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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
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El jesuitismo

Convocados por el padre Paolo Dezza, delegado pontificio para la Compañía de Jesús, 86 superiores de las provincias y viceprovincias se encuentran reunidos en Roma para ser informados de los deseos del Papa respecto a la Compañía y estudiar el modo de hacerlos operativos. Como explica el autor de este artículo, la historia de los jesuitas es, en gran parte, la historia de las luchas internas entre ellos y la Santa Sede

Los jesuitas han sido poco populares a través de su historia de cuatro siglos. Por la cabeza de la gente ha circulado una imagen suya que me atrevería a llamar caricaturesca, y que podemos apreciar en algunos rasgos de la novela A M D G, de nuestro excelente escritor Pérez de Ayala. Sin embargo, estas opiniones negativas tenían fundamento, aunque su retrato estuviese en parte distorsionado.Recordemos un breve elenco de los principales fundamentos alegados, los cuales demostrarán que, si bien injustas, a veces, ciertas críticas de fondo, en otras ocasiones, tienen una base verdadera.

El padre Miguel Mir, que salió de la Compañía después de estar 35 años en ella, escribió una Historia interna documentada de la Compañía de Jesús, que en seguida se apresuraron sus antiguos colegas a denunciarla al Santo Oficio, incluyéndola en el Indice de libros prohibidos. En ella hace interesantes observaciones de lo que vivió y conoció, aunque con apasionamiento en su exposición. Y afirma con toda razón, que "el instituto de la Compañía ha sido para muchos en enigma histórico, moral y religioso, indescifrable". Todo parte de la famosa bula de aprobación de Paulo III, que recogió la idea flexible de su finalidad, vaga y confusa, que redactaron los primeros jesuitas. Es curioso observar en cambio que los benedictinos, con su vida cenobítica, en el coro y en el trabajo manual, tienen una orientación concreta; los franciscanos, con su actitud mendicante cotidiana, también; los dominicos, con su predicación dogmática, y los cartujos, con su silencio. Sin embargo, los jesuitas no quisieron atarse a "ninguna forma invariable de servir a Dios".

Pero esta flexibilidad que la hace inasible tiene una compensación en el férreo militarismo interno. San Ignacio "no quería variedad (en cuanto fuese posible) de opiniones en la Compañía, aun en cosas especulativas de momento, y menos en las prácticas", según transcribe su idea el compañero de los primeros tiempos, P. Rivadeneira. El esquema de la Compañía, en la intención del fundador, era -como dice Fülop Müller- "la de un cuerpo militar en excelente disposición de combatir", que además estaba perfectamente controlado desde arriba, porque "la organización de la Compañía aparece fuertemente centralizada, y nada importante escapa al control del general", según señala Alain Guillermou.

Muchos describen a san Ignacio como "terco", cosa que Mir atribuye a su temperamento vascongado, y que describe así. "Altivo, independiente, que quiere vivir para sí, y cree bastarse a sí mismo; que la sujeción a otros le es antipática". Sin embargo, todo ello está templado por una hábil moderación táctica, que algunos han querido ver como un rasgo de astucia, y que se resume en el principio ignaciano que transcribía, el padre Rivadeneira. "Disimular al principio en algunas cosas, para entrar con ellas y salir con nosotros".

El tema de la obediencia, tal como lo explica san Ignacio en su Carta a los jesuitas de Portugal, participa de esta sutileza. Parece que propugna otras veces la obediencia ciega, como la de "un báculo de un viejo o por un cuerpo muerto"; pero señala ahora que la obediencia más perfecta es "la obediencia de juicio", que debe consistir en sujetar "el propio juicio" al del superior "en cuanto la devota voluntad puede inclinar al entendimiento".

Toda la historia de la Compañía es por eso, en gran parte, la historia de las luchas internas entre ella y los papas o la Santa Sede, como ocurre hoy, a pesar de que algunos ilustrados del siglo XVIII llamaban a los jesuitas "los jenízaros del Papa"; porque externamente, eso sí, estuvieron a disposición de los pontífices para emprender las batallas religiosas que les encomendaron.

Las opiniones históricamente han estado divididas en torno a los jesuitas y a su acción. Han tenido detractores extremos, como el dominico padre Melchor Cano, el gran teólogo de nuestro siglo XVI, o Pascal en el siglo XVII, que la emprendió contra su casuismo; Racine, Eugenio Sué, Quinet y Dostoieski, desde distintos puntos de vista; o nuestros Pérez de Ayala y Ortega, que recuerdan negativamente sus años de estudio con ellos. Pero desde muy diversos campos se pueden contar también otros defensores totales o parciales: Kepler, Descartes y Leibniz los alabaron intelectualmente; Miguel Angel, Rubens y Bernini, por su amor al arte; Lope de Vega, Tirso, Calderón, Molière y Corneille se inspiraron en sus enseñanzas a veces; los enciclopedistas Voltaire y Diderot alabaron el método de enseñanza en su tiempo; y Goethe, Herder, así como el novelista Robert Louis Stevenson, tuvieron frases de elogio para algunas de sus obras prácticas. Pero, en cambio, entre el pueblo, en general, no han tenido mucha acogida a través de su historia.

Como todas las cosas humanas, hay en ellos para todos los gustos. Hoy están haciendo intentos (de adaptarse una vez más a las necesidades del mundo actual, cosa que les cuesta trabajo y tienen constantes dificultades, que saben llevar adelante con esa tenacidad severa y fría de que les dio ejemplo en su tiempo el fundador.

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