El insólito lenguaje del mexicano
Recorríamos en taxi, extasiados, la larga e interminable avenida Insurgentes. La ciudad de México abría sus colores, sus humos, sus olores cambiantes y el picor del aire a los visitantes, tratando de oscurecer, sin conseguirlo, la negativa imagen del hacinamiento y la miseria. González León, el novelista venezolano de País portátil, llamó de pronto mi atención al entusiasmarse -como sólo un caribeño sabe hacerlo- por una valla anunciadora que, entre condominios de lujo, automóviles, espectáculos y variedades de todo tipo, ofrecía una difícil realidad: "La verdadera cerveza de barril, embotellada".González León, curioso y conspicuo profesor -al fin y al cabo-, indagó del silencioso taxista sobre el significado exacto de aquel jeroglífico anunciante. "O es de barril o es embotellada"', sentenció González León. El tiaxista adoptó la postura del educado silencio por unos segundos y luego contestó al asombrado González León, que, naturalmente, no había entendido nada -según el taxista-, "que la cerveza es la misma, señor, no más que diferente". Es un ejemplo exacto de la antigüedad que los mexicanos ponen cotidianamente en su lenguaje coloquial. El ahí andamos, el más o menos, el lo demás es lo de menos, el dizque porque.
Cuando, al borde ya de su sexenio, Luis Echevarría se vio necesitado de devaluar la moneda nacional -el peso-, fue preguntado por los medios informativos si el seiíor presidente pensaba que la devaluación era buena o mala para México y los mexicanos. Dicen las crónicas que Echevarría puso cara de taxista minutos o segundos antes de responder a González León, gesto que algunos sociólogos catalogan como herencia directa de la sabiduría azteca. "Creo", contestó después el presidente mexicano, "que no es ní bueno ni malo, sino todo lo contrario"; la misma respuesta que dio solemnemente el día que los mismos medios informativos indagaron sobre la ideología de izquierda o de derecha del todopoderoso partido del Gobieino, el PRI; similar contestación a la del taxista el día que González León preguntara por la cerveza de barril y la cerveza embotellada: es lo mismo, no más que diferente.
Otra vez, no recuerdo si en ese mismo viaje a México, pregunté a un transeúnte si la Zona Rosa, donde yo me encontraba, estaba muy lejos de la calle de Francisco I. Madero. "Más o menos", fue el comentario que obtuve como respuesta. "Si va caminando, está más lejos. Si usa un auto, llegará antes, me insistió amablemente el mexicano, dándome pie con exactitud a la capacidad de elección. A lo mejor fue ese mismo viaje la vez que esperé angustiado unas maletas que se quedaron en Montreal pasando frío durante algunos días. Se lo conté a Bryce y a González León, que suelen perder maletas en todos los aeropuerios del mundo. González León, en una inventiva hiperbólica que le honra como novelista, me relató otra anécdota más de respuestas imprevisibles del mexicano. Un día fue, la buscar un pasaporte que había dejado en alguna oficina diplomática para que se lo visaran correctamente. "Busque bien", insistió el venezolano cuando observó que el preciado documento no aparecía. "Busque bien. Lo dejé aquí ayer y se lo entregué a usted mismo". "Ya me acuerdo", se defendió el funcionario mexicano, "pero no aparece". Desolado, González León se atrevió a quejarse, una vez más, al mexicano. "¿Y qué hago yo ahora?", preguntó el novelista, armado de paciencia. El funcionario mexicano le miró tímidamente, guardó silencio por espacio de algunos instantes y sentenció: "Pues eso mis-mo me estaba preguntando yo ahorita mismo". Es un modo de explicitar, sin ironías, la resignación elevada a categoría popular. Mis maletas aparecieron, felizmente. Pero el pasaporte de González León no, y el novelista tuvo que buscar momentáneo asilo en los papeles de la Embajada venezolana en la ciudad de México.
Recientemente, un conocido novelista peruano visitó México. El novelista, controvertido y polémico, explicó a los medios informativos que él no distinguía entre dictaduras de izquierda y dictaduras de derecha. Que todas eran iguales. La referencia era clara, pero ante la insístente pesadez de algunos periodistas que querian sacarle al lápiz más punta de la debida, el peruano dijo que ellos, los mexicanos, habían conseguido allí, en México, la dictadura perfecta. Los titulares de los rotativos al día siguiente eran un verdadero poema. Y, sin embargo, el novelista peruano se había atrevido a decirles a los mexicanos lo que la inmensa mayoría de los propios mexicanos piensan de su Gobierno y del partido que se perpetúa en el poder, el PRI, cuyas siglas ocultan una definición que conlleva, además, la contradictio in terminis sobre la que el lenguaje de los mexicanos pasa por encima cotidianamente con flema sin igual: Partido Revolucionario Institucional. Conviene recordar aquí la sabrosa crítica que un importante y popular escritor mexicano dirigió a las altas esferas políticas y sociales de su país: Sabor a PRI, de Carlos Monsiváis, título que remeda el bolero reconocido por todo el continente. Queda decir que si uno, ingenuamente turista, preguntara a un mexicano sobre la esencia de este partido y sobre la aparente incongruencia que encierran los conceptos de revolución e institución, encontraría la respuesta adecuada: "Es lo mismo, no más que diferente".
Cuidar las formas
La frase final, la que define la posibilidad política del mexicano, está precisamente en la denominación del candidato a la presidencia de México. Cada sexenio, el tapado es destapado en el último miiiuto, tras ciertas deliberaciones entre el propio presidente y el líder obrero Fidel Velázquez. No se trata de un suspense. Se trata de cuidar las formas, como ellos mismos dicen, "porque en política pasa como en la fotografía: el que se mueve no sale". El tapado será, pues, el más cauto, el más silencioso, el más sagaz en suma y, portanto, el más inteligente y capacitado para llegar a una de las sillas presidenciales más poderosas del mundo.
Octavio Paz, cuya exégesis -a pesar de la controversia interna-, está ya fuera de dudas, lo lleva aclarado desde hace muchos años en El laberinto de la soledad. El lenguaje cotidiano, el lenguaje coloquial y de la calle, es exactamene un laberinto de ambigúedades amables que, como buen laberinto, no conducen a ninguna parte, para desesperación de quienes no están acostumbrados a otra contestación que la europea: la sencillez y la claridad que ya han pasado de moda y que en México, a pesar de su época de afrancesamiento, no quedó para nada y sobre nada. Al menos en lo que a lenguaje se refiere,
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