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Tribuna
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De la tragedia a la banalidad

A mediados del siglo XVIII, madame d'Epinay fue casada por su familia. Llevada por su ingénuidad, se le ocurrió el desatino de enamorarse de su marido. No contenta con ello, acometió la inconveniencia de solicitarle en público y la impertinencia de perseguirle por los salones. El abochornado caballero tuvo que zanjar la cuestión: "Señora, por favor, me comprometéis y os ponéis en ridículo". La enamorada, dolida por el rechazo, tuvo que buscar consuelo en otros brazos menos familiares. Simultáneamente, la burguesía en ascenso iba gestando un modelo de relaciones que no desperdiciase la energía, salvo en producir y reproducir, evitando el regalo y favoreciendo la venta de los encantos del sexo en el mercado del matrimonio o en el de la prostitución.En estos tiempos, el término adulterio ha llegado a estar tan cargado que, acompañando la prolongada y feminista agonía del patriarcado, ha abandonado incluso la ley, que es en tantas ocasiones la última morada de las palabras. Sus resonancias rituales remiten a la condenada y lapidable mujer de la tradición judaica. Remedio este, el de las pedradas, de múltiple eficacia, ya que lograba al tiempo castigar a la infractora y evitar la posible gestación del fruto de su infame pecado. Porque está claro que el prohibir (a la mujer, por supuesto) las relaciones sexuales ajenas al matrimonio es uno de los pocos medios disponibles para identificar la patemidad.

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Pero hoy los tiempos están cambiando, y los anticonceptivos, al separar genitalidad y generación, permiten la paternidad selectiva y voluntaria sobre todo a la mujer, porque al hombre se le hace algo más difícil. A pesar de los pesares, hay quien se toma estas cosas a la tremenda. Como el parentesco vertebra la cultura y la biología, estos asuntos se graban de una forma que no se cura fácilmente a golpes de racionalidad instrumental.

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Por ello, dejando a los que tiran piedras y apartando por un momento de la memoria los exquisitos salones franceses, pueda ser necesario olvidar los psicodramas que con tanta frecuencia acompañan las vivencias a las puestás en escena de tan espantosos acontecimientos. Por otra parte, hay veces en lás que el dramatismo lo induce al entorno, que no vería con buenos ojos la indiferencia.

Y hablando de contextos, ¿parece probable que una revista del corazón diga de una actriz famosa que es adúltera? No, realmente sería raro. Si aparece la palabra adulterio, será atribuida a una señora de Irlanda o de Cuenca, por poner un caso, y estará asociada posiblemente a un crimen de sangre: "Cometió adulterio y la mató mientras dormía" (no deja de ser curioso que el adulterio se cometa como los delitos, mientras el matrimonio se contrae como las enfermedades.)

Por otra parte, estas revistas del corazón, producción pública de una imposible intimidad, tratan desesperadamente de conceder existencia a un ámbito, el privado, que se desvanece de una forma desoladora para todos aquellos que n.o tienen otra cosa. La contradicción de que, para que lo íntimo sea real, deba convertirse en publicable.

La irrupción en tromba de la mitad femenina en el espacio extradoméstico, a la vista de la progresiva irrelevancia de sus anteriores dominios, no está alejada de la desaparición del Código Penal de un crimen que mostraba impúdicamente su imputación a la mujer.

Clases de familia

Inevitablemente se está hablando de la familia, pero cuando se habla de la familia hay que saber de qué familia se habla. Porque, al igual que en el XVIII coexistían en Francia maneras tan diversas de disfrutar y padecer el mismo hecho, actualmente puede ser aclarador hacer alguna diferencia.

Así cabe distinguir, en este campo, dos tipos de familia. El primero reúne, paradójicamente, a las élites económicas con el pueblo más llano, y es una especie de familia, extensa en la que, por motivos incluso opuestos, el parentesco es fundamental. En unos se trata de mantener la situación, para lo que es necesario salvar la imagen pública, y no desperdiciar lunas relaciones que son la mayor ventaja obtenida del matrimonio. En los otros es la propia subsistencia, ya que el apoyo que ofrecen los parientes no se logra por otros medios. En estos casos resulta desastroso quebrar la solidez de esas uniones, y una relación extramatrimonial rompe simbólicamente la pareja y la filiación. Como los efectos son desproporcionados a los beneficios, la mayoría se abstiene o, en caso contrario, procura ocultarlo, con lo que se evitan muchas de las consecuencias. De aquí la conocida complicidad de "el último en enterarse".

Otra cosa es el mundo de la gente que se ajetrea alrededor de las representaciones de las cosas más que sobre las cosas mismas. Tan evanescentes ocupaciones les llevan a los más variados incumplimientos y en ellos el adulterio pierde su nombre y pasa a ser trivial y lógica infidelidad. Su familia, definida por la inestabilidad, se podría caracterizar por una cierta poligamia sucesiva, en la que los hijos son una infrecuente y pesada carga que se conlleva por un accidentado camino de parejas y destinos. Cambiando de lugar, de personas y de situaciones a lo ancho de unas largas carreras que van desde el seguro azar de un pintor que todo el mundo considera hasta la tediosa e intrascendente vida del intelectual que promete.

Esta familia, reclutada en la expansiva zona de los profesionales, tiene todo en contra de su estabilidad. Hasta el Estado, de quien son hijos predilectos, les separa geográficamente, dejando en evidencia la pretendida defensa oficial de la institución. Líneas quebradas, marcadas por la igualdad de hombres y mujeres en las duras competencias de trabajo, cumplen el programa actual: "Creced, pero no, multiplicaros".

Así, cuando las trayectorias personales no dependen de modo decisivo de la organización de patrimonios, paternidades y matrimonios, el incumplimiento de los acuerdos o contratos de exclusividad, tanto si es eventual como si es definitivo, y siempre que se pueda reinvertir en nuevos arreglos, no conlleva grandes catástrofes, salvo la de decidir quién se queda con la casa, el televisor o la lavadora.

Sin embargo, cuando están en juego cosas más insustituíbles, como la propia supervivencia, los hijos, la aceptación social o el mantenimiento de las únicas relaciones que se tienen, la cuestión se suele pensar más, porque los efectos de un desliz pueden llegar a ser devastadores.

Quien con una cierta amplitud de criterio conceda el carácter de humano a los variados personajes citados, reconocerá que lo de enfadarse o tomarse a mal estas ocurrencias de las parejas no es ni mucho menos una constante. Más que buscar las causas en eternos -y por ello, imperceptibles- principios, pueda tener que ver el comportamiento de esos humanos. De esta forma cabría decir que en este mundo el adulterio se vive en ese trecho que va de la tragedia a la banalidad.

Luis Garrido es sociólogo.

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