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Tribuna
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Retrato de un presidente

Eran jóvenes y, sin embargo, morían. Porque aquello era una guerra y además civil (al parecer, sólo las otras son inciviles). Muchos no murieron y entre ellos estaba Antonio Hernández Gil, que pocos días antes de ser soldado había asistido a las bodas de plata de su padre con la carrera de Derecho. La estrella de aquella promoción era Ramón Gómez de la Serna, pero el joven Antonio (recién licenciado en Derecho él mismo) no llevó a la guerra un libro de greguerías, sino Así habló Zarathustra, un volumen con pastas verdosas: "En un pueblo cerca de Madrid se me destrozó, porque estábamos metidos en una casa de unos modestos labradores donde no había luz eléctrica y nos teníamos que alumbrar con unos candiles de esos de aceite y se me vertió todo un candil". En aquel naufragio oleoso sobrenadaba una frase nietzscheana: "Que tu trabajo sea una guerra, que tu paz sea la victoria".La guerra duró tres años, y la victoria, 38. Y al término de ésta, Antonio Hernández Gil (ya don Antonio) presidió las Cortes Constituyentes. Un día le llamaron de la Zarzuela y don Antonio preguntó que por dónde se iba ("porque yo, geográficamente, no distinguía el Pardo de la Zarzuela; políticamente, sí"). Le explicaron el camino y, tan pronto colgó el teléfono, se dijo: "Bueno, ya sé por dónde se va, pero ¿cómo se va?"... Fue con un traje azul y en el coche llevaba el chaqué, por si acaso. No hubo tal acaso. Sí una entrevista a solas con el Rey, que le hablaba de usted y le llamaba "don Antonio". Y entonces don Antonio dijo: "Majestad, ¿por qué no me llama usted de tú?" Y el Rey, entonces, le tuteó y le ofreció la presidencia.

Ahora, casi cinco años des-

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Retrato de un presidente

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pués, cuelga en la galería de retratos del Congreso el que Eduardo Naranjo ha pintado de Hernández Gil. Y al mismo tiempo aparece un libro escrito por el retratado: El cambio político español y la Constitución, examen jurídico-político de una transición importante e interesante en la historia de España.

El cuadro de Naranjo también refleja a su modo la historia española. Porque tras la figura vemos un cielo de Velázquez y un suelo de Goya, y entre ellos, un como irreal Madrid, y al fondo, un vano sol. ¿Y qué es España sino idealidad velazqueña, realidad goyesca y un querer ser demasiado para devenir luego en un demasiado no querer ser presidido todo por un extraño Estado?

Antonio Hernández Gil está, delante de todo eso, sentado en un sillón blanco. No es mal símbolo. Cuando le preguntan por su posible elección como defensor del pueblo, responde: "No niego la posibilidad de un futuro político, pero yo no doy pasos hacia ese futuro"... Así es. Parecía el presidente predestinado (o el predestinado para presidente) del Tribunal Constitucional. No lo fue.

Algo, alguien, cortó esa predestinación de la historia. Mas como por fortuna en la historia juega a veces eso que nuestro amigo Hegel llamó la astucia de la razón, vino a ser presidente de tal tribunal don Manuel García Pelayo, quién sabe si también en contra de la voluntad de algo o alguien. Y bien que estuvo el ardid de la razón: García Pelayo es hombre extraordinario aun en el caso de no haber escrito El reino de Dios, arquetipo político, que sí que lo escribió.

Fue don Manuel, como don Antonio, soldado en aquella guerra de los tres años, pero en distinto bando, porque, según dicen quienes saben, había por lo menos dos. Mas hoy, después de pasado tanto tiempo, poco importa ya quién cayera en uno o en otro.

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