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Balada del pícaro y el hombre

Toda embestida es oscura y todo toro, un enigma. Se distingue entre dos tipos de toreros: los que aceptan ese enigma, juegan, dialogan con él, lo interpretan; y los que luchan a brazo partido, se fajan contra él y lo desvelan o transforman, provocando una mutación en la conducta de la bestia. A los primeros les llaman artistas; a los segundos, lidiadores. Se puede ver a unos o a otros, con relativa frecuencia, en las plazas. Pero hay un tercer torero que es ambas cosas, y aparece, con suerte, cada varias décadas.En estos momentos hay en España un torero capaz de interpretar las sombras, provocar una mutación en ellas y hacer la luz. Un viejo aficionado que tronaba a mis espaldas -era la corrida del lunes- dijo de su faena al tercer toro de la tarde: "Antoñete nunca está mal. Es imposible". Quería decir que Antonio Chenel puede hacer una buena faena sin necesidad de hacer un solo buen pase, y hasta sin hacer un solo pase, malo o bueno. Su manera de estar allí y de hacer lo que hace revela la coincidencia de un oficio y un arte capaces de expresar su identidad y la del toro, y con eso basta.

Norman Mailer observó que un extraño fenómeno físico se produce alrededor de ciertos hombres que han educado su cuerpo para sostener tensiones continuadas: les rodea, como una campana de cristal, una especie de silencio audible, quizá de la estirpe de esa música callada que percibió Bergamín. Antonio Chenel hace silencio. No se trata de un silencio propio, sino el que cierta calma inherente a su presencia -y similar a la que reina en el interior de los polvorines- provoca en los demás. Unos pocos pasos suyos hacia el toro, su manera de imán para citarle de lejos, apagan el guirigay. Y la fiesta adquiere, por unos instantes, su perdida condición de rito trágico.

Otro norteamericano, Orson Welles, escarbó en el enigma: "El torero es el único actor trágico que no necesita aprenderse el personaje, porque la tragedia que interpreta es la suya propia". Se puede ir un poco más lejos si se baja con Antonio Chenel a la arena. El torero pícaro -por ejemplo, el Niño de la Capea del lunes en su segundo toro, al que arrancó una oreja con artimañas del Buscón- es el que sabe adivinar las intenciones del toro y neutralizarlas huyendo de ellas. Sin embargo, para el torero trágico -Antonio Chenel en su primero del lunes- el toro carece de intenciones; sólo tiene destino, que es una forma superior, sin plural, de intención. El torero capaz de reunir y combinar en su juego al esteta y al fajador, obliga a percibir su obra como un todo, como un tiempo continuado, cuya captura exige recogimiento y hasta un despunte de religiosidad. No crea Chenel pases, instantes, sino una relación continuada y no fragmentable con la oscura embestida. No es posible juzgar las partes de su faena, porque su faena no tiene partes, es una construcción.

El torero pícaro -el Niño de la Capea y sus posturas en el torito de marras- reniega de su condición humana y se disfraza de animal astuto, se engalla, o zorrea, o se hace gatuno, o incluso hace de toro. Antonio Chenel, en cambio, adquiere el gesto exacto del hombre común -tiene, cuando torea, aspecto de profesor, de sacerdote o de tabernero, según los casos-, de ahí que el hombre común, más que verle, toree con él. Y el umbral del silencio es, en toda representacion ritual y trágica, la identificación. Los tendidos y las andanadas dejan de hablar sólo cuando quienes las llenan se ven a sí mismos transferidos abajo. Chenel hace un toreo humano. Nada hay de gato, de zorro, de toro o de gallo en su compostura. Es fiel a su código genético y no pretende cuando torea ser otra cosa que un simple individuo humano de 51 años. Caída hacia la izquierda, su cabeza hace juego con un deje patizambo del pie izquierdo. Es, como todos los hombres, defectuoso, y si impone silencio es porque, como todo oficiante de tragedia, posee el sentido de la transfiguración y hace de sus límites un territorio abierto.

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