Más oxígeno para el cine español
HACE DOS años, este periódico, alertado por las consecuencias, que ya comenzaban a dejarse ver, de una inapropiada legislación sobre la industria cinematográfica, promulgada en noviembre de 1977, no escatimó su voz para que se enmendara una trayectoria peligrosa para la supervivencia del cine español. El clamor, por entonces, ya estaba generalizado en los medios profesionales del cine español, y llegó la oportuna rectificación. En 1980, después de haber visto las orejas del lobo, el decreto de 1977 fue derogado y sustituido por una ley más en consonancia con las urgencias del cine español.Los efectos de la ley de 1980 se han hecho sentir en el año largo transcurrido desde su promulgación. La actividad cinematográfica española, que perdió rápidamente rentabilidad y volumen, se ha reactivado en parte y hasta ha alcanzado cierta euforia. Sin embargo, pese al balón de oxígeno que la ley de 1980 ha supuesto para el cine español, el conjunto de la profesión y de la industria parece unánime al decir que no basta con la existencia de un texto legal realista y prudente si al mismo tiempo no se toman medidas oportunas, de tipo administrativo y práctico, para allanarle un camino que no parece demasiado fácil. Hace falta más oxígeno.
El memorial de agravios de la industria cinematográfica española ante los responsables de la Dirección General de Cinematografía es un viejo y largo contencioso que se inició en los años sesenta y, paradójicamente, aún continúa casi en los mismos términos que entonces. Ciertamente, hay nuevos datos, nuevas realidades y nuevas circunstancias. Pero también sobreviven antiguas cuestiones, cuya persistencia por encima de regímenes y Gobiernos no deja de resultar chocante.
Por ejemplo, la cuestión del establecimiento definitivo de un eficaz control de taquilla que permita que los verdaderos ingresos del cine reviertan sobre el cine español. En lugar de ello, y ya desde la instauración del control en los años sesenta, se mantiene una persistente defraudación, cuya existencia y cuantía ha sido reconocida públicamente por el director general de Cinematografía: un escandaloso porcentaje de defraudación, no inferior al 20% de las recaudaciones. ¿Qué impide a nuestras autoridades culturales acabar con una defraudación sistemática, que es una de las causas evidentes de la descapitalización de nuestra industria cinematográfica?
Otro agravio permanente es la morosidad de la Administración en hacer líquidas las subvenciones, desglosadas del Fondo de Protección, hecho que inmoviliza a los productores y les impide racionalizar los créditos a medio plazo del Banco de Crédito Industrial para el cine, que si bien han crecido desde su instauración en 1980, aún no tienen el volumen y la continuidad deseables. No hay que olvidar que el productor ha de pagar intereses a estos créditos con independencia de que se le abonen o no los porcentajes de ayuda que le corresponden del citado Fondo, que, por otra parte, sigue estancado desde hace varios años en una dotación global fija de 1.200 millones anuales, sin tener en cuenta el disparo hacia arriba de los costes durante este tiempo.
Sin estar respaldado por un adecuado control de taquilla, e imposibilitado para responder a los créditos oficiales con las subvenciones igualmente oficiales que se le conceden, el productor de películas se ve obligado a seguir dependiendo de los adelantos de distribución, que por sí solos fragmentan la, necesaria continuidad de la producción de filmes e impiden a las casas productoras establecer planes de producción a medio y largo plazo, debiendo limitarse a programar, una por una, cada película que emprenden. En estas circunstancias es imposible pedir continuidad en la producción cinematográfica española. La euforia de 1981, donde el crecimiento del número de filmes ha sido evidente, se apoya así sobre causas tan frágiles, que nada impide que en 1982, o 1983, el fenómeno se invierta.
Los productores claman por un sistema estable de financiación del cine y proponen un modelo que viene avalado por los indiscutibles éxitos logrados en las cinematografías europeas más evolucionadas, como la alemana, la sueca, la italiana y la francesa. Este modelo consiste en la participación de Televisión en la financiación de filmes convencionales, de tal manera que la productora privada conserve la titularidad del producto y, al año y medio o los dos años, TVE adquiera el derecho a emitir el filme y venderlo a otras cadenas de televisión extranjeras. La propuesta, ya experimentada con éxito en los países citados y en otros de nuestra área, parece a todas luces no sólo adecuada para proporcionar fondos estables y ágiles al cine español, sino también para contribuir a su penetración en los mercados extranjeros.
Este último supuesto debe ser obviamente el gran objetivo de toda política solvente para el cine español. Analistas de otros países consideran que éste es exportable. Sin embargo, no se exporta. Y ahí radica otro viejo agravio entre industria y administración del cine español: la persistencia, por encima de regímenes y Gobiernos, de un organismo como Cinespaña, encargado de la captación de mercados exteriores, pero de probada ineficacia, por razones más que evidentes.
Un nuevo organismo debe sustituir a este rescoldo anacrónico e inoperante de la vieja estructura del cine español. Y esto sólo puede ser obra del establecimiento de una estrategia de captación de mercados a medio y largo plazo, en que el Ministerio de Cultura debe empeñar todos sus esfuerzos e imaginación.
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