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CJC es otro

Juan Cruz

La broma que siempre se hace con Jorge Luis Borges es que jamás existió, que es otro. El asiente, porque le va la broma, y añade el artículo para distinguirse aún más de sí mismo: él, dice, es el otro.

Con Camilo José Cela ocurre algo parecido. La gente cree conocer a un personaje, él se deja ver así, se arroja a un estanque público, dice algunas cosas de escándalo, asevera otras más pausadas, recuerda las jotas aragonesas de cuya obscenidad disfrutaba Picasso y luego se aleja dejando las sillas pobladas de la impresión de que quien se ha ido es el mismo que estuvo.

No hay tal cosa. Camilo José Cela no es el otro borgiano, pero es otro. Ese Cela que abandona el estanque público, profiere cosas de escándalo y luego afirma otras más serenas con la voz de actor inglés del siglo XVIII que le dieron en Iria Flavia es, en realidad, otro cuando se produce el retiro.

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Ahora Camilo José Cela, que ha estado en la actualidad por multitud de razones entre las que s u personalidad humana es la principal, parece que ha decidido dedicarse a ser el otro que esconde cuando está en público y se ve urgido a hablar, a manifestarse, a opinar, a ocuparse de lo contingente para olvidarse de lo que se imagina.

Se retira a imaginar y a escribir -o a terminar de escribir- una nueva novela. Se refugiará, otra vez, detrás de un biombo negro y esforzará, aún más, ese dedo permanentemente lesionado, curvo, su tributo a la escritura artesana, esas garrapatas que deja escritas sobre diminutos volúmenes que más parecen libretas de direcciones del país de las maravillas de Lewis Carroll que cuadernos de bitácora de un narrador de este siglo.

Escribe en los aviones y en los barcos, para detener el tiempo que imponen esos artefactos, y luego, tras el biombo negro, ejerce su oficio de tinieblas en un refugio de tres plantas breves desde las que el mar se ve como un paisaje humano: ahí, con las zapatillas que usa para despedir a los periodistas intrusos, se forja un mundo que él ni siquiera ve cuando la gente le observa lanzarse vestido al estanque del público.

En ese refugio al que ahora acude Cela se amontonan los libros de Dostoievsky -"no molestar: el señor está leyendo a Dostoievsky"-, las cartas cuidadosamente fichadas de los escolares de España que se dirigen al escritor escondido en La Bonanova, las anotaciones de los últimos viajes y algunas fotografías que le hicieron mientras hacía de actor en La colmena. El hombre, obsesionado por las imágenes, va a retirar ahora todos esos recuerdos porque su literatura jamás fue de la memoria. En ese santuario de la imaginación, el senador que defendió la pureza de la palabra como el esqueleto principal de la Constitución que ahora nos manda, tiene espacio en ese jardín de la nada superpoblada para decirse seriamente, como Pessoa, "a la patria, mi amor, prefiero rosas,/ y antes magnolias amo/ que gloria y que virtud" y para reflexionar sobre el pasado como si todavía no hubiera ocurrido porque, como pocos españoles pueden hacerlo, él está en concidiones de exclamar que en su biografía todos los días han sido suyos.

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