La náusea
Allá por los tontos y lluviosos cincuenta, siempre cantando bajo la lluvia, con el atómico Gene Kelly, como no se podía tener ideas, sino sólo ideales, los que no queríamos tener ideales, o sea los niños existencialistas de derechas, teníamos la náusea, que acababan de llegar de París / Buenos Aires los primeros ejemplares prohibidos de la novela de Sartre.
El adolescente que no estaba con la náusea no era nadie. Nuestras abuelas habían estado con la alferecía y nuestras madres con el arate (eso que ahora Serrat remedia divinamente con una canción y un tampax). Nuestras novias estaban con la náusea como hoy las passadas están con el muermo. Pero desde el último guateque de los primeros sesenta, con un redondo sencillo de Paul Anka, nadie había vuelto a tener la náusea, hasta que el otro día la tuvo un declarante en la cosa campamental, ante lo que decía otro declarante. A uno, en principio, esto de la náusea, por la crónica de Martín Prieto mayormente -qué libro te estás montando, tron-, le ha quedado como antiguo, postsartriano, una cosa entre la alferecía existencial y el frasco de sales. Sartre se curaba la náusea escribiendo una novela, y las demás carrozas se lo han curado siempre con bicarbonato de Torres Muñoz, que era el de mi abuela y que es con el que mejor se eructa. En seguida se pasan las bascas. Aunque sean bascas patrióticas. Torres Muñoz va muy bien también para el honor.
Luego, meditando largamente sobre el tema en la semana de pasión, es decir, tematizando el rollo, he llegado a la conclusión de que la náusea del filósofo bajito y la náusea de] declarante son una misma reacción del epigastrio rebelde ante la realidad: Sartre, o su personaje, se ponía con la náusea cuando se veía en el espejo con el pelo de zanahoria rallada, la estatura desventajosa, bizco y fe(:). A Sartre no le daba náuseas la realidad, sino su realidad, ya que lo suyo, físicamente, no se le arreglaba, y encima debía tener mal sastre o se le compraba hecho en Galerías Lafayette. El declarinte campamental, que parece tener mejor sastre, también ha sufrido la náusea de la realidad, el asco de la evidencia, las bascas del espejo a lo largo del camino del golpe, la alferecía que le devolvió a sus t:iempos de alférez. Por natural defensa psíquica, el declarante ha proyectado ese asco tan exquisito contra el otro translúcido declarante y contra el jurado, como Sartre la proyectaba contra el universo, las raíces al aire de un árbol y el liguero sucio de su patrona, que le pedía permiso para no quitárselo, llegado el caso y el acto. Uno es uno y su náusea, pero como de nauseabundo no se está bien, uno necesita proyectar la náusea en los demás, en los árboles, en los jueces o en las patronas. A mí la náusea de este declarante, pues, me parece metafisica, sartriana, existencialista, filosófica, eterna, porque no es sino el rechazo del hombre a su verdad. La madrastra de Blancanieves arrojaba el espejito / espejito y Stendhal, plagiando a no sé qué fraile, se lo volvía a poner delante, pacientemente, a lo largo del camino de la fealdad / maldad de la madrastra. Y subrayaba Stendhal, dando a su cachondeíto la forma de la objetividad:
-He aquí los detalles exactos.
Cuando el general Sáenz de Santamaría estaba explicando los detalles exactos (a lo mejor es un stendhaliano sin saberlo) a otro general se le subió la náusea de la realidad. El espejito de afeitarse, aun cuando uno no haya leíclo a Sartre por rojo, se experimenta a veces como náusea. Pero, claro, hay que ir afeitado.
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