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El zumbido y la furia

Anteayer se juntaron en Madrid los mismos toreros que ya lo hicieran hace cosa de un mes en Sevilla, donde el insidioso levante cubrió la plaza de un sucio toldo de nubes y se metió hasta por la memoria. Entonces se veía venir lo peor que tampoco tenía que ser lo más incongruente. Y esta vez me temí algo parecido, no a causa del viento -que también lo hubo- sino porque amaneció tronando de mala manera, una especie de prematuro primer aviso. Pensé que si no se suspendía la corrida -ya con los toros de Osborne sospechosamente sustituidos-, lo que se le iba a suspender a Paula y a Curro era algún hilván del ánimo, justo el más sutil. Siempre hay un nubarrón morado y oro que desequilibra esa cuña supersticiosa incrustada en la imaginación del torero consciente. También yo soy muy respetuoso con mis propias supersticiones y me acordaba muy bien de aquella fisura previa que se abrió en la Maestranza para promover el desorden. De modo que la volví a barruntar el miércoles rondando por Las Ventas, a pesar de que el sol salió a la vez que el primer impresentable toro. Una puntualidad que ya no iba a suponer siquiera ninguna subalterna cortesía.Ni Rafael de Paula ni Curro Romero son personas dadas al estúpido ejercicio de la temeridad o a la gimnasia volatinera o a esa contumacia en la rutina que tan meritoria puede resultar en labores de bordado. Ni Paula ni Curro -sobre todo, Paula- están estilísticamente capacitados para reducir el toreo a su expresión más accesoria y anodina: la del acróbata valeroso, la del que burla la tragedia con los recursos más zafios y marrulleros. Si insisto en algo tan manoseado es porque anteayer se produjo en Las Ventas uno de los episodios más penosos y deprimentes con que me he encontrado en mi irregular experiencia taurina. Y lo peor fue que el público equivocó el sentido de su cólera: la traspasó de los toros fraudulentamente sustituidos a los protagonistas de una lidia que supuso, desde luego, un desbarajuste.

A Paula, sin embargo, le tocó un toro de Juan Pedro Domecq aceptable, creo yo. Al menos, debió pensar que debía compartir con él un buen tema de conversación. Paula se había quedado mirando con manifiesta desconfianza al húmedo albero y se le notaba en la cara el taciturno color de la tormenta. Pero reaccionó y se estableció como un pasajero y generoso consentimiento entre él y el toro. Y no hubo más. A lo mejor tampoco podía haber más. Paula tenía el miedo equilibrado y conciliador y no quiso ocultarlo más de lo que le permitía su tedio de ausente. Una actitud de lo más razonable, dadas las circunstancias. Luego acabó ensimismándose, porque en el toreo el que no se ensimisma se puede quedar convertido en el pajarito de la vanagloria, ese que siempre brilla ante un toro sin ninguna clase de brillo.

Todo lo que ocurrió después fue lo más parecido a un despropósito. El zumbido habitual de la plaza quedó interceptado por un mugido gigantesco que no prevenía de ninguno de los toros, ni de los devueltos al corral ni de los que agonizaban bajo las picas mortíferas. La furia se contagió por los tendidos y ya fue el maremagno. Un gentío cada vez más unificado por la violencia pasó de los insultos al toro a las injurias al torero. Por supuesto que Curro se desentendió del asunto, no estaba allí, se había extraviado por los vericuetos de su propia abulia ante un toro ya para él intratable. Lo que ocurría por fuera de la lidia era una cosa y otra muy distinta lo que estaba pasando por dentro. Pero la iracundia general se encarnizó con Curro Romero, un hombre de pronto avejentado, casi inocente de tan convicto, un torero arrastrado sañudamente a la cómplice impotencia. Yo no he visto nunca en una plaza tan lastimoso derrumbamiento personal y tan soez virulencia colectiva. A mi alrededor se clamaba textualmente por la resurrección de Franco, el único de capaz de vengar con la cárcel los escarnios que el torero -ya que no la indigna conducta de los toros y sus castigadores- le había inferido al público.

Aún no he conseguido entender qué groseros engranajes se ponen de pronto en funcionamiento para convertir una plaza de toros en un campo de batalla. Me temo que voy a tener que renunciar a explicármelo.

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