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OPERA

A doscientos años de su estreno vuelve a la escena 'El árbol de Diana', de Martín y Soler

Después de dos siglos de olvido vuelve hoy al escenario de la Zarzuela, la ópera de Martín y Soler, El árbol de Diana, dirigida musicalmente por Napoleone Annovazzi y escénicamente por José Luis Alonso. Desaparecida del reparto -por enfermedad- Montserrat Caballé, se encarga del papel protagonista María Luisa Garbato y, con ella, itervienen Dominique Lebrún, Eduardo Giménez, Carlos Chauson, Mario Rodrigo, Raquel Pieroti, Paloma Pérez lñigo y Evelia Marcote.Vicente Martín y Soler es, con Domenech Terradellas, la figura más importante de los "españoles fuera de España" que en el siglo XVIII contribuyeron al mayor esplendor de la escuela italiana. Pertenece a la generación denominada por Roberto Zanetti "de los menores", que acompañan a los grandes protagonistas de la época. Es la generación de Antonio Salieri (cuya leyenda negra sobre el asesinato de Mozart cobra nueva actualidad gracias a la pieza teatral de Peter Shaffer, Amadeus), de Zingarelli, de Bianchi y tantos otros que ocuparon los escenarios madrileños de los Caños del peral, Príncipe o De la Cruz.

Alcanzó Martín y Soler gran popularidad en su tiempo, reconocida por el mismo Mozart, que no dudó en tomar un pasaje de Una cosa rara para la música de la cena en su Don Juan, junto a otro de Sarti y una autocita de Las bodas de Fígaro.

Popularidad que fue unida a una alta consideración, por más que hoy nos pueda parecer exagerada. Así, Lorenzo Da Ponte -libretista de Mozart y de Martín- se refiere en sus memorias a "dos compositores de gran genio pero casi diametralmente opuestos por el estilo de su escritura". Diferencias que no impiden a Da Ponte, aludiendo a Martín y Soler, hablar "de aquellas melodías dulcísimas que se sienten en el alma y que pocos son capaces de imitar".

Nacido en Valencia en 1754, Martín y Soler fue organista en Alicante, marchó después a Italia, se ganó en Viena la admiración del emperador José II para acabar en la corte petesburguesa de Catalina II, la zarina que se convertiría en libretista del músico español. Tras una estancia en el Reino Unido, nuestro músico regresa a San Petesburgo, en donde muere el año 1806, tras una etapa de menor brillo: la ópera francesa había dominado a la italiana en los gustos del público ruso.

Es larga la relación de óperas y ballets compuestas por Martín y Soler, pero entre todas sus producciones destacan Una cosa rara (sobre argumento de Vélez de Guevara), estrenada el mismo año que Las bodas de Fígaro, de Mozart, y El árbol de Diana, dada a conocer el año siguiente (1787). Como Una cosa rara, El árbol de Diana conoce un triunfo enorme y recorre, en poco tiempo, los principales escenarios operísticos de Europa. Quizá la última revisión de la que hay noticia es la de San Petesburgo en 1818. Desde entonces, el árbol, a pesar de su graciosa frescura, parece haberse secado. Ni los empresarios cuentan con él, ni el público demanda sus frutos mitológicos. Compositor muy de su tiempo, Martín y Soler, feliz y directo en su invención, no supo otear el futuro a través de un evolucionismo tan arriesgado y precursor como el de Mozart. Circunstancia que, pasado el tiempo, nos importa menos y aún abona una serie de significaciones testimoniales, por lo que la obra de nuestro compatriota, de estar bien apoyada por una editora fuerte, podría reverdecer sus triunfos de antaño.

En la contínua polémica sobre la ópera como teatro o como música, viene imponiéndose el criterio que equilibra ambos valores: importa, sí, la partitura; pero, en definitiva, estamos ante un género teatral. Lo que se han encargado de demostrar los grandes egistas, desde Max Reinhardt hasta nuestros días, sin olvidar los antecedentes de Wagner y Mahler. Nombres como Carl Ebert, Günther Rennert, Walter Felsenstein, Peler Brook, John Dexter, Zefirelli, Visconti, Strehler, De Filippo, por no hablar de Stanislavsky, pueden representar la dedicación de los grandes creadores teatrales a la ópera. A ellos se ha incorporado, desde hace años, José Luis Alonso que, por cuanto nos dice, se siente feliz con este Arbol de Diana, modelo de teatro mágico que conserva mucho de la espectacularidad barroca montada sobre el espíritu de un drama giocoso.

Ante nuestra vista, El árbol de Diana (diosa de la castidad) enriquece el color de sus frutos o los convierte en negrura de carbón, según las ninfas conservan su honestidad o pecan contra ella. Hasta que Amor, justamente enojado con Diana, decide tomarse venganza: no sólo enseña al jardinero a enamorar a las ninfas, sino que introduce al pastor Endimión, del que acaba prendándose la castísima Diana.

Antes de que la diosa se someta a la prueba, el árbol mágico es talado. Aparece Amor, envuelto en una nube de luz, para disponer que en el jardín de Diana reinen los usos y leyes amorosas.

La partitura, de gran captabilidad lírica y ágil andadura, justifica la fama de Martín y Soler en otro tiempo, y el intento de una nueva consideración en el nuestro.

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