La fuerza insólita de Miguel García de Sáez
Lo que sorprendía de Miguel García de Sáez, fallecido recientemente, de un infarto de miocardio, en Madrid, era su tremenda vitalidad, que ejercía tanto para desarrollar su vida profesional como para cultivar su gran pasión por la amistad y por todas las facetas de la cultura. En este artículo se glosa su figura.De Alejandro Sawa dijo Manuel Machado en su epitafio algo que bien pudiera aplicarse, y acaso con mayor precisión, a Miguel García de Sáez, a quien unos cuantos amigos hemos enterrado, tristemente, hace muy pocos días, en el cementerio de la Almudena: "Jamás hombre tan nacido/ para el placer fue al dolor / tan derecho. / Jamás ninguno ha caído, / con facha de vencedor, / tan deshecho. Y es que él se daba a perder como otros a ganar. / Y su vida, / por la falta de querer / y sobra de regalar, / fue perdida".
Y es que había en Miguel una fuerza insólita, como de condotiero renacentista o de conquistador español, algo férreo y descomunal, indomeñable, capaz de las más grandes hazañas, un vigor de la voluntad que llamaríamos todopoderoso, pues parecía infatigable e infinitamente encarnizado. La palabra que acaso designase mejor el conjunto de sus extrañas cualidades sería la de grandeza. Sí. A eso tendía todo su ser, y por eso su figura ha sido irreemplazable en el corazón de sus amigos y también en la vida española. Grandeza para bien y para mal. Hizo muchas cosas importantes, en especial la organización, en la Feria Mundial de Nueva York, del Pabellón de España, triunfo tan espléndido y resonante que logró modificar totalmente, en su aspecto humano, la imagen de nuestro país en aquel ambiente tan poco propicio. La fiesta del 12 de Octubre, que hasta entonces había sido en Nueva York una fiesta italiana, pasó a ser una fiesta hispana. Y esto se debió a los buenos oficios de García de Sáez.
Por el Pabellón pasaron, fascinados por la personalidad y la labor de aquél, desde los Kennedy y Nixon hasta las grandes figuras de las letras, las artes, la economía, el cine, el teatro y la sociedad americanos, así como personalidades extranjeras del máximo relieve, entre ellas el sha. Como comisario del Pabellón Español, dio a conocer y promovió con eficacia mucha de la pintura, la artesanía y el folklore de nuestro país. LLevó para allá, entre otras cosas, tres grandes cuadros de Picasso, que el propio Miguel compró en París a buen precio para España. Al final de la feria pudieron haber sido vendidos (había comprador) por varias veces su valor inicial (aunque la Administración española prefirió guardar para el país tan magníficas obras).
Todo esto, y mucho más, fue posible por la inusitada mezcla que en García de Sáez se daba de las aceradas dotes de un político de raza con las otras, tan distintas, del artista de exquisito buen gusto, amén de las procedentes del entusiasmo que sentía, siempre vivo y palpitante, por todas las manifestaciones estéticas de España, sin excluir las populares. De política y de estética entendía, en efecto, desde dentro, como muy pocos. Las sucesivas residencias donde habitó eran siempre una sorpresa visual y un prodigio de refinamiento y de acierto creador sin fallos. He visto a muy escasas personas con tan honda comprensión de las artes plásticas y tanto conocimiento de los estilos y los méritos de los distintos artistas. Nadie diría, oyéndole hablar de pintura, que aquel hombre fuese un político de garra con un pasmoso olfato para adivinar lo que había que hacer a cada instante en vista de un futuro que él parecía adivinar.
Y al poseer como casi nadie eso que se llama don de gentes, tenía innumerables amigos en todas las esferas, y prueba de ello fue el heterogéneo grupo que se reunió el día de su entierro, donde había desde ministros y directores generales hasta actores de cine y de teatro, aristócratas, catedráticos, poetas y pintores. Y precisamente por esto, porque tenía muchos y variados amigos, destaca con más fuerza, hasta adquirir una dimensión trágica, la soledad total de que quiso rodearse, para morir, durante el último mes de su existencia.
Los que sabemos de la complejidad de su carácter nos hallamos acaso en condiciones de adivinar la causa de tan misterioso recato. Miguel unía, a la fuerza y a la entereza únicas de su temperamento, un orgullo inmenso que le impedía ofrecerse ante los demás disminuido y en calidad de objeto de conmiseración. Un tumor cerebral le iba dejando cojo, afónico y sin voz. Decidió entonces apartarse de la vista de todos. Se recluyó en su casa, y no abría la puerta a nadie, ni contestaba al teléfono, ni apenas comía. Por lo visto, sólo dos o tres veces por semana salía, casi furtivamente, a tomar algunos alimentos a un restaurante de la Ciudad Lineal. En su piso se pasaba las horas tirado en un diván, absolutamente solitario, sin consuelo de nadie, absorto ante su conciencia, esperando la muerte con la misma fortaleza de granito con la que había combatido en tantas bregas y sufrido tantas preocupaciones y dolores a lo largo de su vida, tan dura y combatida. Una vez más había que luchar y dar pecho a la terrible adversidad, solo, sin lágrimas.
Cuando le vi muerto me sorprendió el increíble espectáculo de su rostro: moreno del sol, parecía radiante, juvenil, sonrosado. La muerte no había podido vencerle sino a medias. Lo que nuestros ojos asombrados percibían era un rostro lleno de vida y unos labios levemente fruncidos en un ligero gesto en el que se insinuaba el desdén.
es poeta, ensayista y académico de la Lengua.
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