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Tribuna
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Elogio de la aventura

El adulterio va resultando ya, en todas las sociedades y todas las culturas, tan sacramental e institucional como el matrimonio. Sacramental es lo que sacramenta, lo sagrado. Sagrado/sacrificado tienen la misma raíz, y si por el sacramento nos sacrificamos a soportar una señorita de escasos medios, unas hijas modernas, un perro de aguas y un calefactor que no calefacta, hasta que el cáncer nos separe, ocurre que por ese otro sacramento natural e involuntario del adulterio se hacen sagrados la mujer o el hombre sacrificiales que soportan la lapidación moral de la gente, las costumbres y los estrenos. Pero el adulterio no es sino el matrimonio por otros caminos. En las Estructuras elementales del parentesco, de Levi-Strauss, vemos que el adulterio, como el incesto, no son sino conceptos que cambian según las épocas, las leyes, la latitud o la longitud de las costumbres, casi siempre economicistas en el fondo. En El erotismo, de Bataille, vemos todo esto glosado por el pensador lírico. La mujer primitiva no era vendida en matrimonio, como quiere el economicismo/puritanismojudeocristiano, sino derrochada: era un don, un presente, algo que se otorga con el mismo carácter festivo con que hoy regalamos una botella de champafía, que no sólo supone voluntad de obsequio, sino voluntad de fiesta. Comprendo que la diferencia, pese a ser sutil, no va a gratificar mucho a las feministas en su librería de la plaza Mayor. Pero sí puede gratificarnos a todos si lo consideramos también a la recíproca: el hombre como fiesta para la mujer, la mujer como fiesta para el hombre. Una autoridad de mis tiempos, que hoy ya no tiene ninguna autoridad, Françoise Sagan, veía, en una de sus primeras novelas, a su nuevo amante, un joven intelectual parisiense, como un espléndido regalo "de piel y músculos" que le hacía la vida. Mientras no nos veamos así, sino como un señor que trae el sueldo a casa o una señora que repasa las camisas para que vayan tirandillo otros tres meses, me parece que no vamos a ser muy felices. Esta última óptica de la pareja es la eminentemente matrimonial. Borges dice de Oscar Wilde:-Era un ingenioso que casi siempre tenía razón.

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Y tío Oscar dice del tema que nos ocupa:

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-Un gran amor se diferencia de un capricho en que el capricho dura toda la vida. Había un crítico teatral madrileño, mediocre y popular, que iba a los estrenos con su santa esposa y con "la otra". Cuando en la obra se decía algo oracioso, el crítico le daba con el codo a su mujer, por si no lo había cogido, y luego miraba a la fila de atrás para reír el chiste con la adúltera. El adulterio ha llegado a ser tan paralelo del matrimonio, en las sociedades burguesas y sus vodeviles, que incluso lo ha sustituído: porque lo que el hombre busca en la mujer -y supongo que a la inversa- es la cuarta dimensión, esa vida otra, esa relación otra que no es la de los negocios, el trabajo, la sociedad, la política, etcétera. El individuo que no se resigna a ser sólo un etcétera social intenta su salvación en el sexo (la droga, el alcohol, la comida y otros paraísos artificiales, que todos son el mismo). Puesto que el sexo es el dialecto secreto de los cuerpos (erotismo), parece que esto queda asegurado mediante el matrimonio, pero lo que queda es cotidianizado. Con lo que el ideal del matrimonio, de la pareja, hay que realizarlo fuera del matrimonio, en una relación transgresiva, no aceptada, que se beneficia de los prestigios de la clandestinidad (clandestinidad generalmente pública), la azarosidad y la irregularidad. No estoy legislando; estoy divagando, o sea, que digo lo que me parece.

El ideal del matrimonio

Está claro el origen economicista y paulino del matrimonio, que incluso nace de una negación, "por culpa de las fornicaciones", lo cual ya es nacer en precario. El erotismo, sí, es el momento peligroso de la sexualidad, como el lirismo es el momento peligroso de la escritura y el misticismo es el momento peligroso de la fe. A lo que tiende el matrimonio, como sacramento, es a abolir esa peligrosidad, a sacralizar, santificar, sacrificar algo: el erotismo humano. Tras los vestigios del trabajo, los primeros vestigios antropológicos que aparecen en la tierra son los del erotismo (no los del sexo: los largos siglos de mera sexualidad zoológica no han dejado rastro cultural, no podían dejarlo). El erotismo es sexo pasado por la imaginación (Venus auriñacense, figuras itifálicas). El matrimonio, religioso o civil (es lo mismo), viene a fosilizar la imaginación en mera repetición.

El adulterio, sí, es el ideal del matrimonio realizado fuera del matrimonio.

Tengo escrito hace muchos años que el sexo es el último reducto de la libertad. Libertad que se enclaustra a sí misma, para salvarse, en cualquier relación ilegible para la lógica social: Dante y Beatriz, santa Teresa y su ángel, Byron y su hermana, Baudelaire y su negra, Nerón y su madre, Verlaine y Rimbaud, Nabokov y Lolita, Wilde y Alfred Douglas, Lot y sus hijas, Noé y sus hijas, el rey Lear y las suyas, Carroll y Alicia, Proust y su chófer.

La ilegibilidad de la pareja -dual o grupal- es su intensidad, y su duración es la apertura. O sea, que no hay matrimonio por un lado y adulterio por otro, como contraposición o paralelismo, sino que hay o no hay relación erótica, dialecto secreto de los cuerpos, frente a los lenguajes convencionales, sociales y protocolares del trabajo, la actividad o la calle.

El adulterio, así, alumbra a veces dentro del mismo matrimonio. Se elige a la amante incluso en la propia esposa (y siempre a la inversa, nota de pie de página para feministas), como se elige la propia madre. Hay mucha gente que, confesándoselo o no, pasa de madre. Y el matrimonio rutinario a veces se establece en las landas inciertas del adulterio, por exceso de tiempo o falta de imaginación. Dijo La Rochefoucault que "sólo nuestros primeros amores son involuntarios". Y dijo Machado lo mismo, más escuetamente: "Nadie elige su amor". En efecto, lo que antes he llamado "elección" es más bien iluminación. De pronto, un hombre o una mujer se ilumina dentro de nosotros, o es ya lámpara del día. Los yanquis, que lo tienen todo previsto, nos han presentado mucho en el cine una cosa que las estrellas hacen también en su vida real: el volverse a casar con la primera pareja, tras una cadena de matrimonios/divorcios. Esto no es sino el salto atrás o adelante del erotismo (movido siempre por la imaginación, que es la forma lírica de la memoria). Pero el racionalismo legalista de los yanquis no puede dejar esto al descubierto, y entonces han adaptado lábilmente (y hábilmente) sus leyes a la realidad, casando/descasando al personal siempre que lo pida, y ofreciendo como happy end victoriano la vuelta al primer marido o la primera mujer, cuando esto, sin papeleo, sería realmente -y es- la forma más refinada del adulterio, un rizoma del erotismo. Cuando san Pablo instituye el matrimonio "por culpa de las fornicaciones" y Wojtila prohíbe mirar con lujuria a la propia esposa, están reconociendo por rechazo una verdad irónica del hombre: todo comercio erótico es adúltero, incluso dentro del matrimonio. A la mujer se la puede traicionar con ella misma.

Francisco Umbral es escritor.

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