Juanita Reina: reinar después morir
Encima del escenario de la madrileña sala Windsor, donde permanecerá hasta mañana, reapareció en la madrugada del pasado miércoles la mítica cantante Juanita Reina. Esta rosa eminencia, esta montaña, madre de tanto argento fugitivo, de venusta deidad quizá festivo teatro, honor fue ya de la campaña. Honorable y condolida, reina y señora, Juanita deja que el asombro ascienda hasta su peineta. El público la recibe de pie, con alaridos y aplausos: "¡Qué Reina más reina!". La campana canora sale del cautiverio del homenaje y, con andares majestuosos, se fija ya al micrófono que en sus manos es cetro. Sin viva luz, sin vuelo, la primera canción porfía por bañar se entre penas y alegrías. Severa sequedad.Perviven los destellos de aquella mirada, unos andares portentosos, ciertos chasquidos, la reliquia del corazón en la boca, la lacrimosa beldad y más de una mueca seductora. Pero la voz no encuentra la humedad del prolongado ayer, el trémulo murmullo, los enojos de amor y muerte resueltos con desnudo rigor. Pervive la salpicadura de sangre en la mejilla. Y no es poco. Sin embargo, forzado es el grito de los espectadores ("¡Guerra! ¡Guerra!"), que, sordos o compasivos ante lo evidente, ya no se sabe muy bien si acaban de descubrir al elefante en el consejo o lanzan su súplica en dirección de Pilar Franco. Da inmensa pena.
Juanita Reina, grande entre las grandes, consume cerca de media hora en disfrazar el eclipse. De pronto, como al final de un guiño, poco antes de que se le cayera la peineta al suelo, recupera el influjo del Sol para chillar con convicción dramática: "¡A mí, a mí, a mi"!. Un espontáneo acude a su vera, casi dispuesto a cortarle una mano, animado quizá por los sucesos teresianos de Alba de Tormes. Ella, pasando de lo rosado al luto, mantiene cierta tensión entre lo dulce y lo amargo.
El desconsuelo se disipa gracias a la memoria más florida: Francisco Alegre, Madrina, Canción del olé. Y, sin embargo, te quiero... Son mayores las ansias que la armonía. Sin embargo, el personal la piropea con pasión, le dirige besos retrospectivos, se desata cuando Caracolillo de Cádiz cumple con el rito de acompañarla en el baile, en la apoteosis, en la despedida.
Entonces, dado que el riesgo es el preclaro asilo de la fe, Juanita se aventura a borrar de un plumazo las dificultades de su inolvidable voz a lo largo de un recital que quisiéramos olvidar: canta sin micrófono. Uno disimula, igual que si se tratara de una lágrima, la debilidad transparente del truco. Y ella, agradecida como una madre antigua, nos ofrece otro ramo de coplas. Poco importa si suenan algo mustias: quien tuvo, retuvo. Ella puede reinar hasta después de morir. Sin embargo, ¿cómo no desearle una pronta resurrección? ¿Quién le concederá a su fantasía un espíritu nuevo, un nuevo aliento que iguale, si es posible, a su osadía? Mientras tanto, mucho le deseamos sus hijos más admirativos y fieles que no queme su buena voluntad en la lentitud tenebrosa del último minuto.
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