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El proceso por la rebelión militar de 23 de febrero

El general Armada arrebató en la sesión de ayer a Tejero y Milans del Bosch el protagonismo de la intentona

En poco más de cinco horas de vista oral el general Alfonso Armada ha adquirido el protagonismo que podían hasta ayer arrebatarle el ya célebre bando del teniente general Milans del Bosch y su ocupación de Valencia o la estampa decimonónica del teniente coronel Tejero ocupando el Congreso a punta de pistola. El goteo de diligencias que solicita el fiscal coincide con la impresión que se desprende de sus conclusiones provisionales: una revalorización del papel de Armada en la conspiración de febrero. Todas las indagaciones y declaraciones sumariales, cuya lectura es solicitada por el fiscal, son pasillos que acaban conduciendo a la imagen de un hombre -Armada- que como el protagonista de la fábula de Kipling quería ser Rey, (o presidente del Gobierno) en una estrategia de sobreentendidos, medias verdades, citas fuera de contexto o distorsiones de la realidad. Un hombre que aparece tentado por las brujas de Macbeth y al que se ve imperturbable, sentado hombro con hombro con Milans, con una cierta impasibilidad y resignación orientales en su expresión.Armada y Milans, protagonistas de careos y contradicciones psicológicamente muy duros, ni se hablan ni se miran; su ignorancia recípocra es total, incluso cuando al leer el relator su careo se escuchan en la sala las palabras de Milans a Armada: "Alfonso, si te inventaste tus entrevistas con los Reyes, más vale que lo digas ya". Ciertamente la defensa de Armada puede ser harto dificultosa, a menos que se cumplan las predicciones sobre las sorpresas que pueda contener el tomo de 180 páginas, ya encuadernado, en el que el abogado Ramón Hermosilla intentará demostrar que su patrocinado, no hizo otra cosa que lo que le mandaron y que en el peor de los casos es tan culpable de querer forzar la Constitución como pueda serlo un voyeur de una ensoñación amorosa.

La existencia o no de la entrevista entre Armada y Tejero, el día 20 ó 21 de febrero, en un piso de la calle madrileña de Juan Gris aparece una vez más como una de las claves del arco del papel de Armada en la intentona. ¿Existió ese hombre de gris elegante que según Tejero le impartió aquella noche las instrucciones finales del golpe? Una persona con cierto conocimiento de la psicología de Armada y que ha tenido ocasión de verlo recientemente asegura que el general lleva su religiosidad hasta organizar un altarcito con estampas o medallas allí donde instala sus habitaciones privadas; y que acogiéndose a ese entendimiento de la existencia jura ante personas de su confianza que él no había visto a Tejero antes de la noche del 23 de febrero, en el Congreso, cuando fue a parlamentar con él.

Tejero, una memoria típica de atestado

Tejero, no obstante, con una memoria sumarial notable, típica de atestado (recuerda indumentarias, distribución de habitaciones, voces, ornamentos, muebles) le identifica como el hombre de gris de la calle Juan Gris. Una palabra contra otra. Bien es cierto que Armada se encuentra apoyado por otros dos encausados que niegan la entrevista de Juan Gris: el comandante Cortina (figura clave en las operaciones de nuestra inteligencia militar) y el capitán Gómez Iglesias, acaso el procesado menos hierático de todos, que mueve la cabeza de derecha a izquierda cuando el relator da lectura a sus presuntas implicaciones.

La defensa de Cortina, en el brevísimo resumen de conclusiones provisionales que fue leído a la sala de Justicia, se distingue en que el encausado debe ser absuelto no ya porque no quepa hablar de "circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal" o por eximentes de estado de necesidad u obediencia al mando, sino porque no tuvo participación en los sucesos del 23 de febrero.

Ya en esta primera sesión se consolidan las tres esperadas líneas de defensa: las de Armada y los dos oficiales de la inteligencia militar (no han hecho nada según ellos), la de Milans, su staff de Valencia y las voluntades drenadas en la Acorazada Brunete, más el general Torres Rojas y el fulminante de Tejero (dicen que hicieron lo que les mandaba quien podía hacerlo) y la de un escalón inferior de responsabilidades o protagonismos (hicimos lo que nos ordenaron nuestros mandos naturales; no podíamos hacer otra cosa). Obviamente la guerra de las defensas no será baladí: si Armada es culpable los demás podrían aspirar a serlo un poco menos. Sobre Armada, qué duda cabe, pivota en buena manera este proceso.

Desde que hace cincuenta años fuera procesada la plana mayor de la rebelión militar del 10 de agosto de 1932, con Sanjurjo como director, no había viste, este país un juicio militar de tan alto rango y tan largas incidencias sobre una sociedad civil. La descripción de la liturgia es aquí algo más que una concesión a lo anecdótico. Las medidas de seguridad en el madrileño Instituto Geográfico del Ejército son impresionantes: Policía Nacional a pie, a caballo y motorizada, Guardia Civil, boinas verdes, perros, alguna alambrada, radio-transmisores de campaña, dentificación visible de los asistentes, policía militar, detector de metales graduado exquisitamente hasta el extremo de tener que depositar antes del control unas gafas de patilla metálica, un encendedor de mínima cabeza metálica, una moneda de cinco pesetas, los cantos reforzados de una agenda de bolsillo. En la mañana un oficial de la Armada llegó a sugerir quitarse los botones de su guerrera para terminar de pasar la detección; inmediatamente fue amablemente acompañado a otro arco destinado solo a militares. En ocasiones el rotor de un helicóptero apaga la megafonía de la sala.

Periodistas, invitados, familiares, letrados, observadores, comisiones militares, coinciden físicamente en los controles de acceso y en las puertas de la sala. La entrada en ella, en este primer día de la vista, provoca una sensación cuando menos chocante. Los encausados se vuelven en sus sillas para observar la entrada del público, sus familiares; los periodistas, en pie, observan expectantes a los procesados tras la luneta blindada, durante un buen rato, en silencio, hasta que el presidente del tribunal tiene que ordenar que tomen asiento. Una observación mutua un poco desazonante, en la que se advierte el buen humor de Tejero, en el centro de la primera fila; en los jefes de mayor graduación no es difícil apreciar la tensión contenida de quien se siente observado y ha de cuidar cualquier gesto.

La prosopopeya del tribunal está conseguida; su distanciamiento físico de los encausados es tal que una periodista -precavida- otea la sala con unos pequeños binoculares. La lectura del apuntamiento se aproxima en su brevedad a la práctica procesal de la jurisdicción ordinaria. Cuando el relator salmodia las penas solicitadas por el fiscal (treinta años de reclusión, ocho años de prisión, veinte años de reclusión...) se escucha más nítidamente el sonsoneo de los acondicionadores de aire. Así como cuando se da lectura a las conclusiones de la defeása: absolución, absolución, absolución...

Relato monocorde

Después, el relato monocorde de las negaciones de Armada. No a la involucración del Rey, no a sus llamadas a Miláns, no a su supuesta jefatura del golpe, no a cualquier propuesta inconstitucional al Congreso secuestrado. Y dos párrafos de la declaración del teniente general Pascual Galmes, en aquellas fechas capitán general de Cataluña, sobre los que el fiscal no cree necesario extenderse por cuanto pueden hablar por sí solos. Aquellos en los que relata una llamada nocturna de Miláns:

-Miláns: ¿Tú estas de acuerdo con la solución Armada?

-Pascual Galmes: ¿Y quién lo manda?

-Miláns: ¿Quién va a ser?; el Rey.

Pascual Galmes cuelga tras recordarle a su compañero cómo es precisamente él quien lleva toda la noche negándose a obedecer.

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