El pueblo de Dios no condena todo aborto
Subrayando que, desde el Vaticano II, se concibe a la Iglesia católica como el Pueblo de Dios, el autor recuerda la doctrina de abundantes teólogos en el pasado y en el presente opuesta a la condena absoluta del aborto. Y dice: "La teología tradicional ha enseñado y enseña que no peca ante Dios, quien, por sus circunstancias concretas, opina sinceramente, en con ciencia, que puede lícitamente provocar el aborto".
Los problemas dramáticos que acompañan a los miles de abortos clandestinos y legales que cada mes se sufren en el Estado español no encontrarán soluciones justas, ni éticas, si se intentan resolver con planteamientos unidimensionales, como sucede con frecuencia, incluso en medios intelectuales y cultos. El resultado se acercará a la tragedia si los planteamientos son además arcaicos y apasionados, como también acontece frecuentemente.En este campo han cambiado radicalmente varios presupuestos básicos. Por ejemplo, el presupuesto de la política criminal interdisciplinar y el presupuesto del magisterio eclesiástico.
La criminología contemporánea exige que los problemas del aborto tengan en cuenta las aportaciones de todas las ciencias, no sólo las jurídicas, también las sociológicas y también las teológicas. Estas sin el carácter dogmático, pero con todo el caudal enriquecedor de su multisecular tradición científica.
Después del Concilio Vaticano II se concibe la Iglesia como el Pueblo de Dios de manera que el carisma institucional ya ni desconoce ni aplasta el carisma profético; ya "no apaga el espíritu". Al contrario, se ha instaurado un diálogo entre ambas partes (cúspide y base), conflictivo, pero fecundo.
Antes de que se iniciase el concilio, Karl Rainer, en su estudio sobre El problema de una ética existencial formal, formuló varias preguntas altamente revolucionarias y consoladoras cuando preguntó: "¿No es necesario que exista en la Iglesia una función que recoja el impulso individual inspirado por Dios para la acción de la Iglesia y lo ponga en vigor en la Iglesia; una función que en manera alguna pueda ser sustituida por la Administración y la conveniente aplicación de las normas generales? ¿Debe hallarse esta función siempre en unión personal y originariamente en los portadores de los poderes jerárquicos? Y, si no es así, como la historia lo demuestra, ¿no tiene la jerarquía el deber de aceptar tales impulsos donde quiera que, inspirados por Dios, surjan en la Iglesia en los carismáticos, en los profetas, o como quiera que se llamen estas antenas captadoras de imperativos individuales divinos para la Iglesia? ¿No puede dar esto también una fundamentación a una opinión pública en la Iglesia?".
Muchos cristianos y muchos católicos, desde hace siglos, adoptan posturas que hoy la mayoría de los jerarcas católicos consideran inadmisibles. El problema es más complejo de lo que parece, como insinuamos brevemente a continuación.
Hemos de manifestar nuestro agradecimiento a la Iglesia católica por su mensaje de respeto a la vida en todos sus grados. Esta Iglesia, durante los primeros siglos de su existencia, corrigió el desprecio que amplios sectores de la cultura greco-romana sentían y fomentaban hacia el nasciturus y el infans.
También hoy nuestra cultura necesita que la religión nos recuerde el valor positivo de toda vida humana y los aspectos negativos del aborto, aunque en este campo caben excesos y malentendidos.
El Pueblo de Dios no ha condenado el aborto siempre
La doctrina de los intelectuales y de los jerarcas eclesiásticos no ha sido unánime a lo largo de los siglos, según muestran los documentos de los especialistas en historia eclesiástica, por ejemplo en los comentaristas de Tertuliano, san Jerónimo, san Agustín y santo Tomás.
Por otra parte, bastantes católicos de gran autoridad, durante varios siglos, no han considerado homicidio el aborto del nasciturus, del feto masculino en sus primeros cuarenta días y del feto femenino en sus ochenta primeros días, es decir, del foetus no informado por el alma, y que, por tanto (según ellos), no es persona humana.
Esta doctrina tuvo amplia acogida, con diversos matices, en eminentes especialistas cristianos, como indica B. Sesboüe. Baste recordar aquí las obras de Sánchez, S. J.; Laymann, S. J.; Martín de Azpilicueta, y Alfonso Mª de Ligorio.
