El Rockefeller
Todavía recuerdo con claridad la vez primera que escuché mencionar así ese nombre: el Rockefeller. Fue el mismo día que mi padre, en la cocina de casa y ante mi asombro, consiguió cambiar el color de la llama al acercar un trozo de sal común. Aquella sencilla lección de física experimental, explicada con esmero a quien en el colegio no enseñaban jamás un experimento -tal era la educación que recibíamos-, me impresionó profundamente. Al terminar el improvisado experimento, entablamos una conversación inolvidable donde aprendí que a la ciencia de días no lejanos habían contribuido notablemente algunos españoles cuyos nombres no figuraban en nuestros libros y que en años anteriores a la guerra civil trabajaron con ahínco para que España aportara al común de los conocimientos y no fuera mera usuaria de las ventajas de la civilización. Así escuché por primera vez los nombres de Cabrera, Moles, Catalán, Duperier, Palacios, entre otros, y el de la institución donde realizaron sus trabajos: el Instituto Nacional de Física y Química, que coloquialmente llamaban el Rockefeller. Aquella sencilla experiencia de laboratorio casero, unida al redescubrimiento de otra historia de España, me dejaron una huella imborrable.Se cumple en estos días el cincuenta aniversario de la inauguración del Instituto Nacional de Física y Química -febrero de 1932-, y quisiera contribuir al recuerdo de ese trozo de nuestra mejor historia tan tristemente desconocida. La literatura, la filosofía, las artes y las letras en general de aquellos días forman parte del bagaje cultural de toda persona de educación media. No ocurre así con las ciencias, poniéndose una vez más de manifiesto nuestra falta de sensibilidad por estos saberes. Y aunque pueda ser cierto que la contribución española al desarrollo de las ciencias en general nunca pudo ser motivo de orgullo, no lo es menos que hubo días en que nuestro país tuvo una ciencia digna y un entorno social interesado por el que hacer científico.
El Instituto Nacional de Física y Química fue la continuación natural del Laboratorio de Investigaciones Físicas que, en 19 10 y en el seno de la Junta para Ampliación de Estudios, Santiago Ramón y Cajal pusiera bajo la tutela de Blas Cabrera. Es, por tanto, la plasmación en el campo de las ciencias fisicoquímicas de aquella corriente renovadora que se inicia en nuestro país río arriba, en los principios del siglo.
La excelente reputación internacional de que gozaba aquel equipo de investigadores hizo que la Education Board de la Fundación Rockefeller concediera una subvención especial para que se construyera el Instituto. La donación se canalizó a través de la Junta para Ampliación de Estudios, comprometiéndose el Gobierno a adquirir los terrenos y a sufragar los gastos de las actividades científicas que allí se desarrollaran. Así nació el Instituto de Física y Química -el Rockefeller, como era conocido popularmente- en terrenos vecinos a la Residencia de Estudiantes, en lo que en el Madrid de entonces eran los altos del Hipódromo y que hoy ocupa parte del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Fernando de los Ríos, siendo ministro de Instrucción Pública, lo inauguró en febrero de 1932.
Los Cabrera, Moles, Catalán, Palacios, Duperier, adquirieron renombre internacional trabajando en los temas que en aquellos días ayudaban a descifrar la estructura íntima de la materia: magnetismo, química-física, espectroscopia, radiación cósmica, estructuras cristalinas. Piénsese que hablamos de los días de la mecánica cuántica y de la teoría de la relatividad; de los Bohr, Einstein, Schordinger, Heisemberg, por citar algunas de las figuras más sobresalientes. Nuestro país, gracias al trabajo de estos hombres, no estuvo ausente de lo que entonces constituía la avanzada del pensamiento científico mundial. Schordinger, Langevin, Sommerfeid, Einstein, Curie visitaron en diferentes ocasiones España. El padre de la mecánica cuántica -Schrodin
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El Rockefeller
Viene de la página 9 ger, Premio Nobel en 1933- dictó una serie de conferencias sobre la nueva mecánica en el Instituto y -bien merece en estos días que lo recordemos- en la Universidad Internacional de Santander.
El esplendor de la ciencia española en aquellos años se explica por el ambiente general de respeto y promoción de los valores culturales, en ese esfuerzo por desatar los nudos que impedían el resurgir de lo que Azaña calificaba como la España subyacente. Pero no puede entenderse en su totalidad sin tener en cuenta el enorme esfuerzo que supuso durante bastantes años la labor perseverante de los hombres nudleados alrededor de la Junta para la Ampliación de Estudios.
La guerra civil quebró este esfuerzo. De aquellos equipos de trabajo, algunos de sus miembros murieron en el exilio, otros fueron marginados por los funcionarios de la ciencia oficial de la posguerra. El árbol de la ciencia se convirtió en emblema del nuevo Consejo Superior de Investigaciones Científicas de los años cuarenta. Un árbol que nunca pudo dar frutos comparables a los anteriores al estar regado por el dogmatismo y la intolerancia.
En esta hora en la que España, como dijera no hace tanto Juan Marichal, debe legalizar su historia, justo es que lo haga también con la de sus científicos más ilustres, ese conjunto de hombres sabios y buenos que, comprometidos en el caminar de España, hicieron tanta ciencia de calidad y que hubieran realizado muchísima más, sin duda alguna, de haber podido proseguir la labor iniciada en el Rockefeller.
Muchos científicos en este país nos sentimos -independientemente de nuestra disciplina específica- un poco sus discípulos. Puede que la mejor manera de honrar su memoria sea apoyando con libertad y recursos a nuestros científicos en vida, para que la ciencia española recupere ese tiempo perdido y España se incorpore plenamente a la marcha general de los países civilizados.
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