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Tribuna
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La vista y el oído

Vicente Molina Foix

Que te llamen para cubrir un concierto de Simon y Garfunkel ya imprime carácter. Uno aspira a ser hombre de su tiempo, tocar, aunque sea de oído, las teclas de la modernidad, olisquear lo nuevo buscando en ello pistas para no estar de más; y luego va y resulta que le mandan a uno dos entradas de balde para ver su pasado revivido en Vallecas. Personas más recientes, sin recuerdos tan largos, escribirán de Alaska, de Mecano y Los Zombis, que son los nuevos nombres de la música pop que tratas de seguir.Encajado el berrinche, he acudido al estadio con flema y modestia, hecho a mi papel de treintañero dócil, edad media que los periódicos daban como propia del concierto. Y recapacitando era agradable la idea de encontrar, saltando por las gradas, una barba amiga y las patas de gallo del rostro un día terso de tu primera novia. Después de tantos años qué mejor que recobrar de golpe, al son de Mrs. Robinson, el tufo asambleario del hall de Económicas, la primera emoción al descubrir en grupo a Marx y Sallinger, el olor a humedad de aquel cine-fórum en que se vio el Potemkin o un ciclo de Minelli.

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Fátima vallecana

Lo menos seis canciones me costó encontrar al primer camarada, al primer viejo arnigo. Nos saludamos afectuosamente, unidos en la adversidad de sentirnos tan solos, y seguirnos después viendo el predominio juvenil en los espectadores. Público que, en un 70% era menor de veinte, y que, sin embargo, se conocía de memoria las letras de Bright eyes y The Boxer, y pedía Cecilia con más convencimiento que el de los que estábamos allí cuando esas canciones fueron compuestas. Nada fluye, o el paso es de todos, y, en contra de lo que proclamaba el filósofo, sí es posible bañarse dos veces en las aguas idénticas de un río.

Pero no se va a un espectáculo sólo a ver al público. Y hay que reconocer que fue un buen concierto. Simon y Garfunkel, con su cara de buenos y su convencimiento de que el propio mensaje no sólo es internacional sino intergeneracional, gustaron, exaltaron, hicieron recordar, hicieron esperar. Sus baladas románticas, su forma genuina de folk-rock sin aristas, se vino a demostrar que pueden inspirar no sólo a un estadista sino al chulo de barrio. Y el público mostró su aprobación no sólo aplaudiendo sino encendiendo luces.

Lo malo del concierto es que fue un recital. Y ahí está la clave de una decepción, de esa falta de auténtico entusiasmo que era evidente entre el público, o buena parte de él. Simon y Garfunkel son los exponentes de un tipo de música que sólo va al oído, sin tentar la mirada, sin convocar al cuerpo. En eso son históricos, niños-flor, flor de un día. Porque en los años sesenta, la música, tras los electrizantes caderazos de Elvis Presley, volvía a ser sonido, mensaje, hasta sermón: se hacían fotocopias de las letras de Joplin, Cohen y Young, y lo perfecto era escuchar estas piezas recostado en el suelo, sobre unos cojines, y cogiendo la mano de nuestro ser amado.

Vino en los 60 una revolución que no llegó a ser sangrienta, aunque hoy continúe. La música se hizo carne, espectáculo, rito, y acudir a un concierto era algo irrepetible: se asistía a una función única, en la que el "directo", la luz, el vestuario, tenían igual peso que la canción cantada. El nuevo espectador caía en la cuenta, viendo a Bowie, a Jagger, de lo que sabe el que hoy va a la ópera: no es lo mismo escuchar en un disco a Plácido Domingo que verlo actuar, con su cuerpo y su voz en un bello montaje de Tosca.

Simon y Garfunkel son unos grandes músicos, regalan el oído. ¿Pero vale la pena, la lluvia, los dineros, ir a verles, erectos como palos, en un feo escenario con luces de verbena? 40.000 personas decían ayer sí, y tanta gente junta no debe equivocarse.

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