministra inglesa pidiéndole que haga renuncias racionales en provecho de la paz, supremo bien de la humanidad, puede ser interpretado como una sutil defensa de la causa británica. Esas palabras, en efecto, pueden ser entendidas en el sentido de que el Papa acepta como causa justa de una guerra el argumento clásico de no permitir que el agresor se salga con la suya y pide a Margaret Thatcher la renuncia, por motivos superiores, a lo que es de razón. La première británica, en cualquier caso, ha hecho oídos sordos a la súplica del alto el fuego que el Papa y la Junta Militar propician. Pero es dudoso que en Argentina acepten la argumentación que subyace a la petición de Juan Pablo II.

A estas alturas parece que cualquier intento de racionalizar esta absurda, cruel e insensata guerra está condenado al fracaso. De poco valdrá que el Papa eluda a los políticos brítánicos y subraye el carácter pastoral de su visita. El conflicto bélico en que está enzarzado el país anfitrión relegará a un segundo plano el proyecto inicial de carácter estrictamente religioso y Karol Wojtyla precisará de toda su habilidad diplomática para que la guerra de las Malvínas no acabe dañando al ecumenismo. De otra parte, el viaje relámpago del Papa a Buenos Aires a comienzos de junio será probablemente interpretado por los argentinos, al menos en su fuero interno, como una compensación insuficiente y forzada. A una alta instancia moral corno la del Papado sólo le cabe condenar moralmente y sin paliativos la aventura bélica de las dos naciones y apoyar las resoluciones que, sobre supuestos igualmente humanitarios y desde el derecho internacional, han formulado las Naciones Unidas sobre el particular.

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