En Italia, a finales del siglo XIX, no faltan moralistas católicos, como Apicella, Avanzini, Ballerini y Constantini, que consideran no injusto el aborto en casos extremos de peligro para la vida de la madre.
La teología moral tradicional ha enseñado y enseña que no peca ante Dios quien, por sus circunstancias concretas, opina sinceramente, en conciencia, que puede lícitamente provocar el aborto, pues esa persona actúa según le dicta su criterio individual, que es la norma próxima de la eticidad en la conducta. F. Bóckle, B. Häring, K. Rahner, Marciano Vidal y otros modernos moralistas consideran la ignorancia invencible como un problema de incapacidad de tal persona para hacerse cargo de una obligación moral... según la capacidad y situación muy diferentes de cada uno.
En la historia de la teología nunca se ha condenado de manera tajante, sin excepción, a quienes permitían el aborto provocado en algunos supuestos extremos. Lo contrario ni es verdad de fe ni ha sido definido como tal por un acto de magisterio eclesiástico infalible.
No hay repulsa unánime
Hoy tampoco parece unánime la condena del aborto en la Iglesia católica. No hay conciencia total en la jerarquía, ni en los teólogos, ni menos en el pueblo de Dios.
Muchos moralistas y muchos simples fieles opinan en el presente (como otros han opinado en tiempos pretéritos) que no todo aborto debe considerarse siempre pecado, y, especialmente, que no todo aborto merece tipificarse como delito. La diversidad de criterio en el Pueblo de Dios aparece patente en múltiples estudios escritos por católicos creyentes y practicantes que, aunque acatan el magisterio eclesial, se declaran partidarios de desincriminar la voluntaria interrupción del embarazo en determinadas circunstancias, que varían de unos a otros. En este sentido han aparecido bastantes artículos en Europa y en América durante los últimos años. "Precisamente porque yo pertenezco a la Iglesia", dice el dominico Roqueplo, "por eso me aterroriza ver a la jerarquía intervenir así en el campo de la política para hacer la peor política posible: la política de la opresión en el problema del aborto".
A los argumentos clásicos permisivos debe sumarse un motivo desconocido hasta ahora: la nueva concepción del magisterio eclesiástico.
El magisterio ordinario de la jerarquía se concibe hoy como espacio de diálogo y/o como contraste de opiniones diversas más que como enumeración dogmática, o clase magistral, o emanación indiscutible del magister dixit, especialmente en temas como los del aborto.
Siempre en la teología tradicional se ha admitido el disentimiento privado y público cuando mediaban argumentos serios. Hoy esta posibilidad y conveniencia del disentimiento no ha disminuido.
Los dedicados al estudio de las ciencias humanas hemos de investigar y formular nuevos planteamientos para resolver los problemas del aborto de manera que se contribuya a una fecunda relación entre los especialistas de diversas disciplinas. Así se llegará a un nuevo y mayor conocimiento, aprecio y desarrollo de los derechos elementales de la persona, que, en supuestos extremos, pedirán o permitirán, por desgracia, el aborto.
Según explica M. Vidal, admitida la inmoralidad del aborto en general, juzgamos conveniente plantear la dimensión ética de las llamadas "situaciones conflictivas" en términos de conflicto de valores. Esto no significa dar el visto bueno a la gran industria del consumismo erótico que ha fletado la nueva concepción de total permisión sexual bajo capa de liberación.
Conviene que tanto los teólogos como los juristas caigamos, en la cuenta de la necesidad de desabsolutizar ciertos derechos muy importantes, pero no incuestionables, para llegar a soluciones menos frustrantes en los problemas del aborto. El sector teológico debe reconocer la necesidad de relativizar el derecho a la vida del cigoto, del embrión y del feto. Por otra parte, en el campo jurídico urge no absolutizar el derecho, de la madre -y, en su tanto, del padre- respecto a su cuerpo y respecto al fruto de la concepción.
La problemática de la interrupción voluntaria del embarazo, que hasta ahora ha separado no poco a juristas y moralistas, puede y debe servir (desde nuevos planteamientos de sociología personalista, de dialéctica de valores y de conflicto entre utopía y realismo) para empezar a intensificar el diálogo -tan fecundante de nuestro inundo cultural- entre los investigadores del derecho y los investigadores de la moral. Ambos deben iluminar más las relaciones interpersonales, también las sexuales, sin remilgos sexófobos y sin rebajamientos cosificantes; ambos deben mirar más hacia el amor.
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