Riesgo creciente en El Salvador
"LOS EXTRANJEROS envían las armas, pero los muertos son salvadoreños", ha dicho el arzobispo de San Salvador, Arturo Rivera y Damas, en la misma catedral donde en 1980 fue asesinado su predecesor, monseñor Romero. Monseñor Rivera habla de "la lucha armada" que "escapa de las manos y las decisiones" del pueblo de El Salvador. Esta posición, réplica directa al ministro de Defensa, que ha explicado que "sin la ayuda militar americana las fuerzas armadas salvadoreñas no podrán ganar la guerra contra los insurrectos", es también una aceptación de la idea oficial de la Junta -y de Estados Unidos, por consiguiente- de que la guerrilla está armada por los comunistas. El Papa en sus palabras del domingo, desde el balcón del Vaticano, acusó a la guerrilla de "producir luto en las ciudades y los pueblos y destruir puentes, carreteras e instalaciones económicas de vital importancia". También criticó la represión de la Junta al hablar de los "grupos armados que quieren suprimir los centros de oposición", grupos que han sido creados por el propio Ejército y de los que dijo que "no son menos duros y severos". Las palabras de la Iglesia Católica no han sido tan rotundas como el escrito que la Iglesia metodista ha presentado a Ronald Reagan, y en el que se dice que "el problema principal de El Salvador no es la explotación de la situación por los soviéticos; el verdadero problema es la exigencia de justicia política, social y económica del pueblo"; ni tampoco se aproximan al informe de la delegación del Consejo de las Iglesias del Reino Unido que, tras una visita a El Salvador, denuncia las matanzas "cometidas en gran escala por las fuerzas armadas; niñas de doce y catorce años han sido violadas y se han perpetrado secuestros en los campos que pretenden ser de seguridad".Con esta toma de posición, la Iglesia oficial salvadoreña y el Vaticano mantienen una actitud ambigua respecto al esfuerzo de Reagan para que se celebren las elecciones, cuya convocatoria ha sido rechazada por numerosos países.
El Salvador es un país donde al menos una cuarta parte del territorio está en manos de un ejército rebelde, que practica en muchas ocasiones una violencia inusitada, y donde por su parte el Ejército oficial o sus auxiliares de aspecto civil eliminan a la oposición matando y sembrando el terror. La oposición a la celebración de elecciones es, desde este punto de vista, un tema de sentido común: no es posible que de aquí al próximo día 28, fecha de los comicios, la situación se haya pacificado hasta el punto de que puedan realizarse, de que los resultados ofrezcan una garantía de veracidad y, aún suponiendo que así fuera, que los perdedores respetasen a los ganadores. La situación actual de El Salvador, siendo antigua, se recrudeció cuando en las elecciones de febrero de 1977 fue elegido presidente el candidato gubernamental, general Romero, sin que los resultados pudieran ser admitidos como legales por una oposición diezmada y exiliada. Dos años después, el golpe de Estado de Majano derribó a Romero, y en 1980, el propio Majano resultó demasiado liberal para los militares, que terminaron sustituyéndole por el conservador democristiano José Napoleón Duarte.
Probablemente la única salida a la situación salvadoreña esté en unas elecciones, pero no sin una negociación previa y una tregua que pare la guerra civil y haga cesar los asesinatos. Pero no es eso lo que se vislumbra. Más bien se está llegando a una consagración de la guerra civil en la que, probable y peligrosamente para ellos, los Estados Unidos no podrían limitarse a enviar más consejeros, especialistas y armas. No le será fácil a Reagan promover una leva para esa guerra. No son sólo sus aliados los que ven con temor esta coyuntura, sino que va creciendo dentro de Estados Unidos un movimiento de rechazo. Ya los congresistas que fueron a El Salvador e hicieron una declaración contraria a la Junta se han visto calificados de insolentes por sectores gubernamentales. Una división de la sociedad americana que provocase el grado de desgarramiento alcanzado con la guerra de Vietnam, cuya lección no se ha olvidado, es lo que menos conviene a Reagan, al partido republicano y a los propios Estados Unidos como nación.
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