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Tribuna
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Las infidelidades y el cristianismo

La esposa es propiedad privada del marido, y atenta contra el derecho de éste todo el que intente apropiarse en algún modo de su mujer. He aquí un principio básico en el mundo antiguo primitivo y la raíz de una condena del adulterio que discrimina durante siglos a la mujer. "No es lícito para el hombre lo que no lo es para la mujer", dirá a este propósito san Agustín. Y, como cristiano, tenía buenas razones para afirmarlo. No en vano san Pablo dice que "la mujer ya no es dueña de su cuerpo: lo es el hombre, y tampoco el hombre es dueño de su cuerpo: lo es la mujer". Lo extraño es que con una doctrina tan clara durase tantos siglos la discriminación. Volveremos más adelante sobre el particular.A lo largo de la historia, el adulterio se ha castigado con rigor. Los adúlteros, sobre todo si eran sorprendidos in fraganti, morían ejecutados en el antiguo imperio babilónico, en los hititas, en el mundo judío, en Grecia y en Roma. Algunos emperadores mitigaron las penas, pero a finales del siglo III después de Cristo la pena de muerte por adulterio era cosa normal en el Imperio romano, y los emperadores cristianos, desde Constantino hasta Justiniano, continuaron en esa misma línea de rigor.

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También las autoridades eclesiásticas castigaban duramente el adulterio. A partir, por lo menos, de finales del siglo II, en la Iglesia se considera que hay tres grandes pecados capitales que obligan a separar radicalmente de la comunidad al pecador: la idolatría, el homicidio y el adulterio. Según san Agustín, hay quienes piensan que los demás pecados se pueden redimir fácilmente con la limosna, pero por lo que se refiere a estos tres, todos están conformes que han de ser castigados con la excomunión total y que los pecadores arrepentidos tienen que someterse a penitencia pública. En el siglo III se advierte incluso en la Iglesia una corriente más rigorista todavía, que considera el adulterio como irremisible. La Iglesia no puede perdonarlo; hay que poner al pecador en manos de Dios. Esta tendencia rigorista no llega a prevalecer.

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Los adúlteros estaban obligados a declarar su pecado y a entrar en el orden de los penitentes. Si no lo hacían ellos espontáneamente, cualquier otro fiel que conociese el pecado estaba obligado a denunciarlos. El rigor de esta disciplina se aprecia todavía más si se tiene en cuenta que, de acuerdo con la disciplina antigua, los penitentes, al menos durante los largos años que duraba su penitencia, no podían usar del matrimonio ni celebrar nuevas nupcias en caso de estar libres. Y digo "al menos", porque hay momentos y regiones en los que a los adúlteros se les prohíbe el uso del matrimonio o las nuevas nupcias para todo el resto de sus vidas, incluso después de terminado su tiempo de penitencia.

La discriminación en perjuicio de la mujer a que nos referíamos antes se manifiesta de varias maneras. Por lo pronto, el marido no comete adulterio por el hecho de unirse con esclavas o concubinas, ni entre los hititas ni entre los griegos o romanos. Prácticamente, solamente se da adulterio en un hombre cuando es él el que irrumpe en matrimonio ajeno. El castigo de los adúlteros, en muchos casos, lo ejecuta el marido por su propia mano, cosa prohibida siempre a la mujer. El marido está obligado a denunciar a su mujer adúltera. La mujer no sólo no lo está: no puede denunciarlo ante los tribunales.

En la Iglesia son muchas las voces que se alzan contra este estado de cosas. Si el adulterio es una injusticia, un atentado contra "el templo del Espíritu Santo" y, por consiguiente, un pecado contra Dios, los dos cónyuges están igualmente obligados a evitarlo. Lactancio, san Ambrosio, san Jerónimo insisten en la misma idea que Inocencio I expresa con estas palabras: "La religión cristiana condena el adulterio en ambos sexos por igual". Sin embargo, aquel concepto ancestral de que la mujer es propiedad del marido no cesa de producir efectos discriminatorios. Por algo los escritores eclesiásticos occidentales de los siglos IV y V insisten tanto en la igualdad de ambos cónyuges con respecto al adulterio. Los padres y escritores de la Iglesia en la parte oriental del Imperio no son siempre tan tajantes. Allá la legislación civil influye más en el comportamiento de los cristianos y, aunque san Basilio, por ejemplo, confiese no entender cómo puede haber discriminación, cuando "la decisión del Señor se aplica igualmente a hombres y mujeres", sin embargo, acepta que la costumbre así lo ha impuesto y, "consiguientemente, la mujer que abandona a su marido es adúltera si se une a otro hombre, pero el hombre abandonado es excusable y la que vive con él no es condenada".

También en Occidente tuvieron lugar algunos retrocesos a la mentalidad pagana, primero, por la influencia de los nuevos pueblos asentados en el Imperio, y más tarde, por el renacimiento del derecho romano, que tiene lugar en el siglo XII. Por ejemplo, Graciano, en su célebre compilación canónica, que tanto influjo ha ejercido, recoge las prescripciones del Código de Justiniano, obligando al marido a denunciar ante los tribunales a su mujer adúltera y negando, en cambio, a la mujer no sólo la obligación, sino el derecho de hacer lo mismo. Menos mal que el renacimiento del derecho romano acabará con la práctica de las ordalías como pruebas judiciales a las que la esposa acusada se tenía que someter para probar su inocencia en las regiones dominadas por las costumbres medievales germánicas.

La práctica más generalizada, en la Iglesia occidental ha admitido y a veces ha impuesto, come, consecuencia del adulterio, la separación de los cónyuges, pero no una rotura del vínculo que: permitiese poder casarse de nuevo. Hay un autor anónimo del siglo IV, a quien se da el nombre: convencional de Ambrosiaster, que afirma: "Está permitido al. marido tomar nueva esposa. cuando ha repudidado a la propia mujer pecadora; porque el hombre no está obligado por la ley de la misma manera que lo está la mujer". Hay otros textos no claros que parecen conceder también el divorcio en caso de adulterio, interpretando en este: sentido el célebre texto de Mt. 19,9. Durante la Edad Media, hubo en este aspecto una notable: amplitud en determinado lugares, y momentos. Desde tiempos muy anteriores a la gran separación, la Iglesia bizantina permitió repudio y nuevo matrimonio por causa de adulterio. En el Occidente, en cambio, consigue imponerse la práctica que con tanta. decisión habían defendido muchas personalidades destacadas, de la Iglesia, entre las que descollaron, ya en el siglo II, Hermas y, en el paso del IV al V, san Jerónimo y san Agustín. Al mismo, tiempo, logra triunfar, por fin, una práctica unánime y equitativa para ambos cónyuges a la hora de juzgarlos por infidelidad matrimonial.

Manuel Sotomayor es profesor de Historia de la Iglesia en la facultad de Teología de Granada.

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